La crisis del petróleo de 1973 hizo tambalear la economía de Occidente. De repente, la escasez de petróleo y sus consecuencias económicas, que se adivinaban graves, hicieron que cundiera el miedo. En el País Vasco, por entonces, ya había empezado un proceso de desindustrialización que se prolongó, de una u otra forma, durante dos décadas y provocó un aumento enorme del desempleo. No solo sufrimos en Euskadi; el paro creció también al resto del Estado, aunque ninguna otra zona albergaba un tejido de industria pesada tan obsoleto ni su economía estaba tan basada en el sector industrial.
En el Reino Unido las cosas tampoco pintaban nada bien. El país que había creado un imperio en el siglo XVIII y había dominado el mundo en el XIX perdió, después de la II Guerra Mundial, gran parte del poderío de que había gozado. Una vez se disipó la euforia de la posguerra, el país entró en declive. En aquel contexto, la minería, un sector que ocupaba a medio millón de trabajadores en la década de los 60, empezó a no ser competitiva.
En enero de 1972 los mineros ingleses se declararon en huelga y la escasez de combustible que provocó llevó al gobierno a dictar una semana laboral de tres días. Los británicos pasaron verdaderas penurias, y el descontento se extendió a amplias capas la de población. La década de los 70 y la primera mitad de la de los ochenta fueron tiempos muy convulsos. En 1979 se produjo la segunda crisis del petróleo. Ese mismo año ganó las elecciones Margaret Thatcher, en parte como reacción a la alta tasa de paro y la ola de huelgas que sufría el país.
No debe extrañar el estado de ánimo depresivo de la población durante la década y, en especial, de gran parte de la juventud. Ese era el contexto en que surgió el movimiento punk. El 27 de mayo de 1977, la banda Sex Pistols, lanzó el sencillo ‘God save the Queen’, un tema en cuya letra figura el que quizás llegó a ser lema del movimiento: «No future. No future for you».
Y sin embargo, los jóvenes de aquella generación –a caballo entre baby boomers y X– pudieron progresar. El porvenir no estaba escrito y aquellos jóvenes airados tuvieron un futuro.
Meses después del lanzamiento del sencillo de los Pistols, en octubre, algunas semanas antes de cumplir 17 años, entré en la universidad. Fue, precisamente entonces, en los pasillos universitarios, donde vi los primeros punkies, pálidas imitaciones de los británicos. Entre nosotros nadie pensaba que no fuésemos a tener ningún futuro, tampoco creo que ellos lo pensasen. En mi caso, el simple hecho de cursar estudios universitarios ya era suficiente como para estar ilusionado. Ningún otro de los doce nietos y nietas de mis abuelos maternos y solo tres de los nueve de los paternos fuimos a la universidad. Acabé la carrera en julio de 1982.
En diciembre de 1979 se había aprobado el Estatuto de Autonomía de Euskadi, y al año siguiente se celebraron las primeras elecciones al Parlamento Vasco, que ganó el PNV. Y en octubre de 1982 los socialistas, con mayoría absoluta, vencieron en las elecciones al Parlamento de España. El lema del PSOE había sido “por el cambio” o algo similar, y el tono general de la campaña, optimista. Eran, efectivamente, tiempos de cambio, y la gente, a pesar de los pesares, estaba ilusionada.
Como consecuencia de las crisis y del declive general de la industria vasca en los setenta y ochenta, cerraron muchas empresas o, si no cerraban, despedían trabajadores. En agosto de 1983 unas inundaciones gravísimas anegaron un centenar de localidades en Araba y Bizkaia y causaron la muerte de 34 personas (5 más desaparecieron). Los desbordamientos de los ríos provocaron una gran destrucción de bienes, incluidas muchas viviendas y empresas. El desempleo alcanzó aquellos años cifras récord. El paro juvenil en 1984 superó el 50% y el de toda la población activa, el 20%.
