Últimamente, quizás porque tenemos un hijo de 30 y una hija de 26 años, me fijo más en las diferencias entre generaciones. En lo que hacen ellos que no hacíamos nosotros, los mayores, o, más frecuentemente, al revés, en lo que hacíamos nosotros que no hacen ellos.
Quizás por eso le he dado unas vueltas a este tuit, que me ha enviado un amigo esta mañana:
El profesor que ha publicado el tuit se queja de la formación con la que llegan sus estudiantes a la universidad tras sufrir la «devastación» que han sufrido en el bachillerato. Un millón de personas han visto el tuit. Centenares de miles están de acuerdo.
Aunque, como explicaré más adelante, hacer estas comparaciones es muy problemático, seguramente ha habido tiempos mejores y peores en la educación de los países y, por tanto, periodos en que los jóvenes que llegan a la universidad lo hagan con mejor o peor bagaje. Es posible.
Creo que empecé a dar clase en otoño de 1985, de manera que llevo 36 años y medio en la docencia universitaria o aledaños. Soy un profesaurio obligado. Durante todos estos años he oído a colegas -y en más de una ocasión yo también he dicho- que antes venían mejor preparados: escribían mejor, cometían menos faltas de ortografía, leían más, sabían más matemáticas, traían los rudimentos de las ciencias, y se sabían lo básico de la historia. Lo normal es que los de la universidad nos quejásemos del bachillerato; estos, de los de la secundaria; estos, a su vez, de los de primaria. Y así hasta infantil, lo que antes llamábamos preescolar.
Mi esposa es maestra de primaria, pero antes lo fue de infantil. Ni ella ni sus compañeras tenían ya un nivel educativo al que responsabilizar del desaguisado, salvo, quizás, atribuirlo a vientres maternos disfuncionales, espermatozoides defectuosos, o ciertas conjunciones astrales.
Andando el tiempo, la responsabilidad ha dejado de transferirse hacia abajo entre niveles educativos. De unos años a esta parte, la mirada se dirige al gremio de los pedagogos; se les considera responsables de lo que se interpreta como verdaderos desmanes. A ellos y a la clase política, claro. Sea cual sea el problema que se identifica o se cree identificar, en última instancia siempre habrá un politicastro incompetente, cuando no inicuo, detrás.
El problema es que nada de esto tiene demasiado sentido. Lo que yo veo en la universidad es que sigue habiendo jóvenes que hacen tesis doctorales, que trabajan en empresas, que enseñan en institutos, etc. Tengo malos estudiantes, sí, y buenos, como siempre. El año pasado tuve uno cuyas preguntas en clase me obligaban a indagar en la literatura científica para poder dar la respuesta en la clase del día siguiente. Pero otro se las arregló para aprobar a base de remiendos. Lo de toda la vida, vaya.
Por otro lado, hay cosas que no cuadran. Si dejamos al margen crisis económicas profundas, como la de 2008, o pandemias, el mundo, nuestro mundo, no va peor ahora que hace 36 años, ni que hace 18. Las casas no se caen, los aviones tampoco, las lavadoras funcionan, las calles están, de hecho, más limpias. Hasta la gente, se diga lo que se diga, es más amable. Ya no meten camadas de gatitos en un saco y los tiran al río. Y cada vez se apalean menos perros. Entre otras cosas.
Lo que ocurre es que este mundo es diferente del de hace 18 años. Y más aún del de hace 36, o 54, cuando era yo el que estaba sentado en el pupitre. Entonces aprendí de memoria los ríos de España, los cabos, los mares del Mundo, la lista de los reyes godos, los Principios del Movimiento Nacional, y muchas más cosas de dudosa o ninguna utilidad. Eso sí, en el centro en el que estudié la primaria nos ordenaban en pupitres en función de nuestra posición en la escala de calificaciones, y al acabar el curso nos daban diplomas de aprovechamiento, piedad, puntualidad y otros.
Observo que ahora desarrollan capacidades diferentes. Quizás sepan menos de ciertas cosas, pero saben más de otras. Juegan más. Juegan durante más tiempo, cosa que antes me incomodaba. Esto de jugar es importante; solo las especies con cierta capacidad y flexibilidad cognitiva, juegan. Que jueguen durante más tiempo quiere decir que dedican una mayor parte de su vida a simular situaciones problemáticas a las que deben encontrar solución. Puede parecer algo trivial, pero no lo es en absoluto.
Quizás tarden más en madurar (a lo mejor porque juegan más). Es posible, porque antes asumíamos responsabilidades a edades más tempranas. Pero también es posible que estén mejor pertrechados para la vida, porque han dispuesto de más tiempo para moldear sus conexiones neuronales, para reforzar las vías más utilizadas, en definitiva, para adaptarse mejor a las exigencias de un mundo mucho más incierto que el que conocimos nosotros.
Quizás la clave, a este respecto, la dé Jesús Zamora Bonilla:
Si le tengo que buscar un pero a lo que veo ahora es que los chicos, en comparación con las chicas, son, en general, más obtusos. Tienen menos determinación. Les gustan más los deportes. Sí ya sé que tengo fijación con esto, pero es lo que hay. Se forman menos que las chicas y tienen menos amor por la cultura. Es el fenómeno al que me referí en esta anotación sobre las subculturas masculina y femenina.
