En tiempos, cuando tocaba la despedida, lo normal era despacharla con un “su seguro servidor”, “Dios guarde a usted muchos años”, “suyo afectísimo” u otra expresión del estilo. Cuando yo era joven se estilaban fórmulas más asépticas, como “atentamente”, “saludos cordiales” o “un cordial saludo”, si la relación era estrictamente profesional. Si se trataba de una relación algo más cercana, la fórmula se acomodaba a esa cercanía: “con mis mejores deseos”, “reciba un afectuoso saludo”, “un cariñoso saludo”, o equivalente. Las expresiones de afecto se reservaban para relaciones más próximas aún. Expresiones tales como “un abrazo” o “un fuerte abrazo”, eran más propias de personas a las que unía una buena amistad o, incluso, familiares cercanos también. El beso o los besos como fórmula de despedida estaban mucho más restringidos, tanto en virtud de la proximidad de quienes los enviaban y recibían, como del sexo de esas personas.

El tiempo no ha pasado en balde tampoco en estas cosas. Y lo ha hecho en una dirección bien definida. Al encontrarnos o despedirnos somos ahora más calurosos, más afectuosos. Nos despedimos con abrazos fuertes o calurosos. También con besos. Es cierto que las expresiones de afecto en los mensajes han evolucionado a la par que lo hacían esas expresiones en las relaciones cara a cara. Ahora se dan más abrazos que antes, y los abrazos son más calurosos. También se dan más besos. Hay más contacto físico; seguramente porque se pierden (parte, al menos, de) las reservas que antes teníamos para llegar a tocar a otros o para que esos otros nos tocasen. Es algo que se percibe al observar en la calle el comportamiento de adolescentes y jóvenes: se saludan con contacto físico extenso. Abundan los abrazos.

La tendencia, sin embargo, a recurrir a fórmulas de saludo cada vez más caluroso o cariñoso, nos acaba llevando a expresiones un tanto estrambóticas. ¿Alguien se ha puesto a pensar qué es un abrazote? Me sugiere el abrazo de un animal muy grande, de un oso, por ejemplo, pero no el que te daría el osito Teddy, sino el que recibirías de uno que luego va a dejar la marca de sus garras en tu espalda, para empezar.

Mi correligionaria en Naukas Clara Grima utiliza una expresión que me gusta, por gráfica y por –para mí, al menos– inusual: “beso apretao”. Pero, ¿qué es un beso muy grande? ¿Puede un beso ser grande? ¿Puede ser pequeño? ¿O con el tamaño se quiere hacer referencia a la duración? En fin, la tendencia a la hipérbole afectiva nos puede conducir a fórmulas extravagantes con avaricia. Porque estas derivas funcionan de manera que las expresiones alimentan otras más efusivas aún, dando lugar a uno de esos círculos virtuosos (¿o será vicioso?) que acaban agotando el espacio que la lengua les tiene reservado. Cuando llegue, si llega, ese momento, habremos desprovisto de significado a las expresiones de afecto, me temo; las habremos hecho triviales, las habremos banalizado.

Algo de eso pasa con los emoticonos. Los hay para enviar abrazos, para mandar besos en diferentes formatos, y hasta para ruborizarse de la emoción. Pero ¿qué hay de sincero en muchos de ellos? Los emoticonos, en otra dimensión de los sentimientos, me recuerdan a la militancia del clic, esa que consiste en practicar un activismo de sobremesa a base de apretar el botón del ratón, la militancia que alimentan plataformas como change.org y similares, esa que nos sirve para tener la conciencia tranquila sin dedicar ni cuatro micromoles de ATP a sostenerla.

No pongo en duda la sinceridad con la que muchas personas los expresan, faltaría más, pero beso grande, abrazote, emoticono de rubor o de lo que se tercie, bien pueden ser también, para otras muchas personas, muestras de un afecto barato, fácil, de compromisos no tan heroicos. Como las causas de change.org.

Perdón; hoy he amanecido cascarrabias.