Detesto el ascensor, ese espacio reducido, limitado, algo claustrofóbico y, por regla general, oscuro que tanto frecuentamos. Con gusto prescindiría de ellos en mi vida cotidiana, pero no me queda otro remedio que el de usarlos por culpa de un menisco algo deteriorado. Supongo que para la mayoría de la gente es un lugar como otro cualquiera, uno en el que, al encontrarse con otras personas, se comportan con naturalidad, como si estuviesen en cualquier otra parte.

A mí, sin embargo, coincidir con otra persona en el interior de la cabina me causa un efecto similar al de una prueba de estrés, salvo que esa persona sea alguien próximo a mí: un familiar cercano, alguien con quien colaboro en el trabajo de forma estrecha, o un amigo o amiga de confianza.

No estoy bien dotado para relacionarme con otras personas si no las he tratado bastante y llegado a tener un mínimo de confianza con ellas. Por eso, y porque la densidad de gente en su interior es ridículamente alta, los ascensores me resultan inhóspitos. He de superar una limitación congénita para relacionarme con los demás en esa circunstancia.

También es cierto que el estrés varía dependiendo de si las personas con las que me encuentro son completamente desconocidas o tengo alguna relación con ellas, ya sea de vecindad, laboral o de otro tipo. Prefiero que sean desconocidos. De ese modo, tras el saludo de rigor, puedo permanecer en silencio; no es la situación más agradable que quepa concebir, pero la sobrellevo con dignidad; al fin y al cabo, termina enseguida.

Compartir el ascensor con algún vecino o vecina me resulta arduo. Porque, por un lado, prácticamente todas son personas amabilísimas (no las merezco), de manera que lo último que me gustaría es desairarlas. Pero, por otro lado, dejando al margen la coincidencia domiciliaria, casi nada me une a ellas, por lo que no hay temas de (micro)conversación –esto es, resolubles en un par de minutos, como mucho– que de un modo natural rompan la tensión que, de otra forma, impondría el silencio.

Salvo que en la comunidad de propietarios haya algún asunto de actualidad más o menos candente, en cuyo caso ese es el tema que surge de forma espontánea, lo normal es que lo que se diga tenga relación con el tiempo y sus anomalías reales o supuestas. La meteorología, sometida al corsé que imponen las circunstancias del ascensor, me resulta insufrible. Aunque confieso que me incomoda más que mi acompañante ocasional saque a relucir el último partido del Athletic Club o sus posibilidades de clasificarse para algo.

Afortunadamente, no todos somos iguales. No pocos ejemplares de nuestra especie se desenvuelven con soltura envidiable en situaciones sociales. Cuando me encuentro con alguien así en el ascensor, es él o ella quien carga con el peso de la conversación hasta convertirla prácticamente en un monólogo. Y si el encuentro se produce en otras circunstancias –como la consulta del médico, el autobús o la frutería–, es un alivio pensar que, por mucho que se prolongue el encuentro, no se espera de mí colaboración alguna.

Lo peor que, en casos tales, nos puede ocurrir a personas taciturnas, circunspectas, con alguna dificultad para relacionarnos con los demás, es que dos de estas personas coincidamos en uno de esos sitios. Y es peor aún si nos conocemos lo suficiente como para saber de nuestra común minusvalía social. Ambos estamos sometidos a similar tensión, con el agravante de que los dos somos muy conscientes de lo absurdo de la situación. Pero no podemos hacer nada para aliviar el desasosiego. No podemos hablarnos con claridad y decirnos: “hola, ¿qué tal? Ambos tenemos asuntos de interés en los que pensar, así que no nos sintamos obligados a parlotear con desgana por mera convención social”.

A veces me da por pensar que cuánto mejor sería que los seres humanos limitásemos la conversación a situaciones en las que es estrictamente necesaria. Pero he de reconocer que es una idea tonta, absurda. Tras observar a la gente conversando por la calle, en tiendas o gimnasios, he llegado a la conclusión de que la cháchara –ese cuasi-soliloquio que no demanda la colaboración activa del circunstante– cumple una función de pegamento social. E incluso lo cumple en mayor medida si, en vez de una sola persona, son más las que intervienen en el parlamento. Démoslo, pues, por bueno.

Pero como suele ocurrir con tantas y tantas cosas buenas, esta, que lo es, también tiene su lado oscuro. Lo malo de las charlas insustanciales es que hay personas especializadas en esa forma de relacionarse con los demás. No se limitan a utilizar la cháchara para mantener la conexión con los demás en situaciones socialmente comprometidas. No; estos despliegan toda su verborrea siempre que se les da la ocasión, o se la toman.

Seguramente conocerá usted a alguien cuyo parlamento no termina nunca. Para mi desgracia, conozco a varias de esas cotorras. En el ascensor son tolerables, por lo dicho antes: ese viaje termina enseguida. Pero a los parlanchines los podemos encontrar en cualquier parte. De entre los que conozco, algunos –los más inconscientes–, con tal de pegar hebra, me paran en el pasillo o la acera y llegan a obstaculizar el paso cuando hago ademán de saludar y pasar de largo. Me veo entonces obligado a adoptar una actitud manifiesta de huida, para que no quede duda de que no le está permitido retenerme en contra de mi voluntad. Créame, es muy desagradable.

El problema de los sacamuelas no se limita a la molestia que causan. El problema es que a menudo pierden el control del hilo verbal hasta llegar a decir literalmente cualquier cosa. Son perfectamente capaces de verbalizar la mayor indiscreción, incluso cuando ello puede ser causa de males mayores.

Es de esas de las que Víctor Hugo dijo, en ‘Los miserables’, que “ciertas personas son malas únicamente por la necesidad de hablar; su palabra necesita mucho combustible y el combustible es el prójimo.”