Que nos vaya mejor o peor en muchas cosas depende de la confianza. Esto es bien sabido en el mundo de los negocios, la política y las relaciones interpersonales. Quizás por ello, no debería extrañarnos que la confianza haya podido ser un factor decisivo durante la pandemia.

La revista científica The Lancet, una de las más reputadas del mundo en ciencia médica, ha publicado los resultados de una investigación en la que se han evaluado las causas posibles de las diferencias que ha habido entre unos países y otros en la incidencia de Covid (tasas de infección) y en la mortalidad por esa causa (tasas de letalidad de las personas contagiadas), entre el 1 de enero de 2020 y el 30 de septiembre de 2021. Pretenden arrojar luz sobre un asunto del que apenas se sabe nada: las razones por las que en unos países ha habido gran incidencia de contagios y en otros ha sido muy baja. Y tampoco sabemos gran cosa acerca de por qué, de entre las personas contagiadas, en unos países ha muerto mucha gente y en otros la mortalidad ha sido mucho menor.

En la investigación utilizaron doce indicadores del grado de preparación con que contaba cada país para afrontar pandemias, y siete, de la capacidad de sus sistemas de salud; además de otros diez indicadores demográficos, sociales y políticos que, en función de anteriores estudios, podían haber influido en las dos magnitudes analizadas. Controlaron, además, el efecto de variables demográficas, biológicas, económicas y ambientales; entre esas variables estaba la estructura de edad de la población, la estacionalidad, la densidad de población, la riqueza, y la existencia de riesgos sanitarios (como prevalencia de cánceres, tabaquismo y otros).

El resultado más sorprendente es que los índices de preparación para una pandemia no se asociaron de forma significativa con ninguna de las dos magnitudes estudiadas. En lo que se refiere a la incidencia de los contagios, esta estuvo asociada con la altura sobre el nivel del mar en que vive la población (mayor incidencia en alturas mayores), el PIB per capita (menor en países más ricos), y el factor estacional, (mayor en invierno). Pero esos factores explican, en conjunto, una fracción muy pequeña de la variabilidad en la incidencia, no más del 12%.

En lo relativo a la letalidad, los factores más importantes fueron la estructura de edades de la población, que es, con diferencia, el factor más importante y explica el 46.7% de la variabilidad (mayor mortalidad cuanto mayor es la edad media); el PIB per capita, un 3.1% (mayor mortalidad en los más pobres); y el índice de masa corporal medio, un 1.1% (mayor mortalidad cuanto mayor es la masa para una altura corporal dada). Casi la mitad de la variabilidad de la tasa de letalidad de las personas contagiadas (44.4%) no pudo ser explicada con los factores considerados.

Sin embargo, y este es el aspecto que me interesa tratar aquí, observaron que las tasas de infección eran menores cuanto mayor era la confianza de la gente en el gobierno y en los demás, y cuanto menor era la corrupción gubernamental.

Dada la gran importancia de la confianza, merece la pena detenerse en ese aspecto. Que a mayor confianza también es mayor la aceptación y seguimiento de las indicaciones oficiales de salud pública era algo ya conocido. En una crisis como la causada por el SARS-CoV2, es muy importante que los gobiernos sean capaces de convencer a la ciudadanía de que adopten medidas esenciales de salud pública, para lo que hace falta cambiar hábitos firmemente establecidos: hay que procurar quedarse en casa, evitar sitios cerrados, ponerse mascarilla, mantener distancias, ventilar interiores, etc. Y algo similar ocurre con la vacunación.

Pues bien, el éxito en el cumplimiento de medidas como esas depende de las dos formas de confianza antes expresadas: en las autoridades y en las demás personas. Cuando se confía en el Gobierno, uno puede modificar su comportamiento porque así se le indica, y cuando se confía en los otros miembros de su comunidad, lo hace porque está convencido de que ellos harán lo propio. Hay ahí un do ut des (doy para que se me dé) implícito en las relaciones de confianza. Por otro lado, en los países con menores niveles corrupción también se siguieron en mayor medida las indicaciones de las autoridades para limitar la movilidad.

Estos estudios no demuestran que haya relaciones causa-efecto entre las variables que se consideran; lo que establecen es su grado de vinculación o asociación. Ahora bien, si los vínculos entre las variables (ambientales, sociales, sanitarias y demográficas) y las magnitudes pandémicas (incidencia y letalidad) fuesen, efectivamente, causales, las consecuencias que se derivan serían importantes. Los autores del trabajo han estimado que, en tal caso, si todos los países alcanzasen los niveles de confianza propios de Dinamarca (solo un 25% de los países tienen niveles mayores), las infecciones globales se habrían reducido en un 13% por la confianza en su gobierno, y un 40% por la confianza en las demás personas. Igualmente, si el índice de masa corporal medio de todos los países estuviese en el valor que corresponde al percentil del 25%, la tasa de mortalidad habría sido un 11% menor. Estoy convencido de que se trata de relaciones causales, por cierto.

La confianza es relativamente estable en las relaciones humanas, salvo que se pierda de forma repentina. Se suele decir que cuesta mucho ganarla y se puede perder con facilidad. Pero lo cierto es que es un rasgo por el que se caracterizan, incluso, las sociedades.

En su último libro, Víctor Lapuente dice que los occidentales vivimos un tiempo en el que la gente sufre mayor ansiedad y tiene más miedo que antes: miedo al futuro, a la tecnología, a la globalización y a las élites. El miedo, dice Lapuente, “es enemigo de la confianza”. Y pone el ejemplo de los españoles, de quienes dice que antes de la crisis económica de 2008 estaban entre los europeos que más confiaban en sus instituciones políticas, y ahora, sin embargo, se encuentran entre los más recelosos: el 88% desconfía de los partidos, el 79% del Congreso y el 76% del Gobierno.

Según esas cifras, la confianza en las instituciones políticas no abunda, precisamente, entre nosotros. Lo bueno es que, a pesar de su un sentimiento bastante estable, también se puede promover, incluso en el marco de una crisis. En el contexto al que me refiero aquí, los gobiernos y comunidades pueden mantener o elevar la confianza del público si proporcionan información puntual y precisa acerca de la pandemia -incluso cuando tal información es limitada aún- comunicando con claridad los riesgos y vulnerabilidades relevantes. Un aspecto no menor es la identidad de la persona que realiza la comunicación, puesto que puede dañar o mejorar la confianza.

Además, la confianza también puede promoverse de forma eficaz en situaciones normales (en ausencia de crisis), mediante un esfuerzo sostenido en el tiempo. Los autores de la investigación referida aquí sostienen que los esfuerzos para mejorar la preparación para afrontar la próxima pandemia se podrían beneficiar mucho de mayores inversiones en capacitación para la comunicación de riesgos y en estrategias de compromiso comunitario orientadas a mejorar la confianza de la gente en las indicaciones de las autoridades sobre salud pública.

No es fácil extraer conclusiones de la experiencia vivida. Pero algo que, casi desde el primer día, habríamos agradecido muchas personas es más claridad en los mensajes, más transparencia en la información y mejores justificaciones de las medidas que se han ido implantando o levantando. No basta con decir qué hay que hacer, es preciso explicarlo bien. Y, si es posible, es preciso que lo expliquen personas capaces de expresarlo con claridad y transmitir confianza.

La confianza es un recurso compartido que capacita a redes de personas a hacer de forma colectiva lo que los individuos no pueden hacer. Se puede perder, pero también se puede ganar. Es necesario cultivarla, porque la confianza importa.