Lawfare: instrumentalización política de la Justicia
Consideramos normales cosas que no deberían serlo. Es más, de tan normales como han llegado a ser, ni siquiera reparamos en ellas. He aquí un ejemplo. Algunos episodios ocurridos estas semanas en relación con los acuerdos firmados por el PSOE con ERC y Junts para acordar la investidura de Pedro Sánchez deberían haber sido motivo de escándalo y, sin embargo, no lo han sido. Utilizo la palabra escándalo aquí según la segunda acepción del Diccionario de la Real Academia, esto es, como «hecho o dicho considerados inmorales o condenables y que causan indignación y gran impacto públicos».
Uno de los argumentos utilizados por quienes se oponen a la amnistía a los procesados por el procés (que raro suena eso de procesados por el proceso, pido perdón) es que la amnistía no cabe en la Constitución (ya manifesté aquí mi ignorancia y mis dudas al respecto). Se insiste con vehemencia en ello. Sin embargo, no dejo de pensar que si, en efecto, es así, esa supuesta inconstitucionalidad no debería ser motivo de pronunciamientos. ¿Para qué está, si no, el Tribunal Constitucional ante el que, a su debido tiempo, se podrán presentar los recursos correspondientes? ¿No fallará este tribunal de acuerdo con el mejor saber y entender de sus miembros? ¿A qué viene tal algarabía?
Las anteriores son preguntas retóricas, por supuesto. Quienes se pronuncian con enojo sobre la constitucionalidad de la amnistía ahora, dan por hecho que el Constitucional aprobará lo esencial del contenido de la ley, dado que en su configuración actual tiene mayoría el sector denominado progresista, entendida esa palabra en este contexto como “de izquierda o afín al PSOE”. Y es que se considera normal que el alto tribunal actúe en consonancia con los intereses de alguna de las dos grandes familias políticas, porque con ese interés han sido nombrados sus integrantes. Pues bien, esto, que debería ser motivo de escándalo, no lo es.
En el acuerdo suscrito por PSOE y Junts se menciona el lawfare y se plantea la posibilidad de que, de haberse producido, su práctica sea objeto de investigación parlamentaria. Esa palabra inglesa, lawfare, se utiliza para referirse a la instrumentalización de la Justicia para obtener réditos políticos o, si se prefiere, a la judicialización de la política. Y ha resultado ser motivo de escándalo –entendida esta vez la palabra, según la primera acepción en el Diccionario de la RAE, como «alboroto, tumulto, ruido»–, sobre todo en el mundo judicial, por considerar tal posibilidad un atentado a la separación de poderes.
Lo curioso es que ese escándalo (primera acepción) se produzca justo después de que el juez García Castellón impute a Puigdemont y Rovira por terrorismo en relación con los sucesos del Tsunami democratic. El juez de la Audiencia Nacional difícilmente podía haber sido más inoportuno, pero lo cierto es que no son tan pocos los casos en que la Justicia ha actuado al servicio de objetivos políticos, aunque hasta ahora, que yo sepa, no ha habido pronunciamientos semejantes por parte del mundo de la judicatura. De nuevo, el escándalo (segunda acepción) no es que se haga referencia al lawfare en el acuerdo, sino que antes no se haya denunciado su práctica ni se hayan tomado medidas para atajarla.
En teoría, en España hay separación de poderes; en la realidad, sin embargo, esa separación deja mucho que desear. Entre el ejecutivo y el legislativo, de haberla, es una separación muy difusa. A los parlamentarios los elige el pueblo, sí, pero los candidatos han sido previamente seleccionados y ordenados en listas por un sanedrín que actúa al dictado de la autoridad máxima de su partido, que es quien más adelante, llegado el caso, presidirá el ejecutivo.
Eso no tendría por qué ser así. En el Reino Unido, por ejemplo, los parlamentarios dan cuenta ante los electores de su actuación, no ante el Primer Ministro. No es extraño, por ello, que el Gobierno de Su Majestad pierda votaciones en el Parlamento de vez en cuando y que tenga que negociar incluso con sus propios parlamentarios. Esto es impensable aquí.
Y por supuesto, tampoco hay separación real entre el poder legislativo (y, por tanto, el ejecutivo) y el judicial. Que en España se hable con naturalidad –y los propios protagonistas acepten tal adscripción– de vocales progresistas y vocales conservadores del Consejo General del Poder Judicial debería ser, eso sí, motivo de escándalo (segunda acepción). Como debería serlo que se utilice el mismo lenguaje para referirse a los miembros del Tribunal Constitucional y se dé por supuesto cómo actuarán estos ante los recursos que se le presentan cuando se trata de materias de alto voltaje político.
La política es, cada vez más, una actividad tribal (en el peor sentido de la palabra). Por eso, es muy difícil pronunciarse con un mínimo de objetividad. Las opiniones no se basan, casi nunca, en consideraciones mínimamente objetivas, en valoraciones ponderadas de los hechos, sino que dependen de las adscripciones tribales. Es tragicómico, sí. Por eso se desgañitan unos acusando a los otros de algo que, a no dudar, podría ocurrir en sentidos opuestos sin ninguna dificultad. Por eso es escándalo aquello que conviene a los intereses tribales de quien lo denuncia como tal. Y deja de serlo en caso contrario.
P.S.: No se desgañiten en las redes sociales; prácticamente nadie es susceptible de convencerse de algo de lo que no esté convencido ya. Sólo se hacen mala sangre.
Nota: Una versión previa de esta anotación se publicó ayer miércoles en los diarios vascos del grupo Vocento con el título Motivos de escándalo.
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