Nuestro padre, cuando yo, un adolescente imberbe, le explicaba por qué era mejor el comunismo que el capitalismo –cosa que para él era una solemne tontería, además de sacrilegio– me decía: «Ay bobito, te piensas que eso que os cuentan…», y añadía: «os engañan y no os dais cuenta.» Andando el tiempo, no mucho, dejé de pensar que el comunismo fuese algo bueno, aunque lo cierto es que nunca me engañó nadie a ese respecto; si acaso fui yo quien se engañó a sí mismo.

Años más tarde, superada ya la adolescencia, fueron nuestros tíos Testigos de Jehová quienes me insistían en que vivía engañado porque me habían lavado el cerebro (yo ya era, por entonces, un materialista incrédulo). Es más, mi tía me decía: «pensaba que eras más inteligente.» Y yo, que por encima de todas las cosas no quería discutir con ella, le respondía «pues ya ves, tía, las apariencias engañan.»

No ha pasado tanto tiempo desde que me han intentado convencer de que si no creo en Dios, ello es debido a que vivo engañado por un materialismo nihilista que me deshumaniza. Materialismo, sí; nihilista, es posible; deshumanizado, ni hablar. En fin, que se han compadecido de mí en demasiadas ocasiones por iluso, idealista, nihilista o cualquier otro rasgo de personalidad o sistema de creencias de que vivo preso, como para aceptar con deportividad la condescendencia teñida de conmiseración.

Hace más de dos décadas –ocurrió en 2001– los vascos no supimos votar. En palabras del señor Aznar, entonces presidente del Gobierno, no estábamos “maduros para el cambio”. Nos equivocamos y, como consecuencia de nuestra inmadurez, el candidato a lehendakari (y lehendakari en funciones) Ibarretxe arrasó. Seguimos sin madurar, por cierto.

Ayer fueron los gallegos los que, al parecer, no supieron lo que les convenía.

[Dejemos al margen la cuestión de ese plural omnicomprensivo, pero no olvidemos que no es correcto referirnos a un electorado como si todas las personas que lo integran votasen del mismo modo. Dicho lo cual, sigamos adelante.]

Cada vez que hay elecciones y no gana la opción que debería haber ganado, esto es, la propia, no son pocos quienes atribuyen el resultado a dos posibles causas. Una es la maldad, en cualquiera de sus variantes dependiendo de si han ganado las opciones de derecha o las de izquierda. Al malvado se le desprecia. La otra es la ignorancia, ingenuidad o imbecilidad del electorado. Al ingenuo se le compadece.

La primera no me interesa hoy. Ya me ocuparé de ella en otro momento. Me interesa la segunda, que es a la que corresponden los casos comentados antes.

Cuando se califica de ingenuas, ilusas o inmaduras a las personas que votan lo que no gusta a quien las (des)califica de ese modo, se las considera dignas de lástima, casi de compasión. Creo que la palabra adecuada para expresar esa actitud o sentimiento es conmiseración.

Hay que estar muy seguro de las ideas o actos de uno mismo como para llegar a sentir lástima o compadecerse de alguien porque piensa que sus ideas o actos, por ser contrarios o diferentes a los propios, son erróneos. Hay que ser muy arrogante.

La conmiseración –como la lástima o la compasión– puede ser un sentimiento digno cuando la causa que la provoca es un mal que sufre la persona, una enfermedad, la pobreza, o una gran desgracia. Pero otra cosa es la conmiseración para con quien piensa o actúa de forma diferente a como uno lo hace. O para con quien es considerado intelectualmente inferior o peca de excesiva ingenuidad. Uno puede mostrar conmiseración para con alguien a quien determinadas circunstancias o la vida han tratado mal y lo está pasando mal. Pero mostrar lástima o compadecerse por alguien a quien se atribuye una debilidad de carácter es una muestra egregia de arrogancia que descalifica a quien incurre en ella.

Dejen, por favor, la conmiseración para quienes merecen de verdad ser compadecidos por su mala fortuna o por lo mal que les ha tratado la vida. Déjenla para esas personas y actúen en consecuencia ayudándolas, si pueden; y, por supuesto, no se la pasen por la cara, no las avergüencen. Ahórrensela para con aquellas que no piensan o actúan como ustedes habrían actuado de haber estado en su lugar.

Una forma especialmente insidiosa de conmiseración es la variedad que consiste en falsa auto-conmiseración. Consiste en atribuirnos a nosotros mismos –de forma colectiva– algún acto de ingenuidad, ignorancia o incompetencia sin que el uso del plural de la primera persona sea sincero.

Es aquello de “nos engañan como a…”, “nos mean encima y…”, “nos estafan y…”, u otras expresiones similares cuando, en realidad, lo que se quiere decir es “os engañan como a…”, “os mean encima y…”, “ os estafan y…”. Porque quien se expresa de esa forma rara vez piensa de sí mismo que forma parte del pelotón de ignorantes, ingenuos o incautos. Cuando se pregunta si creemos estar intelectualmente más o menos dotados que la media, la gran mayoría responde que más dotados. En román paladino: la mayoría nos creemos más listos que los demás. Rara vez pensamos ser parte del pelotón de los torpes. Pero, como bien se figuran, algunos habrá en ese pelotón.

Esa clase de auto-conmiseración es la forma de afear una supuesta ingenuidad, ignorancia o estulticia a los demás, sin provocar el rechazo de quienes leen u oyen lo que se dice, mediante el artero truco de incluirse a sí mismo en esa cofradía, la de los tontos. La próxima vez que experimente la tentación de mostrar conmiseración para con un grupo de personas en el que se incluye, piénselo bien. Lo más probable es que no se considere usted a sí mismo un mentecato.