Sabíamos que no iba a ser fácil y que nos costaría salir adelante, pero nunca perdimos la esperanza. La diferencia con los jóvenes británicos es que nosotros, quizás, recién salidos de la dictadura y en plena transición, pensábamos que las cosas solo podían ir a mejor. Lo sentíamos, más que pensarlo.
El pasado 9 de enero asistí a una conferencia dictada por Antón Costas Comesaña, catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona. La conferencia se enmarcaba en la presentación del IV Informe de la asociación Zedarriak, titulado “La oportunidad de las tecnologías exponenciales”.
La conferencia del Dr. Costas se titulaba “Contra la desesperanza: un contrato social para el progreso compartido”. Empezó la charla contando una experiencia personal relativa a encuentros que había tenido con estudiantes muy brillantes, pero que, a pesar de serlo, veían ante ellos un futuro muy negro. Comentó que aquellos casos no eran excepciones y que esa misma sensación se estaba extendiendo por la mayoría de los países de Occidente.
Precisamente, The Guardian acaba de publicar un artículo en el que se refiere a este mismo fenómeno en el Reino Unido. Los adolescentes británicos creen que su futuro será peor que el de sus padres. Son los hijos o hijas de aquella generación X (y algunos baby boomers) que nació en medio de una crisis económica, creció bajo la amenaza de una guerra nuclear y protagonizó el movimiento punk.
Los jóvenes parecen haber perdido la esperanza en el futuro. Les ocurre algo similar a lo que les había ocurrido a los jóvenes británicos de mi generación casi medio siglo antes.
Según el profesor Costas, la causa de esa pérdida de esperanza no es una economía en declive –no lo está–, ni el aumento de la desigualdad del último medio siglo, sino la inseguridad económica que sufren muchas personas. Esa inseguridad es consecuencia de la precariedad, la falta de buenos empleos y el miedo a que las nuevas tecnologías se utilicen para sustituir trabajadores por robots o inteligencias artificiales. Esa inseguridad sería, a la vez, la causa de la inestabilidad política y del auge de los totalitarismos, según él.
El artículo en The Guardian coincide en el diagnóstico: hace referencia a la inseguridad y termina con un párrafo demoledor, pero que quizás podría aplicarse también a nuestros jóvenes:
What’s missing from many children’s lives isn’t just the hope that things will get better at some unidentified point in the future –though hope matters too– but a sense of the tide beginning to turn already and the ground feeling steadier under their family’s feet. As the saying goes, it’s hard to be what you can’t see. If we want kids to feel confident about the future, nothing beats making them feel secure about the present.
Lo que falta en la vida de muchos chicos y chicas no es sólo la esperanza de que las cosas mejoren en algún momento no identificado del futuro -aunque la esperanza también importa-, sino la sensación de que la marea empieza a cambiar y el suelo se siente más firme bajo los pies de su familia. Como dice el refrán, es difícil ser lo que no se ve. Si queremos que chicos y chicas tengan confianza en el futuro, no hay nada mejor que hacer que se sientan seguros en el presente.
La crisis de 2008, que se prolongó de una u otra forma hasta 2014, deprimió no solo la actividad económica sino, también y muy especialmente, el ánimo de la gente. La pandemia de Covid-19 ha dejado unas secuelas muy duras en términos de ánimo, esperanza y salud mental. Y también en el nivel de formación (The Guardian hace referencia a ello y los resultados de las pruebas PISA así lo indican). La guerra en Ucrania y el conflicto entre Israel y Palestina no abonan optimismo alguno. En ambos conflictos, además, se hallan involucrados numerosos países que, directa o indirectamente, apoyan a los contendientes. Nada de esto ayuda, por supuesto.
Aunque Antón Costas no lo dijo, tengo la impresión de que esa percepción de inseguridad y precariedad intensifica en nuestros países, con carácter general y –me parece– en Euskadi de forma especial, la fuerte tendencia a la disminución de la fecundidad que se está registrando estos años. ¡Ojo! No quiero decir que esa sea la causa del descenso de la natalidad, porque ese descenso está ocurriendo ya en el conjunto de la humanidad. Lo que creo es que ese factor intensifica la caída allí donde existe la desesperanza.
