Las recetas que más me gustan son las más tradicionales, esas elaboraciones depuradas, mejoradas como consecuencia de una secuencia de cambios mínimos en muchas cocinas que se transmiten de generación en generación. Son cambios compartidos mediante aprendizaje social -el “boca a oído” de toda la vida- y, lo que es más importante, sometidos a un estricto proceso de selección, tan intenso como puede serlo la selección natural que impulsa la aparición y desaparición de linajes en el mundo vivo. Hablo de preparaciones tales como la tortilla de patata, la salsa vizcaína, los chipirones en su tinta, la merluza en salsa verde, la menestra de verduras y tantas otras recetas de nuestro patrimonio culinario. Son elaboraciones excelsas, fruto de una depurada evolución cultural, para las que, francamente, prefiero no arriesgar.

Con la educación pasa algo parecido. En educación la innovación se suele esgrimir con propósitos publicitarios por considerarse un elemento atractivo para un centro y, en buena lógica, un factor a tener en cuenta por los padres y madres que han de decidir dónde estudiarán sus retoños. Sin embargo, en el mundo occidental se han hecho experimentos educativos que luego no se han abandonado o sustituido por prácticas consolidadas -quizás no excelentes-, pero de eficacia conocida, aunque hayan resultado fallidos o sus resultados hayan sido dudosos. Esa es la razón por la que está ganando impulso ahí fuera, en los márgenes del sistema, un movimiento que se ha dado en llamar “educación basada en la evidencia” o más propiamente, a mi juicio, “basada en las pruebas”.

La Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU fue pionera en el impulso a la difusión social y también -y en especial-, al mundo educativo, de esa aproximación al análisis de la educación y de sus buenas o no tan buenas prácticas. En marzo de 2017, bajo la dirección de la profesora Marta Ferrero, empezamos a programar un seminario que, denominado “Las pruebas de la educación”, ha ido celebrándose, con diferentes protagonistas, en las tres capitales de la Comunidad Autónoma Vasca. A la Cátedra, pronto se sumó el Consejo Escolar de Euskadi para apoyar la iniciativa en nuestra comunidad. Y algo más tarde, la Fundación Promaestro también se asoció con nosotros para llevar los seminarios a otras localidades del estado español. La última entidad en sumarse a la iniciativa ha sido la Fundación La Caixa, a través de EduCaixa. Otros organismos han puesto en marcha iniciativas en la misma dirección.

Cuando me muestro escéptico con las innovaciones educativas se me suele criticar tachándome de inmovilista y se me dice, en tono de reproche, que sin innovación no hay mejora. Reconozco la parte de razón que tienen las críticas, aunque, lógicamente, no carecen de respuesta. Pero no sé si somos conscientes de que eso que se propone y se practica para la educación, nunca se aceptaría para la salud, por ejemplo. ¿Aceptaríamos una vacuna que, además de no ser demasiado eficaz, tuviese efectos adversos? Pues eso que no aceptaríamos para un medicamento, lo damos por bueno, sin pestañear, cuando de prácticas educativas se trata.

Es verdad, no es fácil contar con pruebas a favor o en contra de una práctica educativa innovadora. Pero, aunque no sea fácil conseguir las pruebas y aunque pueda resultar sorprendente, cada vez hay más prácticas de las que sabemos que no funcionan y de las que sabemos que sí.

Cocina y educación son ámbitos en los que no nos costaría demasiado ponernos de acuerdo en algunas cosas básicas con respecto a este asunto. Podemos acordar sin mayor dificultad en qué consiste una innovación y también debería ser fácil identificar los criterios adecuados para considerar que una innovación es, o no, conveniente. Creo que esa posibilidad es extensible a un buen número de actividades sociales, comerciales, industriales o de otros ámbitos. Pero me temo que no son pocas las esferas en que esos acuerdos no son nada fáciles y en las que se abusa, sin misericordia, de la etiqueta de la “innovación”. Eso, no obstante, sería una cuestión menor si no fuera porque su sigla, la famosa “i”, se enmarca en un polinomio que mueve importantes volúmenes de recursos económicos.