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Me ha interesado mucho lo que se ha publicado acerca del discurso de la señora May. Si las crónicas son fieles a lo expresado por la premier británica, la postura negociadora del Reino Unido se va a basar en la posibilidad de aceptar una relación con la Unión Europea que no conlleve acceso libre a los mercados de ambos espacios económicos. Básicamente lo que viene a decir es que para ellos es fundamental mantener el control sobre sus fronteras y no estar sometidos a jurisdicciones ajenas al Reino. Y que si la Unión Europea no acepta esas pretensiones y, como consecuencia de ello, niega a los británicos que puedan comerciar con el resto de Europa sin aranceles u otras barreras y sin restricciones al movimiento de capitales, entonces no habrá acuerdo. Están dispuestos a aceptar las consecuencias. Llega, incluso, a decir que si es preciso, aceptarán comerciar al amparo de los acuerdos suscritos en el marco de la Organización Mundial del Comercio.

Hasta hace unos pocos años el mundo parecía avanzar hacia la desaparición de las barreras al comercio. Ahora las cosas no están claras. Si la tendencia se mantuviese (cosa que me gustaría pero acerca de la cual no tengo demasiadas esperanzas hoy), la postura británica se entendería perfectamente. Puesto que el mantenimiento de su soberanía (así lo expresó ella en su intervención) sería compatible con la posibilidad de comerciar sin barreras con todo el mundo, incluido el resto de Europa. ¿Para qué quieren los británicos ligar su destino al del resto del continente si siempre han preferido ir por libre? Una vez desaparecidas las barreras comerciales, la Unión Europea tiene mucho menos interés para ellos.

Pero si la tendencia a desaparecer los aranceles y demás medidas proteccionistas se trunca o, incluso, se invierte, las cosas son algo diferentes. En ese caso, la postura británica, de mantenerse, tendría importantes consecuencias comerciales, las tendría para todos y serían negativas. Esta no es una hipótesis descabellada. Los mensajes de Donald Trump, antes en campaña y ahora ya en el poder, parecen indicar que los Estados Unidos también se van a dirigir por la vía proteccionista. Nadie sabe a ciencia cierta si esa es la voluntad de los nuevos mandatarios norteamericanos, pero no debería extrañarnos. Al fin y al cabo, muchos opinan que ese tipo de mensajes son, entre otras cosas, los que han llevado a Trump a ganar las elecciones, y que algo parecido, al parecer, ha ocurrido también en el Reino Unido. Y si eso es cierto, la postura británica va a tener, pase lo que pase, bastante respaldo interno.

Al otro lado del mundo, la China, un país comunista precisamente, da la voz de alarma por los riesgos a que nos pueden llevar las limitaciones al comercio, y lo hace frente a los países que históricamente han abanderado la causa del libre comercio internacional: es, en apariencia, el mundo al revés.

Pero el caso es que, si lo pensamos detenidamente, es posible que todo, aunque suene raro, tenga sentido. Los occidentales han abanderado el libre comercio cuando pensaban que era muy beneficioso, sobre todo para ellos, pero al percibir ahora que quizás son otros los que más se van a beneficiar, ya no lo ven tan claro. Están convencidos de que la riqueza del mundo es una cantidad fija, de manera que si los chinos tocan a más, lo supuestamente lógico es que ellos toquen a menos. Las cosas no son así, claro, pero la noción de la suma cero es muy difícil de combatir, porque es la que se ajusta al «sentido común», ese sentido que, como en esta ocasión, tantas veces se equivoca.

Conjetura:

Aunque las desigualdades económicas entre compatriotas nos gustan poco o nada (de hecho, nos gustan menos que la pobreza plana), las desigualdades con los extranjeros no nos desagradan tanto, porque entre compatriotas los “desiguales” somos nosotros: la mayoría; pero en la segunda modalidad los verdaderamente “desiguales” son ellos: también la mayoría.