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¿Es egoísta la generosidad?

2024-01-07 1 Comentario

Hay quienes creen que la generosidad o la bondad no existen, que, en el fondo, son egoístas. Decir que la generosidad es egoísta parece un oxímoron. Pero, ¿lo es?

En virtud de una hipótesis, conocida como “modelo de alivio del estado de ánimo negativo”, los seres humanos tenemos un impulso innato para reducir los malos estados de ánimo. Una de las formas de conseguir tal alivio consiste en ayudar a los demás, un comportamiento que, además de la satisfacción íntima que produce, puede conllevar recompensas anímicas en forma de expresiones de gratitud, sonrisas, y otras. De lo anterior se sigue que un estado de ánimo negativo aumenta la capacidad de ayudar a otras personas porque, al hacerlo, se pueden reducir esos malos sentimientos.

Esta hipótesis no es la única fórmula que invocan los escépticos de la bondad o del altruismo para denegar el carácter genuino de esos sentimientos. En esencia, lo que afirman es que las buenas acciones siempre son actos egoístas, pues pretenden buscar el bienestar emocional o satisfacción personal que proporcionan, a quien los hace, esos actos. Ese bienestar puede consistir en la satisfacción con uno mismo por el bien que se ha realizado o en calmar la conciencia. O también puede ocurrir que la recompensa sea, incluso, mucho más sustanciosa, tanto como puede serlo la vida eterna para quienes creen que mediante buenas obras puede ganarse la salvación. En cierto modo, un acto generoso sería la impostura máxima, la forma de hipocresía más sofisticada.

Ese es un modo cínico de pensar, por supuesto, pero que lo sea no implica que no sea correcto.

Pero, ¿lo es? ¿Es correcta esa forma de pensar? ¿Son la bondad, el altruismo, la generosidad, rasgos o disposiciones genuinas? ¿O son formas camufladas de egoísmo? ¿Es la búsqueda del bien lo que anima a la persona generosa o es una forma de autocomplacencia? ¿Está, acaso, la ayuda que brindamos a los demás motivada por preocupaciones egoístas, sin importar cuán inteligentemente oculto (incluso de nuestro propio yo) pueda estar ese egoísmo?

El psicólogo social Daniel Batson, es la persona que probablemente más esfuerzo ha dedicado a estudiar el altruismo; ha pasado las últimas cuatro décadas tratando de responder a las preguntas anteriores. Su opinión es que los humanos realmente tenemos el potencial de preocuparnos de forma altruista por los demás y que la empatía puede despertar esa preocupación.

La tesis de Batson tiene sentido. La empatía es el sentimiento que nos pone (o creemos que nos pone) en el lugar y situación emocional de la persona para con la que la experimentamos. Es el sentimiento que nos acerca a experimentar el de la persona que sufre. Que hace que padezcamos con ella. Nótese que “padecer con” es “compadecer”. Compadecerse es, por tanto, sufrir con quien sufre. En eso debería consistir la compasión y, seguramente, en eso consiste cuando es sincera. De ahí que Batson sostenga que la empatía es el sentimiento que abre la vía a la compasión y que, de esa forma, la propicia. La compasión impele al acto bondadoso, generoso, altruista que busca aliviar el padecimiento.

Los sentimientos son la forma en que categorizamos las emociones, según le he leído a Xurxo Mariño en Neuronas para la emoción. Las emociones son respuestas fisiológicas a situaciones orgánicas (propias), ambientales o relacionales, que han evolucionado bajo la acción de la selección natural. La empatía, por tanto, junto con otros sentimientos sociales (como la vergüenza) cumple un rol social.

Sentimos empatía porque ello nos ha proporcionado alguna ventaja; la capacidad para sentirla tiene, pues, valor adaptativo. Dado su carácter social, ese valor no está vinculado a ningún beneficio particular que podamos obtener del sentimiento. Está ligado al beneficio que puede obtener el grupo al que pertenecemos por el hecho de que sus miembros tengamos tendencia a sentirla. Actúa en beneficio del grupo.

Que las buenas acciones que realizamos merced a los sentimientos empáticos nos produzcan placer no tiene nada de particular ni disminuye en ninguna medida el carácter genuino de las buenas acciones ni de la empatía en sí. Pensemos en cómo operan otras funciones sobre las que también actúa la selección natural.

El hambre es una sensación que motiva la ingestión de alimento. Sin comer, el organismo no dispone de recursos para reproducirse. Sin comer sobreviene la muerte. La ingestión de alimento proporciona placer. Es la recompensa (placentera) que recibe nuestro encéfalo cuando se satisface la necesidad de ingerir alimentos y se elimina el hambre que ha desencadenado la acción.

En el curso de la evolución de los animales han aparecido, por selección natural, la sensación de hambre y el placer que se obtiene al comer. Esas sensaciones incentivan la ingestión de alimento y, de esa forma, favorecen la supervivencia y reproducción del individuo. Los genes que codifican esas sensaciones –los sistemas involucrados en su génesis– existen porque los individuos que los poseen han sobrevivido y han dejado copias de los mismos tras de sí. ¿Es genuina la sensación de hambre? ¿O deja de serlo porque al saciarse el organismo obtiene de ello placer? El bienestar que se experimenta al comer no anula el carácter genuino de la sensación de hambre.

