En uno de los supermercados en que hacemos la compra de todo lo que no son alimentos frescos (estos los compramos en los puestos del mercado del pueblo), cada vez que llenamos el carrito nos hacemos acreedores, en virtud de un mecanismo ignoto, de pequeñas cantidades de dinero. Con ese dinero podemos hacer dos cosas: o canjearlo en la siguiente compra o, si no, dejar que se sume a futuras asignaciones y hacer uso de él cuando mejor nos parezca. Cada vez que la cajera o cajero (cada vez hay más chicos en esos menesteres) me preguntan si prefiero canjearlo ya o acumularlo, le digo que lo canjee. Y añado: Es por si hoy o mañana me muero; en tal caso preferiré haberlo recibido ya.
La razón que esgrimo es una bufonada, por supuesto, pero me fastidia la forma en que nos trata el supermercado. Supongo que para la empresa es mejor que dejemos que esa cantidad se acumule, porque, así, a base de pequeñas, mínimas, cuantías, la suma que retiene es lo suficientemente importante como para sacarle algún beneficio.
Pero esto no quita para que lo que digo a quien nos pregunta no deje de ser verdad. La muerte acecha en todo momento y nadie sabe cuándo caerá uno en sus garras.
Desde que tengo plena consciencia de esa posibilidad, me tomo las cosas de otra forma a como me las tomaba antes. Sobre todo las de la salud.
Desde hace una década, aproximadamente, he debido, cada cierto tiempo, someterme a pruebas y análisis que pueden arrojar diagnósticos de gravedad dispar. Al principio me apuraba mucho; afrontaba la consulta de turno con nerviosismo, hasta el punto de que las noches anteriores a la cita médica no dormía bien. Con el tiempo, sin embargo, empecé a tomarme las cosas con más tranquilidad.
La pandemia tuvo parte de la culpa. Me di cuenta entonces de que la salud, el bienestar e, incluso, la vida, dependen de circunstancias absolutamente azarosas. No es que no supiese eso ya, claro que lo sabía; pero no es lo mismo saberlo, en teoría, que experimentar en carne propia y en la de todo el cuerpo social las consecuencias prácticas de esa contingencia.
Además, al hacernos mayores la probabilidad de accidentes vasculares, tumores, males metabólicos, enfermedades neurodegenerativas y demás asechanzas del enemigo edad es lo suficientemente alta como para tener conocimiento de no pocos de alguno de esos percances en nuestro círculo de amistades. Puede uno haberse librado de un tumor en el diagnóstico de hoy para sufrir mañana un ictus. O puede haber mejorado en sus indicadores metabólicos para empezar a tener preocupantes fallos de memoria.
Quizás al leer esto me atribuya usted una cierta inclinación morbosa a las cosas de la enfermedad y de la muerte. Nada más lejos de mi ánimo. Es solo que prefiero afrontarlas de frente, pensar en ellas sin congoja y compartir mis reflexiones. Me encanta vivir; amo la vida.
Lo cierto es que no sabemos, en realidad, si la absolución en uno de los juicios a los que nos somete la salud, no es la antesala de un accidente de automóvil o la condena en un segundo juicio en el que hemos de defendernos de una acusación de la que nunca pensamos que fuéramos a ser víctima. De la misma forma que, en la vida, cuando se cierra una puerta es fácil que se abran otras, con la salud pasa algo parecido. Lo normal es que no muramos por causas diversas y, desde luego, no morimos en más de una ocasión. Pero eso no quiere decir que la absolución en un juicio evite la condena en el siguiente. El transcurrir del tiempo cierra unas posibilidades y abre otras.
Quizás piense, querido lector, querida lectora, que esta es una anotación pesimista. No lo es. Creo, en realidad, que es optimista. A mí, al menos, esta forma de ver las cosas me ha ayudado a relativizar –a rebajar, en realidad– la preocupación por mi salud, por mi bienestar e, incluso, por la eventualidad de la muerte. No sé cuándo ni cómo llegará. Prefiero que tarde en hacerlo, por supuesto, pero, sobre todo, lo que deseo es que cuando lo haga, me halle en paz con los demás y que no me cause un dolor difícilmente tolerable. Sobre esto ya escribí aquí hace unos meses.
Entre tanto, permítame terminar hoy con un chiste. Es un chiste judío. Expresa en buena medida alguno de los sentimientos que he tratado de reflejar en estas líneas. Se hace cargo de la contingencia, de las profundas consecuencias que se pueden derivar de ella, y lo hace ilustrando, a su manera, esa metáfora de las puertas que se pueden abrir cuando se cierran otras.
Es este:
Un rey ordena al rabino del reino que haga hablar a su mono favorito o será castigado; naturalmente, el rabino accede, pero alega que tardará cinco años en conseguirlo. Cuando sus compañeros le preguntan qué va a hacer, contesta: «En cinco años pueden pasar muchas cosas: podría morir el rey, podría morir yo o podría morir el mono, ¿quién sabe?, incluso podría aprender a hablar».
Rufus Learsi, Filled With Laughter, Nueva York, Thomas Yosseloff, 1961, p. 254.
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