Kurkudi como paradigma
En mis tiempos de doctorado cayó en mis manos un libro del físico e historiador de la ciencia Thomas Kuhn titulado “La estructura de las revoluciones científicas”; se había publicado en 1962 y causó un gran impacto. Aquel libro puso de moda la palabra “paradigma” en el mundo de la ciencia. En ese contexto hace referencia al esquema general de teorías e ideas imperantes en un momento determinado para dar cuenta del aspecto de la realidad que pretende explicar. Ejemplos de paradigmas pueden ser el geocentrismo, en virtud del cual la Tierra se consideraba el centro del Universo, o el darwiniano, que explica la aparición de especies nuevas y su evolución de acuerdo con procesos tales como la selección natural y la deriva genética. Un paradigma puede entrar en crisis cuando se acumulan suficientes datos en su contra y se dispone, a la vez, de pruebas a favor de uno nuevo que puede sustituir al anterior. Cuando ocurre eso, se produce la revolución científica a que hace referencia el título del libro. El nuevo paradigma no solo es incompatible con el anterior, sino que, además, los dos son inconmensurables, no se pueden comparar, ni siquiera se pueden utilizar las mismas nociones (y, por lo tanto, los mismos términos) para dar cuenta de ellos.
Pero la palabra paradigma tiene otras acepciones. La más común, quizás, es la que sirve para denominar algún patrón, diseño o modelo de hechos, fenómenos o situaciones, utilizando para esa denominación un caso concreto de los que se ajustan a él. Es así como lo quiero utilizar para empezar, aunque más adelante volveré al sentido kuhniano.
En mi pueblo, Leioa, hay una edificación en lo alto de una pequeña loma a la que, a falta de cotas más altas, llamamos monte. Es el Kurkudi que, con sus modestos 127 m, es la mayor elevación del municipio. La edificación es un antiguo convento, hace años abandonado por sus ocupantes, las Madres Dominicas quienes, en 2017, solicitaron al ayuntamiento que modificase la calificación del terreno que desciende por la ladera sur para que una promotora pudiese construir un gran equipamiento deportivo. El suelo estaba calificado como no urbanizable de especial protección “debido a su relevancia e interés paisajístico o medioambiental” (Artículo 3.3.9. del PGOU). Dado ese carácter -entiendo yo-, deberían aportarse razones muy poderosas de interés público para aceptar la modificación de esa calificación a la de Suelo Urbano. El mismo PGOU en su artículo 3.3.9. señala que “la finalidad preferente de esta categoría de suelo es la de preservar los espacios así calificados, del deterioro e invasión de la edificación, conservando su estado original”.
La mayor parte de la parcela para la que se solicitó la recalificación está ocupada por prados y setos, pero en su extremo suroccidental hay un bosquete de roble pedunculado que, por su carácter singular en el entorno, es refugio de fauna. Es muy impenetrable, gracias a un sotobosque muy tupido de helechos, brezos y argomas, por el que discurre, además, un pequeño arroyo en cuyos márgenes se asienta una nutrida comunidad de especies higrófilas.
El Ayuntamiento ha aceptado recalificar el terreno y la Comisión de Ordenación Territorial del País Vasco (la COTPV), el órgano competente de la administración autonómica, también.
He creído entender, en las respuestas dadas por el Ayuntamiento a las alegaciones presentadas por particulares, asociaciones vecinales y grupos de la oposición, que dado que ya hay un edificio y es, por tanto, una zona muy antropizada, ningún perjuicio ambiental se va a derivar de la recalificación. Este argumento me parece digno de Kafka. Sí, claro que hay un edificio abandonado, pero la recalificación que se ha autorizado afecta a una extensión de suelo mucho mayor, una que tenía, de hecho (y hay que insistir en ello), la consideración de “no urbanizable de especial protección”. Habría que preguntarse, entonces, el porqué de ese carácter, que le fue asignado cuando se aprobó el PGOU vigente hace 20 años. Por cierto, su calidad y valor ambiental no ha dejado de aumentar durante las dos décadas transcurridas gracias, precisamente, a haberse mantenido a salvo de intervenciones humanas.
Algunos dicen que esto es una pequeñez y que por algo de tan escaso impacto (mínimo o nulo según las respuestas dadas a las alegaciones), no se debe impedir aumentar la oferta de equipamientos deportivos. Pero no es ninguna pequeñez; lo que ha aprobado el Ayuntamiento de Leioa y ha sancionado la COTPV conlleva una agresión ambiental a un entorno en el que no hemos dejado de perder zonas rurales y espacios agrestes en las últimas décadas. Es una agresión porque, además de la afección sobre el paisaje, tendrá efectos negativos sobre la biodiversidad. Podrá ser calificada de mínima; es posible, pero entonces será una más de los miles de miniagresiones ambientales que se cometen de manera permanente.
La afección sobre la biodiversidad, con ser grave, no es lo peor, a mi juicio, de una actuación como la que se proyecta. Lo realmente grave es que se asuma como normal instalar un gran equipamiento deportivo en una zona a la que solo se puede acceder en coche particular. El tráfico en la zona aumentará, con lo que se consumirán más combustibles fósiles y se generará más contaminación atmosférica (gases de efecto invernadero) y acústica.