Con lo dicho hasta aquí no quiero implicar que ahora se les instruya bien, que sepan las matemáticas debidas, que escriban con corrección, que su profesorado sea excelente, que salgan perfectamente preparados para desarrollar una vida autónoma como ciudadanos responsables, que la sociedad funcione a las mil maravillas. Nada de eso sería cierto. Como tampoco lo es que esas cosas hoy estén peor que hace 18, 36 o 54 años. Esta es la clave.
En todo caso, no es fácil (quizás tampoco posible) hacer esas comparaciones. El mundo no solo es diferente y raro. Hace 36 años iba a la universidad el 20% de cada generación y la mayoría eran chicos. Yo entré en 1977, y creo que formaba parte del 15% del grupo de edad de quienes íbamos a la universidad entonces. Probablemente pertenecía a ese 5% de los chicos y chicas de mi generación que, aunque crecimos en familias pobres de verdad -de la periferia del extrarradio-, tuvimos la fortuna de poder acceder a estudios universitarios. Ahora van aproximadamente la mitad, hay más chicas que chicos, y aunque sigue habiendo diferencias sociales en el acceso a los estudios superiores, la subida del 15% (en 1977) al 50% (actual) en el porcentaje de cada generación que entra en la universidad (además de otro 15%, al menos, a Formación Profesional) se ha producido gracias a la incorporación masiva de hijos e hijas de familias de extracción social más baja que la que lo hacía hace 36 o 54 años.
No estoy seguro de que valoremos en sus justos términos lo que significa que las universidades, en su conjunto, incorporasen esas masas estudiantiles y que lo hiciesen prácticamente en una o dos décadas (entre el 1980 y el 2000). Tampoco estoy seguro de que hayamos sabido valorar en su justa medida las consecuencias sociales y económicas de la transformación que eso provocó en la sociedad española. Ni lo estoy de que parte de las quejas que se hacen ahora no obedezcan, en realidad, a una cierta añoranza de un tiempo en el que solo unos pocos tenían el privilegio de acceder a estudios superiores. [Ya está; lo dije.]
Mi visión, como las demás, es sesgada, seguro, pero puestos a elegir, me quedo con mis sesgos.
Hablando de sesgos, Iban Zaldua dice que
Creo que tiene razón.
Y Javier Armentia, que
“Neorrancios” se publicó como respuesta a un cierto movimiento provocado por Feria, el libro de la periodista Ana Iris Simón, y el discurso que la misma Simón pronunció en la Moncloa ante el presidente del Gobierno y otras personalidades. Con la expresión “neorrancios” se pretende denominar a quienes hacen de la nostalgia un argumento político, por lo general reaccionario, se ubiquen ideológicamente en la derecha o en la izquierda, porque haberlos los hay en ambos lados. O en más.
En el asunto que me ocupa hay, sin duda, “neorrancios”, críticos que añoran tiempos de los que no podríamos decir que fuesen mejores, y que echan de menos valores de esos tiempos, precisamente. Algunas de las críticas al sistema educativo que me he permitido hacer en alguna ocasión (no estoy en absoluto libre de mácula, por supuesto) lo han sido de ese cariz. Pero también hay quienes no quieren volver a la educación del pasado ni, tampoco, renunciar a la crítica, porque piensan que ciertas capacidades básicas se han deteriorado y que su valor debe ser recuperado.
No es fácil delimitar hasta donde debe llegar la crítica de lo que hay, con referencia a lo que hemos conocido. No es fácil discernir qué ha de ser lo que debe salvaguardarse por encima del resto de cosas. No es fácil determinar cuáles son los bienes que han de ser preservados. Y por esa razón, conviene no ser demasiado categórico al hacer afirmaciones en este terreno. En lo que a mí toca, no soy partidario, como he expuesto aquí, de sacralizar el pasado. Pero tampoco lo soy, como ya dije en otra ocasión también, de elevar las innovaciones al altar de la pedagogía. Me adhiero con (moderado) entusiasmo a la idea de que sí, debe innovarse en educación, pero debe hacerse a partir de lo que la experiencia nos enseña. Hay que recurrir a las pruebas, a eso que también llaman evidencias.
Hace dos años publiqué en el Cuaderno de Cultura Científica una de mis reseñas en 600 palabras sobre artículos científicos que me han llamado la atención. Se titulaba “El efecto hoy en día”. Unos días después, The Conversation la adaptó y le mejoró el titulo: “Los jóvenes de hoy en día siempre han sido peores que los de antes”. Ambos comenzaban con una cita atribuida a Sócrates: “Ahora los chicos aman el lujo. Tienen malas maneras, desprecian la autoridad; no respetan a los mayores y prefieren la cháchara al ejercicio”. Lean cualquiera de las versiones; creo que merece la pena.
Es muy posible que esa tendencia a infravalorar la educación actual, tomando como referencia la que recibimos nosotros, o la que creemos haber recibido, además de ser una muestra de esta actitud nostálgica neorrancia que ha salido antes a relucir, pueda tratarse del mismo fenómeno, en lo esencial, que el que refleja la cita atribuida a Sócrates y que, por lo tanto, tenga su origen en los mismos sesgos. Y es que la tendencia a idealizar el pasado es demasiado poderosa.
Estrambote: Para despedirnos, quizás convenga acudir a los grandes filósofos de nuestro tiempo, como bien han recordado en tuiter Wicho y Teresa Valdés-Solís.
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