No todo tiempo pasado fue mejor, pero este que vivimos no es de los mejores que he conocido, desde luego. En mi opinión una parte significativa del electorado europeo ha perdido la confianza en sus conciudadanos y en las instituciones democráticas, y la ha depositado en personajes que promueven visiones o bien utópicas o bien autoritarias, a menudo populistas.

La confianza es muy importante en las relaciones sociales y en las que se establecen entre las autoridades y la ciudadanía. Hasta tal punto lo es, que puede, incluso, incidir en el daño que causa una pandemia.

Según Joseph Henrich, los ciudadanos de los países occidentales hemos desarrollado una psicología especial que nos diferencia de los de muchas otras sociedades. La razón de esa distinción tendría su origen en una serie de decisiones que tomó la Iglesia en los primeros compases de la Edad Media con el propósito de evitar el incesto, cualquier forma de poligamia y el concubinato. Las medidas prohibieron los matrimonios entre parientes, promovieron la libre elección de los cónyuges y la residencia neolocal de estos. Como consecuencia, se difuminó la estructura social basada en vínculos de parentesco, la gente tendió a ser más individualista, independiente y prosocial de una forma impersonal, no necesariamente hacia los miembros de la propia familia. Esta psicología se caracterizó por una mayor confianza en las personas desconocidas y, por tanto, facilitó el desarrollo del comercio y, en general, los negocios entre personas pertenecientes a diferentes grupos familiares. La mayor confianza en las personas desconocidas también ha facilitado la confianza en las instituciones democráticas, instituciones que son dirigidas, precisamente, por personas a quienes, en realidad, no conocemos. Ambas formas de confianza están vinculadas, de hecho.

En septiembre de 2016 se publicaron los resultados de una investigación que mostraba que el perfil de los acontecimientos políticos que suceden a una crisis financiera es bastante predecible. A esa conclusión llegaron tras analizar la historia política de 20 estados democráticos en el periodo que va de 1870 a 2014. En el estudio recopilaron datos procedentes de más de 800 elecciones, 100 crisis financieras –tanto de ámbito internacional como nacional– e información cuantitativa relativa a manifestaciones, algaradas violentas y huelgas generales.

La consecuencia política más clara de las crisis financieras analizadas es que los partidos de extrema derecha mejoraron sus resultados en un 30%, en promedio, durante los siguientes cinco años. Las subidas fueron especialmente pronunciadas tras las crisis iniciadas en 1929 y 2008. Curiosamente, los partidos de extrema izquierda no se benefician en una medida similar.

La segunda consecuencia política más notoria de las crisis financieras es el aumento de la fragmentación parlamentaria. Sube el número de partidos en el parlamento. Y a la vez, disminuye el apoyo de que goza la mayoría gubernamental en la misma medida que aumenta la fuerza de la oposición. Los partidos o coaliciones tradicionalmente mayoritarios pierden fuerza y les resulta muy difícil conformar mayorías de gobierno. Además de las consecuencias electorales, también se producen otros fenómenos tras desencadenarse una crisis financiera: casi se triplican las manifestaciones contra el gobierno, el número de algaradas violentas se duplica y la frecuencia de las huelgas generales aumenta un 30% al menos. Por todo ello, es más difícil gobernar.

En la investigación citada observan que los efectos de las crisis sobre la configuración política de los países que las sufren no suelen ser muy duraderos. Los años más afectados son los cinco que siguen a la crisis, y al cabo de diez años tanto la fuerza de la extrema derecha como el apoyo parlamentario del gobierno vuelven a sus niveles anteriores, incluso aunque se mantenga una mayor fragmentación en el parlamento.

Basándose en las conclusiones de ese estudio, las consecuencias de la crisis de 2008 se deberían haber disipado antes de 2018. Pero las cosas, como sabemos, siempre se pueden complicar. Por un lado, aquella crisis fue muy profunda y sus efectos se manifestaron durante un periodo más largo y de una forma más duradera. En algunos países del sur de Europa fue la extrema izquierda la que adquirió una cierta preminencia (el movimiento del 15M en España lo capitalizó Podemos). Pero el paso del tiempo y su participación en el gobierno ha acabado por producir un desgaste importante. En el resto de Europa, la tendencia general ha sido el auge de movimientos o partidos populistas (Italia, Hungría, Suecia y otros) de tintes autoritarios, reaccionarios en políticas sociales y contrarios a la acogida de emigrantes.

Por otro lado, la pandemia iniciada en 2020 ha generado una crisis sanitaria, social y económica de gravedad enorme. Hoy no solamente estamos lejos de haber superado las consecuencias de esta segunda crisis; de hecho, ni siquiera puede darse por extinguida la pandemia. Las consecuencias económicas ni siquiera las hemos llegado a atisbar. Y por si lo anterior fuese poco, se ha desatado una guerra en las fronteras de Europa que ha provocado el mayor shock energético conocido desde las crisis del petróleo del último cuarto del siglo pasado. En este contexto, la inflación, primero, y la recesión en ciernes, después, no dejarán de alimentar discursos en contra de las instituciones democráticas, los partidos gobernantes, y en demanda de medidas fáciles de formular y exigir, pero cuya implantación pueden ocasionar problemas más serios aún. Ya solo nos falta incluir en la mezcla la crisis ambiental que empezamos a percibir en toda su previsible crudeza.

Lo anterior, de por sí, es razón suficiente para que se produzcan vuelcos políticos que beneficien a fuerzas antisistema o que se encuentran en los límites del sistema. Pero hay más, y viene de más lejos.

