El altruismo –el sacrificio de la aptitud propia en beneficio de la de otras personas– puede tener, como hemos visto, bases diversas, dependiendo del grado de parentesco o la proximidad con esas otras personas. Ahora bien, se trata, en todo caso, de miembros del mismo grupo al que pertenece la persona altruista: familiares o integrantes de un clan, población, tribu, barrio o equivalente.

Pero resulta que los seres humanos también tenemos comportamientos altruistas –prosociales– con personas que son completos extraños, extranjeros, incluso. Esos comportamientos no se pueden explicar acudiendo a los mecanismos que vimos en la anotación anterior. Se necesitan elementos adicionales para poder dar cuenta de ellos.

Darwin –donde menos se lo espera uno, aparece don Carlos–, en The descent of man, se refirió a unos “instintos sociales” y, también, a ciertos “poderes intelectuales activos” para explicar la bondad. Uno de esos instintos sociales es la propensión a ayudar a otros con la expectativa de reciprocidad; sería algo equivalente a la reciprocidad directa. Otro instinto social es el valor que damos los seres humanos a la reputación –en este caso, la que otorga el comportamiento generoso con los miembros del grupo–, que sería algo semejante a la reciprocidad indirecta, dado que la reputación deviene en favores y buen trato por parte de los demás.

A los efectos de lo que aquí nos interesa, la capacidad de responder a incentivos y la capacidad de razonar son, quizás, los poderes intelectuales que más claramente pueden invocarse a la hora de explicar la bondad con completos desconocidos.

Michael E. McCullugh, en The kindness of Strangers, propone que en determinadas etapas de la historia de la humanidad se han producido avances en el comportamiento prosocial en los que han intervenido, precisamente, esos “poderes intelectuales activos” a los que se refirió Darwin. Voy a resumir a continuación las épocas y los factores de tipo ambiental, cultural o social que propiciaron esos avances; y lo hago siguiendo el guion y contenido de la obra de McCullugh, precisamente.

La Edad de los Huérfanos

La Era de los Huérfanos coincide con la transición de un estilo de vida nómada que giraba en torno a la caza y la recolección a uno sedentario, en torno a la agricultura. Durante la Era de los Huérfanos, la desigualdad de riqueza se disparó a niveles sin precedentes, creando un tipo de dificultad que los humanos nunca antes habían enfrentado: endeudarse tanto con los acreedores que la única manera de pagar la deuda consistía en vender todo lo que poseían o consentir una vida de servidumbre por contrato.

Ante tanta desigualdad y opresión, y por la inestabilidad que se derivaba de ellas, los reyes del mundo arcaico empezaron a proteger de la opresión a las personas más vulnerables de la sociedad. Los reyes, de esa forma, habrían sido recompensados con la lealtad de sus súbditos y con una reputación de bondad y sabiduría.

A finales del siglo XII a. e. c., la Era de los Huérfanos llegó a su fin en una conflagración de guerra y desastres naturales. Sin embargo, muchas de las nuevas sociedades que surgieron del caos mantuvieron la convicción de que los pobres y los desfavorecidos debían ser protegidos de la opresión.

La Era Axial o Edad de la Compasión

Cuatrocientos años más tarde, nuevas sociedades empezaron a reemplazar a las antiguas. En las nuevas sociedades la relación entre gobernantes y gobernados se estableció sobre bases más igualitarias. Surgieron entonces muchas de las religiones y sistemas filosóficos que continúan inspirando nuestras preocupaciones intelectuales y éticas en la actualidad.

La idea de la Era Axial (800 a. e. c.–200 a. e. c., aunque no hay acuerdo entre los especialistas sobre su delimitación temporal) se debe al filósofo alemán Karl Jaspers, quien la consideró la “línea divisoria más profunda de la historia de la humanidad”. Durante esta era surgieron ideas similares en China, India y Occidente, aunque tras ella, no volvió a producirse un paralelismo semejante con ningún otro fenómeno.

Durante este periodo, en algunas sociedades se hicieron esfuerzos por nivelar las desigualdades entre las clases sociales, junto con un nuevo énfasis en la preocupación prosocial por los demás. El elemento más significativo de la Era Axial fue, quizás, que las inquietudes espirituales se vincularon de forma estrecha a las preocupaciones por el bienestar de los demás.

