Empecé todo esto hablando del Génesis y del pecado original. Y seguí con la violencia interpersonal. Pero, ¿es la violencia interpersonal el único criterio a tomar en consideración para formarnos una opinión de nuestra especie? Al menos en lo que mí respecta, tengo en cuenta otros elementos: la bondad o maldad de sus integrantes, su egoísmo o generosidad, o los efectos –benéficos o perjudiciales– de sus actos.

Los seres humanos tenemos rasgos prosociales, rasgos que favorecen la convivencia, la cooperación y la vida en sociedad. Es normal, dado que somos una especie social. Hay quien sostiene, incluso, que somos “ultrasociales”. Nuestra integración en la sociedad y nuestra dependencia de ella son muy intensas; no llegamos al grado que alcanzan los insectos sociales en los que obreras y soldados se afanan, trabajando y combatiendo, para sacar adelante una colmena o un hormiguero, pero podría decirse que la especie humana se encuentra cerca de la cumbre de la socialidad.

Algunas de nuestras tendencias prosociales adoptan formas extremas, como la dedicación absoluta a los demás, pudiendo llegar, incluso, al sacrificio de la propia vida para beneficiar a otras personas, normalmente familiares muy próximos. Otras consisten en pequeños actos benevolentes, cuya consecuencia es hacer algo más agradable la vida de los demás.

Los actos solidarios, altruistas o generosos han sido considerados verdaderos puzles evolutivos. Cuando alguien los realiza, sacrifica, en beneficio de otra persona, parte de lo que, en términos evolutivos, denominamos aptitud (fitness). Aptitud es la condición (anatómica, fisiológica, psicológica, relacional, económica…) que rinde un determinado grado de éxito reproductivo. Una mayor aptitud comporta un mayor potencial o éxito reproductor. Los individuos más aptos dejan más descendencia viable.

En principio, cualquier acto que provoque una reducción de la aptitud propia –una disminución del número de descendientes que se pueden tener– en beneficio de la de otro u otros individuos lo consideramos maladaptativo (perdón por el palabro). El rasgo hereditario que lo propicia debería, en buena lógica, tender a desaparecer, dado que cada vez habrá menos descendientes que porten ese rasgo.

Y sin embargo, no desaparecen. Prácticamente todos los días y en una enorme cantidad de congéneres podemos observar comportamientos benevolentes, altruistas, cooperativos. Si esos comportamientos fuesen maladaptativos, los linajes con los rasgos que los propician se habrían extinguido ya. Dado que no se han extinguido o no son minoritarios, se infiere que los rasgos en cuestión tienen, en contra de lo que pudiera parecer, valor adaptativo. Se han propuesto diversas hipótesis para explicar esos actos “paradójicos”.

El biólogo británico William D Hamilton propuso la hipótesis de la selección de parentesco o parentesco inclusivo. En virtud de tal hipótesis, la selección natural favorece rasgos que mejoran el éxito reproductivo de los familiares del individuo que posee esos rasgos, si los individuos benefactores y los beneficiados comparten una proporción de la dotación genética tal que la ganancia de aptitud a través de los familiares compense la pérdida propia. El nepotismo tiene algo que ver con esto, pero solo cuando los favores a los hijos, hermanos o sobrinos conllevan un perjuicio para terceras personas.

Al biólogo estadounidense Robert Trivers se le debe la hipótesis del altruismo recíproco. Estamos dispuestos a realizar actos que disminuyen nuestra aptitud en beneficio de la de otra persona, siempre y cuando tengamos la confianza de que antes o después, esa otra persona actuará de forma recíproca. Esto es a lo que comúnmente denominamos devolver un favor. Aunque todos tenemos experiencias de altruismo recíproco (y también de situaciones en las que se incumplen las expectativas), el cine ha dado muestras excelsas de esta forma de altruismo.

Recuerde la escena inicial de El padrino. Bonasera acude a pedir a Corleone que castigue a quienes han maltratado salvajemente a su hija. Tras un diálogo cargado de torpezas por parte del peticionario y de reproches del Padrino, Vito Corleone le dice a Bonassera: «Algún día –y ese día puede que no llegue– acudiré a ti y tendrás que servirme, pero hasta entonces, amigo, acepta mi ayuda en recuerdo de la boda de mi hija». Un magnífico ejemplo de altruismo recíproco, sin duda.

La vida, no ya el cine, también nos da ejemplos magníficos. Para bien y para mal.

El principio de la utilidad marginal decreciente juega un papel importante en este mecanismo, dado que ayuda a cumplir una de las condiciones más importantes para la evolución de la reciprocidad: lo que te doy debe beneficiarte más de lo que me cuesta a mí desprenderme de ello. Por esta razón, consideramos activamente la urgencia o la magnitud relativa de las necesidades de la personas a las que estamos dispuestos a favorecer (nuestros potenciales beneficiarios futuros), a la vez que el valor relativo de la cantidad de aptitud que estamos dispuestos a sacrificar hoy en su beneficio.

Otra forma de reciprocidad es la indirecta. Es la que se produce cuando uno actúa de forma altruista –cede aptitud o la sacrifica en beneficio de otros– en el seno de un grupo cuyos miembros, llegado el caso, estarían dispuestos a actuar de la misma forma dentro de ese grupo. Esta es la base del éxito de grupos como la Hermandad Musulmana o Hamas, organizaciones que supieron en su momento articular sistemas de protección social paraestatales. Al parecer, esa habría sido una de las razones por las que Hamas superó hace décadas a la OLP en la sociedad palestina[1].