Otro factor, al que no hizo mención el profesor Costas, está relacionado con la demografía, precisamente, y es el de las consecuencias políticas y económicas del envejecimiento de la sociedad. Este aspecto lo han desarrollado Ignacio Conde Ruiz y Carlotta Conde Gasca en su libro ‘La juventud atracada’. Sostienen los autores que una sociedad en la que los mayores tenemos cada vez mayor poder político –simplemente porque somos más– está tomando decisiones que nos benefician a corto plazo, pero que tienen consecuencias muy negativas para el futuro de los jóvenes.
El discurso público dominante sobre el futuro es –¡cómo no!– pesimista. Ningún intelectual que se precie, máxime si es de izquierda, se muestra optimista ante el futuro. Solo ve nubarrones. El pesimismo tiene más atractivo. Los medios de comunicación tampoco ayudan, claro. Las cosas buenas no son noticia.
Por otro lado, cada vez son más frecuentes las advertencias y la insistencia en que el “estado del bienestar” está en quiebra y que tendremos que prescindir de sus beneficios. El fenómeno parece tener, además, una cierta componente de profecía auto-cumplida. Los políticos que predican la destrucción del estado ganan crédito electoral y lo más sangrante es que lo hacen precisamente porque el electorado da por hecho que esa destrucción ocurrirá y que ellos, augures a la vez que candidatos a mesías, serán quienes nos salven del caos que sobrevendrá.
Lo curioso es que numerosos indicadores objetivos no avalan el pesimismo. Nos pueden preocupar, con razón, Putin y su imperialismo post-soviético, Trump y su populismo inhumano (y chabacano, también), China y sus aspiraciones a erigirse en la primera y más influyente potencia económica e ideológica del mundo, los regímenes del Golfo y su indisimulado interés en propagar «la verdadera fe» con las consecuencias que sea menester, el auge de los fundamentalismos y de los populismos autoritarios; y nos puede (y debe) preocupar también el deterioro a que, a causa del consumo desbocado de bienes, sometemos a la biosfera. Pero nada de eso debería ocultar que el mundo es cada vez menos pobre y que en nuestro país se sigue viviendo razonablemente bien.
Además, la desesperanza no es, precisamente, el mejor estado de ánimo para hacer frente a los retos que nos plantea el futuro.
En el pasado de la especie humana, el apoyo del grupo social y cultural, la ayuda de la comunidad era un ingrediente básico para sacar adelante a la prole. Cada individuo por sí mismo, y en especial, cada mujer difícilmente podía criar a su progenie por sí sola. En muchos casos, ni siquiera con la ayuda de su pareja sexual podía lograrlo. Conseguir el alimento y criar a los retoños eran tareas cooperativas. Quizás por esa razón, los seres humanos nos hemos dotado de superestructuras protectoras, instituciones –más o menos formales– que proporcionaban apoyo en caso de necesidad.
La urbanización que experimentó la humanidad a lo largo del siglo XIX y, sobre todo, del XX alejó a los pequeños núcleos familiares de sus comunidades protectoras originarias. Seguramente no es casual que la expansión de sistemas colectivos de protección y asistencia sanitaria y social se produjera a partir de mediados del siglo XX, cuando el porcentaje de población en los grandes núcleos urbanos creció de forma acelerada, y en unos países antes y en otros después, empezó a haber más gente viviendo en las ciudades que en las aldeas. La solidaridad ya no se podía ejercer en el seno del grupo familiar, la tribu o el vecindario, y se crearon sistemas de protección a cargo del estado.
Ese proceso no ha terminado y alcanza en pleno siglo XXI su máximo desarrollo entre nosotros. Quizás por esa razón, los augures que profetizan el mal tienen hoy más influencia que antes. Quizás deprimen el ánimo de una forma que antes no habíamos visto. Guerras, crisis climática, pandemias, recursos que se agotan, máquinas que harán su trabajo, inteligencias artificiales que crearán lo que a ellos no les permitirán crear, eso es lo que ven, oyen y sienten los jóvenes de los países occidentales de esta primera mitad del siglo XXI.