No está claro a qué obedeció el surgimiento de las ideas que caracterizaron a este época histórica. Se ha propuesto que la mayor riqueza material del periodo pudo actuar como catalizador, así como la configuración de estados más poderosos. Esos dos elementos distinguen a las tres zonas del planeta en que se desarrollaron ideas propias de esta era, de las cinco en las que no ocurrió tal cosa. Las sociedades axiales eran más ricas.

Otros discuten esas bases y proponen que fueron la urbanización (ciudades más grandes) y las guerras entre los estados (debido a las armas de hierro) los elementos que propiciaron las nuevas ideas.

La idea más importante –por su alcance, implicaciones y vigencia temporal– de entre las que surgieron en este periodo es la Regla de Oro (aparece en muchos de los textos más influyentes de entonces). Maestros, sacerdotes y otras élites la utilizaron para fundamentar sus ideas acerca de cómo deberían organizarse las instituciones para satisfacer mejor las necesidades de los pobres y desfavorecidos y al mismo tiempo preservar el bienestar de la comunidad en general.

La Edad de la Prevención

El tercer gran impulso a las ideas prosociales se produjo en el Renacimiento europeo. El número de pobres había aumentado mucho en Europa. A los gobernantes la crisis de pobreza les preocupó. Algunos intelectuales se preguntaron si la pobreza se podía prevenir y, si no era posible prevenirla, si sus efectos podían ser mitigados.

Algunas de las mentes más brillantes de Europa comenzaron a formular preguntas sorprendentemente modernas sobre las causas de la pobreza, sus consecuencias y las políticas más adecuadas para proteger a la sociedad de ellas. Las figuras más destacadas fueron, quizás, el inglés Thomas More y el valenciano Joan Lluis Vives.

Vives, por ejemplo, creía que la pobreza debería reducirse, no principalmente porque Dios quisiera que los pobres recibieran consuelo, sino porque era mala para la salud pública y para los negocios. Por ello, pensaba que se debía proporcionar comida, vivienda, ropa y las necesidades básicas de la vida a todos los pobres que cumpliesen ciertos requisitos. Había que darles lo suficiente para su sustento, pero no tanto como para que viviesen satisfechos mientras permanecían inactivos. Para Vives, la educación y el trabajo eran las medidas más importantes contra la pobreza, por lo que aconsejó la adopción de un programa integral de educación y capacitación laboral.

Las primeras medidas contra la pobreza se tomaron en el Reino Unido y en Holanda. Ambos países experimentaban entonces un fuerte crecimiento económico y sus élites descubrieron que cuidar de los más pobres era una forma para prevenir la volatilidad del suministro de mano de obra.

La primera Ilustración sobre la Pobreza

Hacia 1900, la mayoría de las naciones que habían sido las primeras en adoptar innovaciones en materia de bienestar social también habían aumentado drásticamente sus tasas de acceso a la educación primaria. La brecha de género en la educación también disminuyó: cuando estalló la Primera Guerra Mundial, las naciones avanzadas enviaban a niños y niñas a la escuela primaria en proporciones iguales.

Esos cambios de comienzo del siglo XX tenían su origen en un cambio en las prioridades intelectuales del siglo XVIII: entre 1700 y 1800, aumentó la preocupación sobre la pobreza. Pensaron entonces más y de manera diferente en la pobreza y en los pobres. Esa es, en expresión acuñada por el economista australiano Martin Ravallion, la primera “Ilustración sobre la pobreza” (The First Poverty Enlightenment).

Como consecuencia de la preocupación creciente por la pobreza, a comienzos del s. XIX surgió la idea de la justicia distributiva. En su génesis, tuvieron una importancia especial las ideas que difundieron Jean-Jacques Rousseau, Adam Smith e Immanuel Kant. Sobre los argumentos de Rousseau para prevenir la desigualdad, los esfuerzos de Smith por humanizar a los pobres y la afirmación de Kant de que todas las personas poseen un valor igual e infinito se erigió un ordenado andamiaje intelectual. Y, a partir de ese andamiaje, los teóricos políticos comenzaron a hacer afirmaciones cada vez más audaces sobre los derechos de los ciudadanos y los deberes redistributivos del Estado.

También se extendió el convencimiento de que la pobreza y sus síntomas podían ser comprendidos y mejorados haciendo uso de herramientas de la ciencia social.

