Una inesperada concatenación de hechos ha conducido a una situación inédita. Por primera vez, un conjunto amplio de países ricos y, en general, democráticos, se ha puesto de acuerdo en que era necesario asfixiar la economía de otro país y han implantado (casi) todas las medidas propicias para ello.

La situación reproduce, a una escala infinitamente mayor, un proceder que era (y quizás es) característico de los pueblos cazadores recolectores. Cuando un miembro del grupo se comporta de forma violenta con los demás, cuando actúa como un abusón o, incluso, como un matón, los demás miembros del grupo lo condenan al ostracismo; cortan todos los lazos con él. Normalmente, un periodo de ostracismo obra milagros. Y si el abusón reincide, se le sanciona, en ocasiones con la muerte, para lo que se conjura todo el grupo, que actúa de forma conjunta.

Pero vayamos por partes. El “fin de la historia” a primeros de los noventa del siglo pasado dio un gran impulso a los intercambios comerciales, los viajes internacionales, el consumo de todo tipo de bienes, los servicios de toda índole, la utilización de combustibles y, por supuesto, la economía en su conjunto. Libre comercio, deslocalización y globalización, entre otros términos, han sido omnipresentes en la jerga mediática de lo que llevamos de siglo XXI.

El fin de la historia impulsó también la economía de países, como China y Rusia, cuyas autoridades no valoran ni, por lo tanto, respetan los que (al menos en Europa) consideramos valores, principios y derechos fundamentales. Los países europeos hemos actuado de forma esquizoide durante décadas, comerciando con esos países, u otros peores, incluso, como Arabia Saudita o Marruecos, que lleva décadas machacando al pueblo saharaui.

A algunos de esos países, incluso, les proporcionamos la tecnología y armamento con el que sojuzgan a quienes gobiernan. A cambio, ellos nos abastecen de materias primas, alimentos y combustibles fósiles, principalmente. También nos aprovisionan de todo tipo de materiales y objetos que consumimos de forma desbocada, a precios irrisorios, eso sí. La ropa es un ejemplo excelente. O los juguetes. O los productos electrónicos. ¡Es todo tan barato! Y han salvaguardado nuestros (supuestos) intereses frente a posibles amenazas

Quemamos combustible en una pira descomunal de consumo enloquecido. Malgastamos, literalmente, recursos ingentes. Alimentamos ciclos fútiles gigantescos, cuyo único beneficio consiste en satisfacer un ansia irracional por adquirir hoy un coche nuevo, mañana una prenda que no necesito, pasado mañana el último gadget electrónico. También podemos viajar al otro extremo del mundo, simplemente por el gusto de verlo y, sobre todo, poder contarlo. El consumo conspicuo se ha convertido en la norma en amplios sectores sociales. Dilapidamos los recursos de hoy y de mañana.

Estamos dejando, como consecuencia de todo ello, un planeta cada vez más caliente y en vías de alcanzar uno de esos puntos de no retorno que nos arrojarán a un mundo mucho más hostil.

También lo hemos dejado más expuesto al riesgo de las pandemias, porque la pérdida de biodiversidad que ha provocado ese consumo desbocado ha facilitado la transición de los patógenos desde sus huéspedes originales hasta las personas. Y porque hemos acercado unos seres humanos a otros como nunca antes habíamos estado, multiplicando así la velocidad a la que esos patógenos se pueden expandir.

Por último pero no menos importante: hemos alimentado regímenes aberrantes, aceptando de manera tácita -o incluso expresa- que se pueden mantener dos esferas morales antitéticas de forma simultánea, la de los negocios y la de los derechos. No nos importa que detengas de forma arbitraria, que tortures, que juzgues sin garantías, que condenes sin pruebas, que cierres medios de comunicación, que asesines a disidentes, que invadas otros países, con tal de seguir haciendo negocios contigo. Con tal de seguir alimentando la locura. Business as usual.

Si algo positivo puede extraerse de la tragedia ucraniana es la respuesta que, por fin, ha dado Occidente al sátrapa ruso. (Casi) ha llegado el fin de la impunidad: no se puede pretender hacer como que todo sigue su normal curso y seguir haciendo negocios con quien vulnera la legalidad internacional, conquista un país a sangre y fuego, provoca el éxodo de millones de personas e intenta instalar unos gobernantes títeres al frente.

Muchos están, lógicamente, preocupados por las consecuencias económicas que, también para nosotros, tendrá el plante occidental. Los europeos nos empobreceremos, pagaremos caras las sanciones. Y sin embargo, estoy por primera vez desde que tengo memoria, orgulloso de formar parte de este club. Por primera vez en mi vida los países europeos se han mostrado dispuestos a afrontar las consecuencias penosas que se derivarán de todo esto por no querer transigir con la iniquidad, quizás porque, de no actuar de esta forma, se sentaría un precedente pavoroso.

Pues bien, quizás ha llegado el momento de empezar a actuar de forma diferente a como se ha hecho hasta ahora. Quizás ha llegado el momento de vincular principios y actuaciones, hacer compatibles la moral de los negocios con la de los principios, actuar de manera que los derechos y las libertades formen parte de un único paquete, uno que no se puede trocear o compartimentar a conveniencia.