Si a la sensación de inseguridad añadimos el cuestionamiento creciente del estado de bienestar, esto es, de los sistemas colectivos de protección social que antes he mencionado, la consecuencia quizás no pueda ser otra sino el desánimo y la desesperanza.
En la década de los ochenta del siglo pasado mirábamos al futuro con incertidumbre pero con confianza. Sabíamos que no iba a ser fácil, pero que sería posible salir adelante. Nuestros hijos e hijas han vivido en el seno de unas familias que, en muchos casos, les han proporcionado estudios, confort y un modelo de vida que ahora perciben en crisis. Los más osados se van. Buscan un futuro en otras latitudes, aunque en esos otros lugares ocurra lo mismo que aquí. Los más apocados prefieren quedarse a vivir en terreno conocido. Pero sus esperanzas son exiguas, lo son las de muchos, quizás la mayoría de ellos.
El Dr. Costas propone que, para combatir esa desesperanza se deben desarrollar políticas que promuevan la creación de buenos empleos, para más personas, en más lugares del país. Y para ello, las inversiones públicas deben lograr que la transformación productiva venga acompañada de una transformación simultánea de las capacidades laborales. La tecnología debe utilizarse para mejorar la productividad de los trabajadores y no tanto para reemplazarlos por robots e inteligencias artificiales.
Los Conde (Ruiz y Gasca), por su parte, inciden en la necesidad de revertir las políticas orientadas a favorecer a los mayores a costa del empeoramiento de las perspectivas de los jóvenes. Sostienen que es preciso invertir mirando al futuro (recursos destinados a I+D o a transición energética, por ejemplo), en vez de mirando al pasado (pensiones financiadas mediante endeudamiento).
Antón Costas, en su conferencia, dijo algo que me llamó la atención y por eso terminaré con ello esta conjetura. Señaló la importancia de que quienes saben se dirijan directamente al público y no a la clase política, para buscar el acuerdo social en torno a las mejoras propuestas. A su juicio, la confianza en el futuro y las medidas para lograrla se deben crear de abajo a arriba (bottom-up), tiene que surgir del diálogo y el acuerdo entre los actores sociales más relevantes. Por eso –afirmó– una sociedad informada es el único bien público que no puede ser suministrado por el Estado, sino por la propia sociedad civil organizada.
Si el Dr. Costas está en lo cierto, esa idea es importante. La reitero: “una sociedad informada es el único bien público que no puede ser suministrado por el Estado, sino por la propia sociedad civil”. Quiero pensar, no obstante, que las instituciones públicas pueden jugar un papel relevante; no me refiero a que sean ellas las que suministren ese bien, pero sí a que ayuden a la sociedad civil para que lo pueda suministrar.
Añado, por mi parte, que en una sociedad informada sus miembros cuentan, además de muchos otros elementos, con una información lo más objetiva y precisa posible acerca del estado del mundo y de cómo cambia. Y esa información, si bien es cierto que debe estar al alcance de toda la sociedad, con mayor razón ha de estar al alcance de los jóvenes. Solo así, conociendo la realidad –con sus aspectos positivos y negativos– y participando de forma activa en la generación de entornos profesionales más seguros, podrá cundir el buen ánimo y afrontar el futuro con las necesarias dosis de optimismo.
Tengo la intuición de que todo este asunto es, si no el principal, sí uno de los principales problemas que han de afrontar las sociedades contemporáneas y desde luego la nuestra. Del estado de ánimo de la generación más joven depende el futuro, no solo de ellos, sino el de todos los demás, sus padres y sus hijos. Los países que acierten con las políticas públicas que reviertan el desánimo reinante, saldrán adelante. Los que no lo consigan, lo pasarán mal.
Nota: Este artículo es una versión del texto que difundí el pasado día 5 de marzo en mi boletín ‘Lecturas y conjeturas‘ de Substack.
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