Verano de 2010

Hace ahora trece años, los alpinistas Alberto Iñurrategi, Juan Vallejo y Mikel Zabalza protagonizaron una ascensión y posterior travesía por las cimas del Broad Peak, que culminó Iñurrategui el domingo 18 de julio haciendo cumbre en la principal a 8.047 m de altitud. El Broad Peak es la duodécima montaña más alta del mundo y forma parte del macizo de los Gasherbrum, cordillera del Karakorum, en la frontera entre la China y Paquistán.

En el campo base –situado en la morrena central de un glaciar que se encuentra a casi 5.000 m de altura– se encontraban, entre otros, los miembros de una expedición catalana. Estos, antes de atacar la cumbre y como es habitual, ascendieron hasta un punto situado a 7.000 m de altitud donde instalaron una tienda con víveres y materiales; a continuación regresaron al campo base. Días después volvieron a ascender hasta el lugar en que habían plantado la tienda con los víveres, pero al llegar comprobaron, estupefactos, que estaba rota, cosida a picotazos; muchos alimentos habían desaparecido, y lo que quedaba se hallaba disperso por una zona amplia alrededor de la tienda. Los responsables habían sido unos córvidos que frecuentan las zonas altas y que acompañan con frecuencia a las expediciones que atraviesan el Karakorum.

Todo eso me lo contó, dos o tres años después de aquel episodio, Ander Izagirre, reportero omnicurioso, viajero incansable, ciclista y autor de varios libros entre los que se encuentra La vuelta al país de Elkano, al que dediqué una reseña hace poco aquí.

Ander, que formaba parte como periodista de la expedición vasca, me envió unas fotos con los pajarracos en cuestión; tenía curiosidad por saber a qué especie pertenecían. Eran chovas piquigualdas (Pyrrhocorax graculus), córvidos –de plumaje negro y pico amarillo– que se distribuyen desde las cordilleras del noroeste de África, norte de la Península Ibérica, sur de Europa y el Cáucaso, hasta los Himalayas. Es una de las pocas aves que anidan en las zonas altas de esas cordilleras y, seguramente, la especie que anida en los lugares más altos del planeta. La historia de esas chovas es una de las treinta y nueve que incluí en Animales ejemplares, libro de cuyo texto soy autor, que salió publicado en noviembre de 2020.

Invierno de 1967

El día de reyes de 1967 me regalaron un libro. Aparte de la enciclopedia Álvarez, con la que estudié toda la enseñanza primaria, ese fue el primer libro que tuve. Pertenecía a la colección Historias Selección, de la editorial Bruguera. Su título era Ricardo Corazón de León.

Con ese libro me aficioné a leer.

Los libros de aquella colección incluían cada dos páginas unas viñetas en las que se ilustraban los hechos más representativos de cada capítulo. Con Ricardo Corazón de León tuve conocimiento de la existencia de ese rey y de la dinastía a la que pertenecía, la de los Plantagenet. Se abrió así ante mí un mundo nuevo y apasionante.

Plantagenet fue el sobrenombre que se le dio a la dinastía fundada en 1127 en el condado de Anjou. Godofredo V de Anjou matrimonió con Matilde, hija única de Enrique I de Inglaterra. Godofredo usaba como cimera en su escudo de armas una rama de retama (genista en latín medieval y genest en francés antiguo); por eso se le dio el apodo «Planta Genest» y, de ahí, «Plantagenet».

Años después de la muerte de Enrique I, el hijo de Godofredo y Matilde –nieto, por tanto, del anterior y también llamado Enrique–, que había heredado dos años antes el condado de Anjou, fue coronado en 1153 –no sin larga disputa dinástica de por medio– rey de Inglaterra como Enrique II. Este casó con Leonor de Aquitania, quien hasta poco antes había sido consorte de Luis VII de Francia. Aquel matrimonio fue convenientemente anulado porque Leonor y Luis estaban emparentados en cuarto grado.

En el año 506 la Iglesia de Occidente, en un concilio celebrado en la localidad de Agda, actual Francia, tomó una decisión de profundas consecuencias. Con el fin de acabar con el incesto, prohibió el matrimonio entre primos, y más adelante adoptó una serie de normas que ampliaron la prohibición de casamiento entre miembros de una misma familia. A comienzos del segundo milenio, la prohibición alcanzó a los primos en sexto grado.