No se trata, porque no sería posible, de cambiar las reglas del juego de un día para otro, ni siquiera de un año para otro. No estamos preparados y, además, hay una miríada de acuerdos que deben respetarse. Tampoco se puede cambiar la forma de vivir de una semana para la siguiente.

Pero se puede empezar a dar los pasos que lo hagan posible. Se puede empezar a priorizar el comercio y las relaciones con quienes comparten unos valores, unos principios y un mismo aprecio por los derechos humanos. Se puede empezar a gravar los bienes procedentes de países que no comparten esos valores, principios y aprecio.

Pagaremos más por la energía, por las materias primas, por los alimentos. Seremos más pobres. Seguramente consumiremos menos. Pero es que también se trata de eso. Cuanto menos consumamos, seguramente, más fácilmente prescindiremos de lo inútil, de lo accesorio. Gastaremos menos energía. Tendremos un incentivo mayor para transitar hacia fuentes menos dependientes de los sátrapas de este mundo. Europa es una potencia económica y cultural formidable. Para muchos países habría un incentivo muy poderoso para actuar de acuerdo con los principios que predicamos.

Europa debería, para poder avanzar en la dirección que defiendo aquí, autonomizarse de los EEUU. Debería tener su propia política de seguridad. La OTAN no es el marco adecuado para ello. Además, el historial norteamericano no aconseja, precisamente, permanecer bajo su égida y patronazgo. Hoy nos escandaliza la actuación rusa en Ucrania, pero hace apenas dos décadas EEUU, secundado de forma criminal e irresponsable por el Reino Unido y España, hicieron en Irak lo mismo que ha hecho Rusia en Ucrania. La mentira rusa ha sido la de la necesidad de ”desnazificar Ucrania”; la de EEUU, el Reino Unido y España fue la de eliminar unas armas químicas que nunca fueron halladas.

La historia no se repite, pero a veces lo parece. Aunque son dos casos distintos, bajo precedentes y circunstancias diferentes, a la luz del derecho internacional ambas han sido guerras ilegales. Esto ya había ocurrido antes en otros casos (para nosotros, por razones históricas, en el Sahara Occidental la más próxima y dolorosa), pero el precedente que ha sentado Europa puede marcar un antes y un después. En adelante no va a ser fácil mantener los ojos cerrados en una situación semejante.

En materia de defensa, además, las cosas no son hoy como eran hace unos años. El Reino Unido ha abandonado la UE. El acuerdo AUKUS (entre EEUU, Reino Unido y Australia) ha alejado de Europa a los países anglosajones. Países como Suecia y Finlandia han decidido implicarse en la guerra de Ucrania enviando armas a ese país. Por último, Alemania, la gran potencia europea, ha decidido elevar su esfuerzo militar y, como los países bálticos, enviar también material bélico en ayuda de los defensores ucranianos. Cobra más sentido que nunca configurar una alianza europea, cuyos miembros no se comprometan solo en virtud de sus intereses de defensa, sino que lo hagan también con el propósito de defender unos valores y una forma de vida.

Los europeos queremos preservar un modelo de convivencia, compartimos intereses y valores. Y por primera vez en nuestra historia común hemos reaccionado al unisón en un momento crítico. Nunca antes habían actuado sus gobiernos y la propia UE de forma coordinada, contando con el apoyo de la población, en una crisis bélica de riesgo y trascendencia enormes. La situación que ha generado la guerra de Putin señala el camino a seguir.

Resulta patente que afrontamos una crisis ambiental sin precedentes conocidos a causa de un consumo desmedido e innecesario. La pandemia nos ha mostrado la cara más amarga de la globalización que hemos propiciado. Y la guerra de Ucrania ejemplifica de forma cruel el precio que podemos tener que llegar a pagar por haber alimentado un monstruo de forma irresponsable durante décadas; no olvidemos que algo más allá se encuentra China, con otro monstruo mucho más grande y peligroso aún, aunque algo más discreto y sutil.

Habrá quien piense que estas cosas dependen, solo, de los poderosos. No es cierto. La reacción europea ante la tragedia ucraniana se ha producido porque la ciudadanía europea ha asistido sobrecogida a la barbarie perpetrada por Putin y sus compinches, se ha compadecido del pueblo ucraniano y se ha solidarizado con él. Los gobernantes lo han percibido y han actuado en consecuencia. El curso que tomen los acontecimientos depende de los individuos que opinamos, votamos y compramos. En esta ocasión lo de siempre, lo acostumbrado, el “business as usual”, no ha funcionado. De nosotros depende que siga sin cumplirse en otras ocasiones. No solo podremos vivir en mejores términos con nuestras conciencias, también contribuiremos a dejar un mundo mejor a quienes nos sucedan.

Llamadme ingenuo, idealista o utópico. Lo prefiero, con mucho, al cinismo y la hipocresía a la que me condenaría si renunciase a aspirar a dejar un mundo mejor y actuar en consecuencia.