La noche del lunes al martes se celebró en pueblos y ciudades la festividad de Halloween. Como dijo Txani en la tertulia de Boulevard, ya se ha establecido, esa fiesta ha llegado para quedarse. Supongo que su éxito se debe, sobre todo, al influjo de películas y series norteamericanas, y también a la fascinación que todo lo anglosajón ejerce sobre nosotros.

Ante algunos comentarios míos en tono crítico acerca de la fiesta de Halloween suelo recibir, siempre a través de las redes sociales, respuestas de dos clases. La primera consiste en alguna forma de descalificación: que si soy rancio (lo soy, lo sé), hipercrítico y, quizás, intolerante, o también que soy corto de miras, por –se supone– haber viajado poco y conocido a poca gente. En este grupo están quienes me dicen que la gente tiene derecho a divertirse como mejor le plazca, como si yo hubiese querido impedírselo de alguna forma.

La segunda es más enjundiosa: me suelen recordar que esa misma costumbre ya se celebraba aquí hace siglos, tanto en ciertos lugares de España, como en la mismísima Vasconia. He tenido también, gracias a estas respuestas, conocimiento de una fiesta –el Samaín– que se celebra, al parecer, en toda la cornisa cantábrica con un contenido similar. Hay quien me recuerda, de paso, la celebración clásica de la víspera del día de Todos los Santos. Estas observaciones venían a relativizar el carácter importado de la fiesta, destacando el hecho de que originalmente se trataba de una celebración europea, autóctona, tradicional.

No lo veo así. Porque aunque todas esas celebraciones hayan sido tradicionales y, en el fondo, Halloween viene a ser una versión de las mismas, lo cierto es que las celebraciones tradicionales o se habían abandonado o estaban en franco retroceso. Lo que se importa de los Estados Unidos es, de hecho, una nueva tradición, con sus símbolos, expresiones, y toda su parafernalia.

Reconozco que mi disgusto es difícil de objetivar. Asumimos la música y el cine norteamericanos con naturalidad. Lo incorporamos a nuestro propio acervo cultural. Y con la música y el cine, importamos muchos otros elementos. Es normal y, por alguna razón, eso no me genera incomodidad. No soy contrario a las mezclas culturales. No solamente es inevitable que se produzcan; en muchos casos es bueno que así sea. Sin embargo, me desagrada que se importen tradiciones y se celebren como si fuesen parte de nuestro patrimonio; me parece que son, de hecho, una forma de asimilación. El de Halloween es uno de esos casos. Es una tradición ajena que convertimos en propia. Me ocurre algo parecido con Santa Claus por Navidad. Quizás me disguste porque vienen a sustituir tradiciones propias y, por lo tanto, acaban uniformizando culturalmente el paisaje y hacerlo, además, a imagen y semejanza del anglosajón.

Experimento el mismo disgusto con la costumbre de usar neologismos provenientes del inglés para sustituir palabras del castellano que expresan las mismas ideas. Son expresiones o palabras como stakeholders, start up, spin off, benchmarking, partner, networking, must, y similares –ese tecnolecto ligado en su mayor parte al mundo de los negocios y la llamada “innovación”– y traducciones abominables como “te compro eso”, “hoja de ruta” y similares.

Las dos cosas me parecen manifestaciones de un cierto paletismo cultural. No utilizo nunca esta palabra para denominar a las personas que, por razón de nacimiento, han accedido a un universo cultural y vital más limitado que el de quienes suelen utilizarla, porque las estigmatiza injustamente. Pero sí la suelo usar con el prefijo “cosmo” –“cosmopaletismo”– para referirme a las actitudes que, pretendiendo pasar por cosmopolitas, no son sino un reconocimiento de inferioridad cultural.

Todo esto forma parte de una tendencia a la uniformización que elimina particularidades y diferencias. La contemplamos en las calles de las ciudades, cuyas tiendas y establecimientos hosteleros son cada vez más parecidos a los de cualquier otra ciudad. Los oímos o leemos cuando nos encontramos con esos palabros cuyo significado nunca he llegado ni a atisbar, y cuando a las tiendas les ponen nombres como Meat House, porque se sirve, sobre todo, carne, o a la consulta del dentista la llaman Smile. Y las sufrimos cuando se celebran fiestas en las que la gente se disfraza de cadáveres, esqueletos o similares, o cuando los regalos de Navidad los trae un personaje barbudo, ataviado con un traje rojo y unas botas y gorro inverosímiles.

Nada de esto me gusta, y me gusta menos que fiestas como la citada reciba el apoyo de las autoridades. Pero me tendré que fastidiar. Cada vez más cascarrabias.