La hipótesis de la reciprocidad indirecta se le debe a teóricos tales como Robert Axelrod y, también, Martin Nowak y Karl Sigmund.

Por último, otros especialistas han propuesto que el altruismo ha surgido mediante lo que se denomina selección de grupo o selección multinivel. Entre los más destacados proponentes de esa idea están Edward O. Wilson y David Sloan Wilson.

La hipótesis de selección de grupo se basa en la idea de que la selección natural no actúa solo sobre un nivel de organización biológica –ya sea el gen, ya el individuo–, sino que lo hace sobre diferentes niveles, también sobre el grupo o la población. Por tanto, si hay rasgos que permiten a unos grupos superar a otros –de forma semejante a como superan unos individuos a otros en la competencia entre ellos– esos rasgos serán seleccionados.

El altruismo, al facilitar la colaboración dentro del grupo y su misma cohesión, sería uno de esos rasgos, por lo que habría sido seleccionado en virtud de ese mecanismo.

La selección de un rasgo como el altruismo –o los caracteres o predisposiciones psicológicas que lo propician– se ha encontrado con dificultades de justificación teórico-matemática cuando se asume que su transmisión hereditaria es por vía genética. Al parecer, no resulta viable esa forma de transmisión si se introduce un elemento del que hasta ahora no he dicho nada pero que en modo alguno se puede obviar: el egoísmo. Vamos por partes.

Existe el altruismo o la generosidad. De la misma forma, existe el egoísmo. En otras palabras, hay personas altruistas y personas egoístas. Y como suele ocurrir, la mayoría somos ambas cosas, unas veces actuamos más en una dirección y otras en la contraria.

Si bien se puede asumir que, en la competencia entre grupos, el altruismo favorece al grupo porque mejora su cohesión y la cooperación entre sus miembros, igualmente se puede asumir que, dentro del grupo, los individuos egoístas se ven favorecidos frente a los altruistas. Siendo eso así, cabe esperar que dentro del grupo proliferen los egoístas, de manera que el grupo, con mayoría de egoístas, perdería la ventaja que confiere el altruismo.

Frente a esa objeción (que puede ser formulada matemáticamente de forma rigurosa), los defensores del mecanismo basado en la selección de grupo sostienen que los modelos matemáticos pueden arrojar resultados diferentes dependiendo de lo que se asume, por lo que no se puede descartar que el mecanismo funcione. No estoy capacitado para valorar este asunto. Pero hay alternativas –a mi juicio satisfactorias– a este planteamiento. Se basan en la idea de que los rasgos que propician la colaboración no solo se transmiten hereditariamente por vía genética, sino también de forma cultural.

Este es el mecanismo más sofisticado –y, a mi juicio, completo y convincente– de los que se han propuesto para explicar la aparición y el éxito del altruismo en los grupos humanos. Y sus proponentes más conocidos son los antropólogos Robert BoydPeter Richerson y Joseph Henrich; ellos han propuesto una solución al puzle de la prosocialidad humana mediante mecanismos de selección de grupo cultural.

Para estos investigadores, el comportamiento prosocial es el resultado de un proceso de co-evolución genético-cultural que ha generado una sensibilidad universal a normas propias de grupo, así como predisposiciones psicológicas a la “reciprocidad fuerte”. Con “reciprocidad fuerte” se refieren a una combinación de dos tipos de comportamientos, por un lado una tendencia a recompensar a los otros por su comportamiento cooperativo y de acatamiento de las normas, y por el otro, una “sanción altruista”, que consiste en la imposición de sanciones a quienes incumplen las normas[2].

En ese contexto, los sentimientos morales cumplen un papel crucial, puesto que condicionan el comportamiento propio y guían el juicio de los comportamientos ajenos. Y ciertas actitudes como la señalización de virtud (en uno mismo), el cotilleo y otras, también son parte de la caja de herramientas cooperativa.

Sean cuales fueren los mecanismos implicados, lo cierto es que existe la cooperación y que los mecanismos que he ido comentando no son incompatibles entre sí. Los primeros propician una socialidad más “intrafamiliar” (selección por parentesco) o entre personas próximas (altruismo recíproco) y los últimos, una socialidad en grupos más amplios, como aldeas (reciprocidad indirecta) o tribus o poblaciones (selección de grupo).

Todos estos mecanismos tienen, además, algo en común: funcionan en el seno de grupos y, por lo tanto, explican el altruismo y la prosocialidad para con los miembros de un mismo grupo, no para con extraños que pertenecen a otros grupos. Es más, ciertos mecanismos neurológicos y endocrinos que intervienen en los comportamientos prosociales dentro del grupo, también intervienen en las relaciones con extraños, solo que lo hacen de manera opuesta: los mismos mecanismos que promueven la solidaridad dentro del grupo, promueven la hostilidad para con los ajenos.

Llegados a este punto, es el momento de recordar las palabras de Plauto, que recogí en la anotación anterior, en su literalidad: «Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit» («Un hombre es más un lobo que un hombre para otro hombre, cuando éste aún no ha descubierto cómo es»).

Efectivamente, «…cuando este aún no ha descubierto cómo es». En otras palabras, el hombre es lobo del hombre cuando no lo conoce, cuando no pertenece a su grupo.

Y sin embargo, sabemos que eso no es del todo verdad.

Continuará…


[1] También, por la corrupción que empezó a contaminar a la organización tradicional

[2] Para quien tenga interés en este tema, en la serie que comienza en esta anotación se ofrece una exposición y discusión de las ideas que se han barajado sobre la relación entre selección de grupo y altruismo.