Los promotores podrían haber buscado un pabellón industrial en desuso, o alternativas similares en zonas urbanas. Podría construirse en las proximidades de alguna estación del metro o de las paradas de autobuses. Es lo que recomiendan los urbanistas hoy, reciclar instalaciones ya existentes en entornos urbanos, evitando ocupar suelos protegidos. Pero se ha optado por llevarlo lejos, a un lugar al que solo se puede llegar en vehículo particular. Esto tiene que ver con el perfil socioeconómico de los usuarios en los que se ha pensado al proyectar el gimnasio, por supuesto.
De nuevo, puede parecer una cuestión menor. Total, ¿qué representa la emisión de CO2 de unos centenares de coches recorriendo distancias de entre 2 y 10 km para dirigirse cada día al gimnasio? Si lo comparamos con lo que gastamos los vecinos de Leioa usando nuestro coche, se trata de un miniefecto. Pero el conjunto de miniefectos como este, acaban generando un macroefecto. Los miniefectos dejan de serlo cuando se acumulan gran número de ellos.
Al margen de que haga empeorar la calidad de vida de los vecinos que acostumbran a pasear por la zona, o de su afección sobre el medio ambiente local, lo que de verdad está en juego en este asunto es otra cosa. Son los valores. Valores tales como ejemplaridad, coherencia, y cultura de la sostenibilidad, por citar los que me parecen más obvios y reseñables.
No me parece coherente que se predique en pro de la sostenibilidad cuando, a la par, se aprueban proyectos que favorecen el uso de transporte particular, con el consiguiente gasto de combustibles fósiles y emisiones de gases de efecto invernadero. No me parece coherente predicar una cosa y actuar en contra de lo que se predica.
Esto nos lleva a la ejemplaridad. Las autoridades piden a la ciudadanía que adopte comportamientos y hábitos de consumo que minimicen el gasto de energía y, de manera especial, el recurso a combustibles fósiles. Pero cuando se trata de tomar decisiones coherentes con eso que se predica, no siempre se hace. Entonces, el ejemplo que se da contradice la prédica. En un tiempo en el que la política está en crisis precisamente porque hay déficit de ejemplaridad, es especialmente importante que quienes gobiernan den ejemplo. Y una forma de darlo es actuar en coherencia con lo que se predica. Si predicas sostenibilidad, actúa de forma que la promuevas. Si no, no la prediques; asume públicamente que tus políticas públicas menosprecian el valor del entorno natural.
Hay infinidad de situaciones en la vida en que debemos optar. Comprar moda rápida, esa que dura poco y necesita ser repuesta enseguida, es un acto individual con consecuencias agregadas muy negativas para la calidad del ambiente. Es una microagresión ambiental; millones de microagresiones como esa generan una gran macroagresión. Lo mismo ocurre si compras un melón que se ha cultivado en Brasil, o una merluza capturada en Namibia y llegada en avión a Europa.
Pues bien, la forma más eficiente, a medio y largo plazo, de evitar esos comportamientos y actuar de la forma más respetuosa posible con el medio ambiente, es generar automatismos que llevan a optar por ir andando o, si acaso, en transporte público; que disuaden de comprar en Amazon cuando puedes conseguir el mismo libro en la librería del barrio; que impulsan a adquirir ropa duradera que solo se deja de usar cuando lleva centenares de puestas y lavados; que inclinan por comer naranjas de mesa en febrero y melones en agosto.
Para generar esos automatismos es preciso interiorizar una cultura de la sostenibilidad, asumir los valores propios de esa cultura de forma tan firme que arraiguen y lo natural sea actuar de acuerdo con ellos. Pero eso es difícilmente alcanzable si los gobernantes no actúan, en sus respectivos niveles de competencia, de esa forma.
El caso del monte Kurkudi no es ninguna excepción; en multitud de ocasiones se toman decisiones políticas y administrativas que contradicen valores que se predican de esas mismas instancias. Siempre se aduce una “buena razón” (aunque yo, hasta hoy, no he oído ninguna en el caso que nos ocupa), pero eso solo quiere decir que se han antepuesto otros valores a los que se predican. Puede que deban ser preservados también, no lo sé, aunque no siempre es el caso. Pero incluso si han de serlo, debe quedar claro que los concernientes a la sostenibilidad, con todo lo que ello implica, quedan preteridos; que, por comparación, se menosprecia la calidad del medio ambiente.
Por eso, el gimnasio en Kurkudi puede ser considerado paradigmático según la versión más extendida del término “paradigma”, la que alude al ejemplo que ilustra un patrón. El ejemplo es esta recalificación; el patrón es el de las recalificaciones y actuaciones de otro carácter, pero de similar impacto negativo sobre el medio ambiente, que se llevan adelante en aras de algún otro bien. Por eso he titulado esta anotación Kurkudi como paradigma, porque lo importante no es el caso concreto que nos ocupa, sino el modelo de actuaciones que representa y refleja.
Dicho esto, me gustaría que -ahora en el más puro sentido kuhniano-, el paradigma de Kurkudi entre en crisis, porque nuestras autoridades y la ciudadanía empiecen a sentirse incómodos con las incoherencias y contradicciones, y emerja un nuevo paradigma cuya casuística incluya, precisamente, actuaciones respetuosas con el medio ambiente y que ayuden, de verdad, a generar y consolidar una cultura de la sostenibilidad. El segundo sustituiría al anterior, y ni siquiera nos valdrían las mismas palabras para referirnos a las actuaciones y a los principios que las inspiran. Serían inconmensurables, también en el sentido kuhniano.
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