La segunda Ilustración sobre la Pobreza

Tras un declive durante el siglo XIX y primera mitad del XX, la preocupación por la pobreza volvió a aumentar. Ravallion se refiere a la década de los 60 como el comienzo de la Segunda Ilustración sobre la Pobreza. Como consecuencia, surgieron numerosas ONGs y se lanzaron campañas para destinar el 0,7% a la ayuda al desarrollo.

Naciones Unidas, por su parte, aprobó en 2000 la Declaración del Milenio, con una serie de objetivos (Objetivos de Desarrollo del Milenio: ODM), que se resumen a continuación: Erradicar la pobreza extrema y el hambre; alcanzar la educación primaria universal; promover la igualdad de género y empoderar a las mujeres; reducir la mortalidad infantil; mejorar la salud materna; combatir el VIH/SIDA, malaria y otras enfermedades; asegurar la sostenibilidad ambiental, y fomentar una asociación global para el desarrollo.

Se ha estimado que los ODM fueron responsables de hasta el 40% de todo el progreso global en la reducción de la pobreza y la mortalidad materna entre 1990 y 2015, de un tercio de todas las reducciones en la mortalidad infantil, y el 86% de todos los aumentos en las tasas de finalización de la escuela primaria.

La Edad del Impacto

Michael E. McCullugh afirma en su libro que en la actualidad vivimos inmersos en la Edad del Impacto, una respuesta global a toda forma de sufrimiento. Los recursos son limitados, razón por la cual, cuanto mayor es la cantidad que se destina a unos fines, menor es la que puede utilizarse para atender otros. Por otro lado, circulan volúmenes ingentes de información sobre todos los tipos posibles de miseria y aflicción, así como sobre las miles de organizaciones que existen para aliviarlos. Surge, por tanto, una cuestión fundamental: ¿Cómo elegir? ¿Dónde intentar dejar huella? La era del impacto anima a responder a esta pregunta prestando nuestra atención a dos conjuntos de preocupaciones.

En primer lugar, los altruistas de la Era del Impacto tienen una gran confianza en la ciencia y la investigación, en los datos y los hechos. Y, en segundo lugar, están muy interesados en las consecuencias. Los altruistas contemporáneos actúan bajo la influencia de esas dos preocupaciones, y de esa forma están transformando el panorama de la cooperación y el altruismo a escala internacional.

Es la última vuelta de una tuerca, la de la prosocialidad, que ha ido girando desde las redes de cooperación de los grupos de cazadores-recolectores del Pleistoceno hasta la actuación global sin fronteras, en beneficio de los más desfavorecidos, basada en la compasión racional por nuestros semejantes.

Recapitulación

El mundo del s. XXI no guarda apenas semejanza con el de los primeros compases de la historia humana, hace unos 300.000 años. Los comportamientos prosociales (generosos, altruistas, solidarios, bondadosos, compasivos) de los primeros representantes de nuestra especie eran, seguramente, muy básicos y tenían valor adaptativo para individuos que vivían en grupos en los que todos se conocían o, incluso, estaban próximamente emparentados.

Cooperaban para cazar y obtener alimentos difíciles de conseguir. Colaboraban para defenderse de los depredadores. Y se apoyaban unos a otros (unas a otras, en realidad) también en la crianza de la prole. A la vez, se disputaban con otros grupos el acceso a los recursos valiosos. En ese contexto, la prosocialidad se limitaba al clan, el grupo o la tribu. Las actitudes para con otros grupos eran, seguramente, de hostilidad. Y para con los desconocidos, la desconfianza y, quizás, la agresión. Recordemos las palabras de Plauto: «Un hombre es más un lobo que un hombre para otro hombre, cuando éste aún no ha descubierto cómo es».

Pero nuestra capacidad para razonar y reconocer en los otros a personas merecedoras del mismo trato que nos gustaría que nos dispensasen a nosotros –el carácter universal de la regla de oro, la igualdad esencial que reconocen diferentes credos religiosos a todas las personas, y las nociones ilustradas sobre igualdad y justicia– ha abierto el camino para la extensión –si bien con altibajos, gradual e imperfecta– a todos los seres humanos de los beneficios de la solidaridad y la compasión. Es un camino inacabado, desde luego, pero un camino que la humanidad no ha dejado de recorrer desde sus orígenes.

Continuará…