Cuando, en julio, el Partido Conservador británico puso en marcha el proceso para elegir a quien habría de suceder a Boris Johnson al frente del partido y del país, se plantó la semilla que acabaría conduciendo al desenlace tragicómico al que hemos asistido este mes de octubre.

No fueron pocos quienes se postularon para el cargo. Por eso, los parlamentarios tories hubieron de votar en rondas sucesivas, de manera que se iba descartando el candidato o candidata que menos votos obtenía en cada ronda. Conforme avanzaba la secuencia de votaciones, los más votados eran, por este orden, Rishi Sunak, y Penny Mordaunt. Las apuestas, sin embargo, se inclinaban por Penny Mordaunt. Hasta que, cuando solo quedaban cuatro candidatos (Kemy Badenoch y los tres ya citados) las apuestas empezaron a favorecer a Liz Truss en perjuicio de Mordaunt, que perdió casi todas sus posibilidades. Curiosamente, Sunak seguía siendo el más votado por los parlamentarios. En el Reino Unido los apostadores hilan fino. No solo tenían en cuenta las preferencias de aquellos, sino que también ponderaban las de las bases tories, que eran las que, en última instancia, elegirían entre los dos que quedasen seleccionados.

En la última ronda de votaciones entre parlamentarios, Sunak obtuvo 137 votos y Truss, 113. La diferencia no era excesiva, pero Sunak era el preferido.

Las bases del partido, sin embargo votaron a favor de Truss (57,4%), frente a Sunak (42,6%), aunque con una diferencia muy pequeña, peligrosamente pequeña, e inferior a la que se esperaba. Dado que Truss se presentó con un proyecto que es el que, ya en el gobierno, quiso llevar a la práctica, las bases apoyaban ese proyecto y, seguramente, así lo interpretó ella.

El problema es que una cosa son las bases y otra, el electorado. Las bases apoyaban un proyecto, sí, pero quienes se juegan su reelección, cuando llegue el momento, son los parlamentarios. Conviene recordar que a los miembros del parlamento los eligen en circunscripciones unipersonales. Por lo tanto, han de dar cuenta a su electorado, en su distrito, de lo que hacen y de la acción del gobierno al que apoyan, y eso hace que la responsabilidad de sus decisiones recaiga directamente sobre ellos. No es el partido el responsable de lo que ocurre, son los electos.

Como suele ocurrir en otros casos, el electorado conservador no tiene el mismo perfil ideológico, social y económico que las bases del partido. Las bases conservadoras se nutren, principalmente, de personas de clase social media o alta, que gozan de buena posición económica y para quienes las medidas que proponía Truss no eran perjudiciales o, incluso, eran beneficiosas.

Una parte importante del electorado conservador, sin embargo, lo forma gente de extracción social más baja. Al electorado no le convencen las medidas de política económica de Liz Truss y los parlamentarios lo saben, por lo que no están por la labor de apoyar políticas impopulares entre su propio electorado. La conclusión es que, si ya de entrada eran más los que hubiesen preferido a Sunak, una vez se anunciaron las medidas del nuevo gobierno y se supo que las promesas de Truss iban muy en serio, los parlamentarios entraron en pánico, exigieron el cambio de rumbo, al principio, y la dimisión de la recién elegida, después. Hasta que lo han conseguido.

Sometido a la tensión inherente a la elección incierta de un nuevo líder fuera de los cauces habituales, un partido que debería, por vocación y resultados electorales, proporcionar estabilidad, ha generado desde su interior una inestabilidad sin precedentes apenas. En tiempos turbulentos, incluso los sistemas más refinados y contrastados del mundo, se vuelven inestables y difíciles de gobernar.

Todo esto no quiere decir que en la caída de Liz Truss no hayan influido los mercados. Por supuesto que lo han hecho, porque el presupuesto que presentó la premier caída abocaba al país a un déficit pavoroso (ya hoy representa el 8% del PIB) con consecuencias gravísimas en términos de credibilidad y solvencia financiera del Tesoro. Pero antes de llegar a ese punto, se habían dado unos pasos decisivos de cuyas implicaciones no se suele hablar. Porque la actuación de los miembros del parlamento, y de la propia primera ministra no se explicaría fácilmente en un país con un sistema electoral diferente y otro procedimiento para elegir líderes fuera de los cauces normales. Y esas actuaciones han sido determinantes en este proceso.

Un sistema en el que los representantes del pueblo son elegidos de forma directa por el electorado funciona de forma diferente. El partido manda menos y los parlamentarios mandan más, que es otra forma de decir que el electorado manda más. En el Reino Unido los miembros del Parlamento saben que la responsabilidad de sus decisiones recae sobre ellos de forma directa y esto tiene unas consecuencias muy serias, como se ha visto.

Los principios ideológicos necesitan pasar el filtro de la realidad social y política del país a la hora de llevarlos a la práctica. Truss y su ministro de economía han ignorado el principio de realidad. Pensaron que el apoyo de las bases a su programa era aval suficiente para llevar adelante sus propuestas. Han pecado de coherencia, esa estúpida coherencia que es, según Ralph Waldo Emerson, «el duendecillo de las pequeñas mentes, adorado por pequeños estadistas, filósofos y divinos».

Emerson quería decir que solo las personas de bajo nivel se niegan a repensar sus creencias. No puedo estar más de acuerdo. La coherencia es un principio sobrevalorado, y lo es más aún en política, ámbito en el que la flexibilidad y la posibilidad de llegar a acuerdos es importantísima. Truss no revisó sus creencias a la luz de la realidad, no las filtró por ese tamiz y el resultado es el que acabamos de presenciar. Ella ha sido la pequeña estadista, una de esas mentes pequeñas que adoran la coherencia. Es una enseñanza que cabría aplicar a otros “procesos” o proyectos políticos.