Más adelante verá, querida lectora, querido lector, que esa decisión de la Iglesia de Roma es relevante a los efectos de esta historia. Pero además de a esos efectos, es muy posible que también lo haya sido en lo que al destino de Europa y Occidente se refiere. De acuerdo con el antropólogo Joseph Henrich, las normas emanadas de las decisiones tomadas en el concilio de Agda, al socavar una estructura social basada en relaciones de parentesco fuerte, propiciaron la emergencia de formas de cooperación basadas en la confianza entre personas no relacionadas entre sí. También favorecieron el desarrollo de la que se conoce como cultura de la dignidad, en tanto que alternativa a las culturas del honor, tan extendidas aún hoy por amplias zonas del planeta. Y moldearon una psicología que promovió el individualismo, el pensamiento analítico y, en última instancia, la mismísima ciencia. Si está usted interesado en este tema, le recomiendo encarecidamente la lectura de Las personas más raras del mundo, el libraco –entiéndase el palabro en el sentido opuesto al oficial– en el que Joseph Henrich desarrolla su tesis in extenso.

Pero volvamos a nuestra historia. Leonor de Aquitania fue un personaje fascinante. Era una mujer culta, dueña de su destino y libre (todo lo libre que podía ser en la Edad Media europea, por supuesto), tanto en sus ambiciones como en sus afectos. Era además, muy poderosa. Su esposo, Enrique II, no le iba a la zaga; su conflicto con Thomas Becket, arzobispo de Canterbury se saldó con el asesinato de este –inducido por aquel– y su posterior elevación a los altares como santo y mártir.

El caso es que el matrimonio agrupó bajo su égida el conocido como «Imperio Angevino», porque a los dominios de Enrique –Inglaterra, Anjou y Normandía– se unió el Ducado de Aquitania, que se extendía desde el río Loira hasta los Pirineos, un territorio más extenso que el que se encontraba bajo el dominio directo de su primer marido, el rey francés.

Ricardo I, Corazón de León de sobrenombre –y culpable de que 750 años más tarde este que les escribe se aficionase a leer–, heredó el Imperio Angevino. Este Ricardo es, por cierto, el personaje que aparece en Robin de los bosques –el segundo libro de la colección Historias Selección que cayó en mis manos– y que fue brevemente interpretado por Sean Connery en la película que se estrenó en 1991 con el infame título de Robin Hood: príncipe de los ladrones.

Ricardo había sido el favorito de su madre. Era un tipo pendenciero, a quien interesaban más los combates que el gobierno de sus dominios. Se había alzado en armas, junto a dos de sus hermanos y con el apoyo de Leonor, su madre, contra su padre; tenía una buena razón: Enrique II se había hecho amante de Adela de Francia, hija de Luis VII y prometida hasta entonces de Ricardo.

Más adelante se casó con Berenguela, hija de Sancho VI de Navarra y Sancha de Castilla, aunque hay dudas acerca de si el matrimonio llegó a consumarse o no. Algunos de sus biógrafos aluden a su condición homosexual para explicar esa posible ausencia de sexo entre ambos cónyuges, aunque parece ser que se le conoció, al menos, un hijo habido fuera del matrimonio.

Ricardo guerreó en la III Cruzada, aunque con escaso éxito. El kurdo Saladino, sultán de Siria y Egipto, mantuvo el control de Jerusalén, que había arrebatado antes a los cristianos tras la batalla de Hattin. De regreso a Inglaterra fue apresado por Leopoldo V, Duque de Austria, quien lo mantuvo preso hasta que se pagó un cuantioso rescate por su liberación. Fue su madre, Leonor de Aquitania, la que se encargó de reunir la fortuna que hubo de pagar para que liberasen a su hijo.

Tras la muerte de Ricardo, heredó el trono su hermano menor Juan, apodado Sin Tierra. Este acabó perdiendo parte de sus dominios frente al rey francés, además de verse obligado a ceder a la nobleza inglesa algunos de sus poderes, al suscribir la Carta Magna en 1215.

Vuelvo ahora con la madre de ambos, Leonor de Aquitania, una mujer de armas tomar. No solo participó en la Segunda Cruzada en contra de los deseos de su marido el rey. En 1200, cuando casi era octogenaria y vivía retirada en la Abadía de Fontevrault, viajó a Castilla para escoger personalmente de entre sus nietas, las infantas de Castilla –hijas de Leonor Plantagenet y de Alfonso VIII de Castilla–, a la futura esposa de quien sería Luis VIII de Francia. Leonor Plantagenet era, por tanto, hermana de Ricardo Corazón de León y de Juan Sin Tierra. Alfonso VIII fue el rey que venció en la batalla de las Navas de Tolosa. Leonor de Aquitania escogió a Blanca.

Verano de 2023

El día de San Juan Bautista (santo patrono de la parroquia de mi pueblo) de este mismo año, Ander me envió otro mensaje, este con un enlace a un artículo publicado en el diario El País (y que se puede leer en esta crónica publicada un mes antes en salamanca24h.com). En él se cuenta la historia de Berenguela I de Castilla (1180-1246) quien era reina consorte del Reino de León por ser la esposa de Alfonso IX. Si ha seguido con atención y no se ha perdido en la intrincada selva genealógica por la que he tratado de orientarle, se habrá percatado ya de que Berenguela era hermana de Blanca, una de las nietas de Leonor de Aquitania.

