Con esta anotación completo una trilogía con extractos de la gran novela de Vasili Grossman. En este caso se trata de un tema también universal, como los anteriores (la naturaleza del tiempo y las implicaciones sociales del desarrollo tecnocientífico). El bien y el mal, por otro lado, enlaza con la serie de anotaciones anteriores sobre este mismo tema: ‘El pecado original’, El hombre, lobo del hombre’, ‘El puzle del altruismo’, ‘Las etapas del bien’ y ‘¿Es egoísta la generosidad?’

Vayamos, pues, con estos primeros párrafos del capítulo 16 de la segunda parte del libro de Grossman. Se comentan por sí mismos.

La mayoría de los hombres que viven en la Tierra no se proponen como objetivo definir el «bien». ¿En qué consiste el bien? ¿Bien para quién? ¿De quién? ¿Existe un bien común, aplicable a todos los seres, a todas las tribus, a todas las circunstancias¿ ¿O tal vez mi bien es el mal para ti y el bien de mi pueblo, el mal para el tuyo? ¿Es eterno e inmutable el bien, o quizás el bien de ayer es el vicio de hoy?

Cuando se aproxima el momento del Juicio Final, no sólo los filósofos y predicadores, también los hombres de toda condición, cultivados y analfabetos, se plantean el problema del bien y del mal.

¿Han asistido los hombres durante miles de años a una evolución del concepto del bien? ¿Es un concepto común a todos los pueblos, a griegos y judíos, como decía el apóstol? ¿No deberíamos tener en cuenta las clases, naciones, Estados? ¿O acaso se trata de un concepto más amplio que engloba también a los animales, a los árboles, a los líquenes, como Buda y sus discípulos aseveraron? El mismo Buda tuvo que negar el bien y el amor de la vida antes de abrazarlos.

He constatado que los diferentes sistemas morales y filosóficos de los guías de la humanidad que se han ido sucediendo en el transcurso de los milenios han limitado el concepto del bien.

La doctrina cristiana, cinco siglos después del budismo, restringió el mundo viviente al cual es aplicable la noción de bien: no contenía a todos los seres vivos, sino solo a los hombres.

El bien de los primeros cristianos, que abrazaba a toda la humanidad, dio paso al bien exclusivo de los cristianos, mientras que junto a él coexistía el bien de los musulmanes, el bien de los judíos.

Con el transcurso de los siglos, el bien de los cristianos se escindió y surgió el bien de los católicos, el de los protestantes y el de los ortodoxos. Luego, del bien de los ortodoxos nació el bien de los nuevos y de los antiguos creyentes.

Y existían también el bien de los ricos y el bien de los pobres. Y el bien de los amarillos, los negros, los blancos. Y esa fragmentación continua dio lugar al bien circunscrito a una secta, una raza,, una clase; todos los que se encontraban más allá de tan estrecho círculo quedaban excluidos.

Y los hombres tomaron conciencia de que se había vertido mucha sangre a causa de un bien pequeño, malo, en nombre de la lucha que ese bien libraba contra todo lo que consideraba como mal.

Y a veces el concepto mismo de ese bien se convertía en un látigo, en un mal más grande que el propio mal.

Un bien así no es más que una cáscara vacía de la que ha caído y se ha perdido la semilla sagrada. ¿Quién restituirá a los hombres la semilla perdida?

¿Qué es el bien? A menudo se dice que es un pensamiento y, ligado a ese pensamiento, una acción que conduce al triunfo de la humanidad, o de una familia, una nación, un Estado, una clase, una fe.

Aquellos que luchan por su propio bien tratan de presentarlo como el bien general. Por eso proclaman: mi bien coincide con el bien general, mi bien no es solo imprescindible para mí, es imprescindible para todos. Realizando mi propio bien persigo también el bien general.

Así, tras haber perdido el bien su universalidad, el bien de una secta, de una clase, de una nación, de un Estado asume una universalidad engañosa para justificar su lucha contra todo lo que él conceptúa como mal.

Ni siquiera Herodes derramó sangre en nombre del mal: la derramó en nombre de su propio bien. Una nueva fuerza había venido al mundo, una fuerza que amenazaba con destruirle a él y a su familia, destrozar a sus amigos y favoritos, su reino, su ejército.

Pero no era el mal lo que había nacido, era el cristianismo. Nunca antes la humanidad había oído estas palabras: «No juzguéis , y no seréis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis seréis medidos… Amad a vuestros enemigos; bendecid a los que os maldicen, haced el bien a los que os aborrecen, y rogad por aquellos a que os ultrajan y os persiguen… Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así haced también con ellos; porque esto es la ley de los profetas[1]».

¿Qué aportó a los hombres esa doctrina de paz y amor?

La iconoclastia bizantina, las torturas de la Inquisición, la lucha contra las herejías en Francia, Italia, Flandes, Alemania, la lucha entre protestantismo y catolicismo,, las intrigas de las órdenes monásticas, la lucha entre Nikón y Avvakum, el yugo aplastante a que fueron sometidos durante siglos la ciencia y la libertad, las persecuciones cristianas de la población pagana de Tasmania, los malhechores que incendiaron en África pueblos negros. Todo esto provocó sufrimientos mayores que los delitos de los bandidos y criminales que practicaban el mal por el mal…

Ese es el terrible destino, que hace arder al espíritu, de la más humana de las doctrinas de la humanidad; esta no ha escapado a la suerte común y también se ha descompuesto en una serie de moléculas de pequeños «bienes» particulares.

La crueldad de la vida engendra el bien en los grandes corazones, y estos llevan ese bien a la vida, estimulados por el deseo de cambiar el mundo a imagen del bien que vive en ellos. Pero no son los círculos de la vida los que cambian a imagen y semejanza de la idea del bien, sino la idea del bien la que se hunde en el fango de la vida, se quiebra, pierde su universalidad, se pone al servicio de la cotidianeidad y no esculpe la vida a su hermosa pero incorpórea imagen.

El flujo de la vida siempre es percibido en la conciencia del hombre como una lucha entre el bien y el mal, pero no es así. Los hombres que velan por el bien de la humanidad son impotentes para reducir el mal en la Tierra.

Las grandes ideas son necesarias para abrir nuevos cauces, retirar piedras, desplazar rocas, derribar acantilados, desbrozar bosques,. Los sueños del bien universal son necesarios para que las grandes aguas corran impetuosas en un único torrente. Si el mar estuviera dotado de pensamiento, en cada tempestad la idea y el sueño de la felicidad nacerían en sus aguas, y cada ola, al romper contra las rocas, pensaría que perece por el bien de las aguas del mar, y no advertiría que es levantada por la fuerza del viento, del mismo modo que levantó a miles antes que ella y que levantará a miles después.

Muchos libros se han escrito sobre cómo combatir el mal, sobre la naturaleza del bien y del mal.

Pero lo más triste de todo es lo siguiente, y es un hecho indiscutible: cada vez que asistimos al amanecer de un bien eterno que nunca será vencido por el mal, ese mismo mal que es eterno y que nunca será vencido por el bien, cada vez que asistimos a ese amanecer mueren niños y ancianos, corre la sangre. No solo los hombres, también Dios es impotente para reducir el mal sobre la Tierra.

(pp. 512-515)


[1] Aunque Grossman afirma al comienzo del párrafo que nunca antes la humanidad había oído esas palabras, esto no es cierto. Lo que esas frases enuncian es, en realidad, la regla de oro, la norma ética conocida más antigua de la historia de la humanidad.