La buena muerte
Conforme pasan los años más pienso en la muerte, en la mía y en la de las personas a las que quiero. Prefiero ser el primero en desaparecer; soy egoísta. No quiero tener que afrontar mis últimos años de vida con el dolor de la ausencia de alguno de esos seres queridos; pero evitarlo, ¡ay!, no está en mi mano.
Dejaré de existir, desapareceré, y en unos pocos años (da igual que sean 3, 30 o 300) nadie sabrá de mí o, en el mejor de los casos, seré un recuerdo lejano. Que así sea no me causa desazón alguna. Pero hay algo que sí me la produce; desazón o, incluso, angustia.
La vida, la de cada uno de nosotros y, desde luego, la mía, no tiene sentido. No nacemos para nada, ni existimos con una finalidad. El sentido de mi vida es el que he querido darle o me he convencido a mí mismo de que (se lo he querido dar y) se lo he dado. Pero soy consciente de que no hay un sentido último que justifique la existencia de mi persona; no hay un propósito con el que fui concebido y vine a este mundo. Ocurrió. Como ocurren muchísimos otros sucesos extraordinariamente improbables.
Ahora bien, que mi vida carezca de ese sentido esencial no es óbice para que piense que es una experiencia apasionante y que todavía tengo –y quiero creer que tendré– buenos motivos para vivirla. Tengo, y espero seguir teniendo, personas a las que quiero y me quieren; amigos y amigas que llenan mi vida de afecto y de experiencias compartidas. Y tengo, y espero seguir teniendo, proyectos que me ilusionan, emocionan y producen una gran satisfacción (acompañada, eso sí, de las consabidas dosis de sufrimiento, algo inevitable y –me atrevo a decir– necesario también).
Es la perspectiva de la desaparición, de dejar de ser, de dejar de experimentar esa sensación de plenitud que me proporcionan afectos y proyectos, lo que me produce una cierta angustia. Me desazona también, si llego a ser consciente del momento, el desamparo que sufriré en los instantes anteriores a la muerte. Y, por supuesto, también me duele el dolor que sentirán las personas que me quieren cuando yo falte.
Lo bueno de la muerte es que una vez se haya producido, ni siquiera esa angustia tendrá la más mínima importancia. Habrá desaparecido conmigo.
Más que esa desazón o angustia existencial, de la muerte y de su antesala, me da miedo el dolor –me refiero al dolor físico– con que quizás se produzcan. Cuando he presenciado en otras personas o experimentado en carne propia un dolor intenso, permanente, que incapacita, o cualesquiera de las combinaciones entre esas aflicciones, además del padecimiento en sí, he asistido a la pérdida de la dignidad de la vida de quienes sufren o de la propia, si ha sido el caso.
Por dignidad entiendo esa cualidad que adorna a lo que merece la pena, a lo que se puede aceptar y disfrutar de ello sin desdoro. Una vida digna la entiendo así, como una vida merecedora de ser vivida, de la que se goza o con la que se sufre sin que tenga uno que avergonzarse o que lamentarse de ella. Puede merecer la pena una vida en la que el sufrimiento sea temporal y no extremo, o en la que sea, si acaso, la condición de la recompensa. La vida con dolor extremo o persistente, sin embargo, no merece ser vivida; solo cabe lamentarse de tener que soportarla.
Al dolor, con frecuencia, se añaden otros males. A menudo sobreviene el deterioro que conduce a quien lo padece a desintegrarse mentalmente, a diluirse, a dejar de ser quien era. Se dice pronto, pero es literalmente así: una persona puede dejar de ser quien era para no ser apenas nadie. En los últimos años de vida tampoco es infrecuente el perder la capacidad de valerse por sí mismo para satisfacer las necesidades fisiológicas más básicas; la degradación resulta, para quien la sufre, humillante. Es otra vuelta de tuerca a la pérdida de la dignidad. En fin, es un cúmulo de circunstancias bajo las que, de una forma muy literal, la vida deja de ser digna de ser vivida.
Asistí de cerca a la agonía, larga agonía, de mi madre, que falleció hace unos pocos años tras experimentar durante meses un sufrimiento intolerable debido a una enfermedad larga y dura. También he asistido a los últimos años de la vida de mi padre, muerto hace unos meses después de un largo periodo en el que fue dejando de ser mi padre a causa de un mal neurológico que lo incapacitó gravemente. En ambos casos fui, por azares de la vida, el familiar que se ocupó de ellos; los acompañé cuando pude y cuidé –quiero creer que en la medida de mis posibilidades– de que se encontraran en las mejores condiciones posibles. No deseo para mí –ni para nadie– ninguno de esos finales; en especial, no los quiero para mis personas amadas.
Mucho más que la desazón existencial me aterra la perspectiva del dolor extremo, de la identidad personal extraviada, de la dignidad perdida. ¿Qué sentido tiene el seguir viviendo cuando la vida en sí no lo tiene y cuando el simple hecho de vivirla provoca un padecimiento intolerable?
Gracias a la ley de regulación de la eutanasia –de cuya entrada en vigor se acaban de cumplir dos años– quienes así lo deseemos podremos diluirnos en la nada con el mínimo sufrimiento y máxima dignidad posible. Su aprobación fue un triunfo de la civilización frente a la barbarie. Justifica, ella sola, una legislatura. Y, en mi caso, es una razón muy poderosa –no la única, ni mucho menos, pero sí la más importante– para desear que los partidos que se opusieron a ella no sean los que gobiernen mi país, porque anteponen preceptos propios de un código moral anquilosado y cruel a uno de los principios que más valoro –la autodeterminación personal– y una de las virtudes que en más alta estima tengo –la compasión por los que sufren–.
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