Con la práctica del sexo ocurre algo semejante. La función biológica de las cópulas entre machos y hembras de una especie es la reproducción. El placer que proporciona la práctica del sexo constituye un incentivo poderoso para practicarlo. Gracias a ello, nuestros antepasados tuvieron un mayor deseo de copular con los miembros del otro sexo y, por tanto, tuvieron mayor probabilidad de dejar descendencia. ¿Deja de ser genuino el deseo sexual por esa razón? En absoluto.

Advierto, antes de continuar, que el hecho de que las funciones biológicas de comer y de copular sean las que he expuesto, no excluyen, como bien sabemos, que sean las únicas funciones que cumplen esas actividades. Comemos por placer, al margen de que lo necesitemos para sobrevivir; y follamos por placer, al margen de que lo necesitemos para dejar descendencia. Es lo que ocurre cuando la evolución nos ha proporcionado placeres: intentamos explotar el mecanismo para disfrutar al margen de su función biológica primaria. Retengan este dato porque es importante.

Retomo el hilo principal. Las buenas obras cumplen, en principio, un bien social. La empatía nos impulsa a ayudar a los demás, a colaborar, a hacerles favores. Que obtengamos placer de esa forma no quiere decir que el sentimiento empático y los actos compasivos, generosos, solidarios a los que conducen no sean genuinos. Lo son tanto como lo es el hambre o el deseo sexual y, por tanto, la ingestión de alimentos y la práctica del sexo.

Los actos bondadosos, generosos, solidarios, cumplen una función social; ayudan a que el grupo al que pertenecemos funcione mejor y, de esa forma, sus miembros ganen aptitud, con todo lo que ello comporta. De la misma forma que el hambre y el deseo sexual incentivan comportamientos que hacen que quienes los experimentan ganen aptitud.

La conclusión es que sí, que la generosidad, la bondad, el altruismo y demás actitudes o actos prosociales son genuinos; en ese sentido, son verdaderos. Que esos actos proporcionen placer no reduce en ninguna medida y de ningún modo su carácter genuino.

Le he pedido, querido lector, querida lectora, que retenga la idea de que ciertas adquisiciones (hambre y deseo sexual, como ejemplos) tienen usos placenteros más allá del cumplimiento de sus funciones biológicas básicas: nutrición y reproducción. Pues bien, con la empatía y su función ocurre algo parecido. De la misma forma que comemos y follamos por motivos diferentes del cumplimiento de aquellas funciones básicas, también podemos experimentar empatía por motivos diferentes de los de cooperar con los miembros de nuestro grupo.

La empatía –o el amor, incluso– es un sentimiento cuyo alcance no tiene por qué verse limitado a los miembros del grupo propio. Lo único que se necesita para extender su ámbito de aplicación fuera del grupo, la tribu, el país al que se pertenece y llevarlo a otras gentes, es eliminar, mediante la razón –y, quizás, otras herramientas, como la convivencia o las creencias religiosas–, la barrera que nos separa de ellas. No suele ser fácil que tal cosa ocurra, pero la historia de la humanidad y las etapas del bien que ha ido superando, indican que no es imposible.

La razón es, a mi juicio, la principal herramienta mediante la que puede superarse esa barrera; su práctica –la de superarla– se puede incorporar de ese modo a nuestro acervo cultural y consolidarse en la comunidad. El sentimiento de empatía, liberado así de las ataduras a que lo somete la prosocialidad propia del clan o la tribu, se pone al servicio de actos altruistas, bondadosos y solidarios con personas ajenas a nuestro propio grupo. Y así se amplía el arco moral.

Lo expresado en las líneas anteriores se basa en el supuesto de que hay un yo que siente, que experimenta dolor, placer, hambre, deseo, y demás sentimientos y sensaciones.

Sin embargo, podemos abordar esta cuestión desde la perspectiva de que el yo es una ilusión con la que nuestro encéfalo se engaña a sí mismo para poder actuar como si fuese un ente con capacidad para tomar decisiones y ejecutarlas. En ese caso, si optamos por esa (muy legítima) concepción de la persona, nada de lo dicho antes tiene sentido. Y por lo tanto, ni la compasión, ni el amor, ni el altruismo, ni nada de todo ello sería genuino. No serían más que respuestas automáticas a unos estímulos, mediadas por un sistema cuya estructura y función viene codificada en el genoma en permanente interacción con el entorno.

Es una opción, pero, por válida que sea, es una opción estéril. Les sugiero que hagan como que las cosas no son así. Les sugiero que se consideren actores conscientes que actúan con libertad en el escenario del mundo, y que sienten, padecen y se compadecen del sufrimiento de los demás actores. Si optan por esta forma de abordar sus sentimientos compasivos, bondadosos y generosos, estos sentimientos son genuinos.



1 Comentario En "¿Es egoísta la generosidad?"

  1. Calda
    2024-03-02 Responder

    Yo entiendo que los más consecuentes que sostienen que el obrar moral es egoísta afirmarían que sin el deseo genuino que afecta a uno (ya sea padeciendo-con en el caso de la empatía, o deseando-a en el caso del hambre y el sexo), no habría obrar moral. Por tanto, obramos moralmente porqué hay un deseo, apetitivo o aversivo, que nos mueve a perseguir algo o rechazarlo; siendo, por tanto, egoísta.

    En esa acepción, no lo veo mal. Dicho lo cuál, está una clásica cuestión alrededor de la empatía, el sufrimiento propio y el altruismo: ¿podemos ayudar a los demás en el mismo grado sin sufrir personalmente por su sufrimiento?