Entre 1950 y 1970, aproximadamente, votaban el 80% de los europeos que podían hacerlo. Y sin embargo, desde 1970 no ha dejado de bajar ese porcentaje: en 2018 se redujo al 65%. Entre tanto, la extrema derecha, con altibajos, no ha dejado de crecer. En otras palabras, bien podría ocurrir que, además de las alteraciones que las crisis financiera, sanitaria y energética provocan a corto plazo en los sistemas políticos, los europeos estemos experimentando en el último medio siglo una apatía electoral creciente, acompañada por la pujanza de la extrema derecha. Ambos fenómenos tendrían, entre sus causas posibles, una pérdida de confianza de la población europea en sus instituciones políticas. En el caso español, esa pérdida de confianza habría sido especialmente acusada a raíz de la crisis de 2008, quizás por haber sido uno de los que más duramente sufrieron sus consecuencias.

En su último libro, Víctor Lapuente dice que en Occidente vivimos un tiempo en el que la gente sufre mayor ansiedad y tiene más miedo que antes: miedo al futuro, a la tecnología, a la globalización y a las élites. El miedo, dice Lapuente, “es enemigo de la confianza”. Y pone el ejemplo de los españoles, de quienes dice que antes de la crisis de 2008 estaban entre los europeos que más confiaban en sus instituciones políticas, y ahora, sin embargo, se encuentran entre los más recelosos: el 88% desconfía de los partidos, el 79% del Congreso y el 76% del Gobierno.

Según Lapuente, la causa profunda de ese fenómeno es la decadencia moral, decadencia que tendría su origen en la pérdida del sentido de trascendencia, ya sea de orden religioso o de orden político. En otras palabras, en la renuncia a Dios –por parte de las personas de mentalidad conservadora y/o religiosa– o en la renuncia a la Patria –por parte de las personas de mentalidad progresista y/o laica–. Habríamos perdido, según él, una causa elevada por la que vivir, esforzarnos y actuar con responsabilidad, porque ni Dios ni Patria han sido sustituidos por algo equivalente que dé sentido a nuestras vidas.

Antes de formular las conclusiones, recapitulo. Partimos, por un lado, de unas sociedades en las que hay, históricamente, un alto grado de confianza entre personas no relacionadas entre sí. Seguramente también ha habido altos niveles de confianza en las autoridades e instituciones, sobre todo de carácter democrático. A partir de finales de la década de los sesenta y de la de los setenta, se habría iniciado un declive en la participación política y un aumento en la fuerza de la extrema derecha. Tanto el aumento en la abstención como en la pujanza de la extrema derecha obedecerían a una disminución de la confianza en las instituciones democráticas. Y, por último, con motivo de la gran crisis de 2008 y de las subsiguientes crisis sanitaria y energética antes citadas, en buena parte de Occidente se habría producido un declive adicional en la confianza ciudadana en las instituciones, declive que ha impulsado, de nuevo, el crecimiento de las opciones políticas extremas, sobre todo de derecha y, en general, de los populismos.

No descarto que la falta de confianza en las instituciones democráticas tenga que ver con la pérdida de un cierto sentido de trascendencia. Pero creo, aunque esto no deja de ser una intuición, que el fenómeno subyacente tiene su origen, más bien, en otros dos factores. Uno es la frustración o anomía a que pueden abocar los ciclos futiles que alimentamos consumiendo de forma irracional todo tipo de bienes, sin otras expectativas más gratificantes. La otra es el desencanto que se deriva de comprobar que las instituciones no son el bálsamo de Fierabrás que muchos de sus representantes pretenden dar a entender que son. Ni los problemas más acuciantes ni, menos aún, la mismísima felicidad, dependen de las actuaciones de las instituciones que dirigen. No tienen la varita mágica ni tampoco los recursos que harían falta. Comprobar eso puede tener efectos disolventes.

Lo anterior no creo que sea aplicable a las generaciones que vivieron la posguerra en Europa ni, menos aún, a quienes sufrieron los regímenes totalitarios que la precedieron. Pero hoy son mayoría quienes no han conocido posguerras y, entre nosotros, tampoco el franquismo. Las opciones populistas pueden resultar atractivas porque ofrecen soluciones simples a problemas difíciles. Y las autoritarias, además, son especialmente apetecibles para quienes fundamentan una parte importante de sus valores morales en el respeto a la autoridad y la lealtad a la tribu (a la nación) [me refiero aquí a las fuentes de la moralidad tal y como las ha identificado, entre otros, Jonathan Haidt en una visión que me convence mucho].

Cuando las instituciones democráticas dejan de resultar satisfactorias para quienes tienen una visión utópica (sin restricciones) de la naturaleza humana, lo normal es que se inclinen por la revolución o por la abstención, dependiendo de su temperamento y perspectivas. Dadas las condiciones de vida en Europa, no parece verosímil que el pueblo se alce en contra de un sistema que, mal que bien, mantiene alimentados y calientes a una inmensa mayoría, y sigue ofreciendo un absurdo paraíso de consumo a la mayor parte de la gente.

Cuando la insatisfacción embarga a quienes tienen una visión trágica, se pueden inclinar también por la abstención o por las soluciones autoritarias, dependiendo, de nuevo, de su temperamento y perspectivas. Si entre sus fuentes de moralidad principales se encuentran la lealtad a la tribu y el respeto a la autoridad, tenderán a inclinarse con facilidad por las soluciones autoritarias. Para que lleguen a condicionar de forma determinante la política institucional, no hace falta que sean muchas las personas con la visión trágica, basta con que sean suficientes para que sus representantes políticos lleguen a acceder al poder y ocupen algunas parcelas. Lo demás vendrá de suyo.