La de Berenguela es una historia triste, porque, tras siete años de matrimonio y cinco hijos en común, el papa Inocencio III anuló el enlace. El motivo que esgrimió fue que los esposos eran parientes en tercer grado (otra vez el Concilio de Agda). Lo más sorprendente es que la anulación del matrimonio se produjese tan tarde, cuando ya habían tenido cinco hijos, dado que el parentesco entre los esposos era, lógicamente, conocido. A mí me da la impresión de que el papado utilizaba los preceptos contra la consanguinidad de los reyes en función de criterios de conveniencia u oportunidad, esto es, de intereses políticos. De otra forma no se entiende una anulación tan tardía.

Sea como fuere, la decisión papal fue un duro golpe para Berenguela, que se vio obligada a dejar a quien había sido su esposo bienamado y a volver con sus padres, Alfonso VIII y Leonor Plantagenet.

Y aquí viene la parte más jugosa de la historia. De acuerdo con los hallazgos de Charo García de Arriba y Miguel Ángel Martín Mas, la propia Berenguela, poco antes de morir, dejó escrita la historia de su vida en el convento de Santa Clara, en Salamanca, mi ciudad natal.

La escribió en el artesonado.

En el siglo XVIII las clarisas decidieron construir una nueva iglesia y ocultar entre una falsa bóveda y el tejado del convento la techumbre cuyo friso estaba decorado con leones, pájaros, castillos y blasones. Hace cincuenta años, durante unas obras, se descubrió lo tapado. Hasta ahora se creía que las familias más importantes de la ciudad habían pintado allí alrededor de ciento cincuenta emblemas y escudos heráldicos. Esa creencia se mantuvo hasta que el biólogo y director de la Fundación Tormes-EB, Raúl de Tapia Martín, se percató de que el ave representada varias veces en el artesonado, una chova piquirroja, no era propia del área de Salamanca, sino de zonas montañosas de la península Ibérica y de los acantilados de las islas Británicas.

García de Arriba y Martín Mas se dieron cuenta de que la chova piquirroja había sido el emblema del arzobispo Tomás de Canterbury. Al parecer, tras su asesinato, el rey Enrique II se arrepintió y se propuso fomentar la devoción al santo, tarea que encomendó a sus hijas y nietas allí donde reinasen. Y como hemos visto, reinaron por buena parte de Europa.

Según una leyenda, tras el homicidio del obispo, unos cuervos entraron en la catedral y, al posarse sobre el cadáver, se mancharon su pico y sus patas de sangre; se convirtieron así en córvidos de pico y patas rojas. Por ello, en el escudo de Canterbury hay tres chovas piquirrojas sobre un campo de plata y por encima de ellas el león de oro de los Plantagenet sobre un campo de gules.

Las chovas fueron la pista que condujo a García de Arriba y Martín Mas a descubrir que el artesonado no contenía blasones aislados de nobles salmantinos, sino que todo el conjunto contaba una historia, la de la reina Berenguela.

El artesonado narra su historia desde 1204, año en que se anuló su matrimonio con Alfonso IX, hasta 1245, el anterior a su fallecimiento. La propia reina habría ido a Salamanca al final de su vida para dejar reflejada su historia y reivindicar su puesto como reina de León, Señora de Salamanca y, sobre todo, esposa de Alfonso IX y madre de Fernando III el Santo.

Semana de Pascua de 2005

Aprovechando una visita al pueblo natal de mi madre, Vega de Tirados, provincia de Salamanca, con motivo de la celebración de sus fiestas patronales el día de la Virgen de Aguas (lunes siguiente a la Semana de Pascua), fui invitado por Francisco Espinosa Barro (creo recordar que este era su nombre) a visitar la sede de la Fundación Tormes. Espinosa Barro es un salmantino que se había instalado años atrás en Bizkaia y que había decidido recuperar una gravera degradada del Tormes dedicando a ello una parte de sus recursos. La gravera y la fundación están muy cerca de Vega de Tirados, donde he pasado días muy felices y de donde, en su día, tomé algunas historias para incluir en Animales ejemplares.

Ander Izagirre, el Broad Peak, las chovas –piquirrojas y piquigualdas–, la Fundación Tormes, Animales ejemplares, Vega de Tirados, la casa de Plantagenet y un servidor trenzamos así una verdadera rete mirabile, una red maravillosa, un laberinto de conocimiento. Espero que hayan sabido orientarse en su interior, porque la red de historias lo merece.