Una mañana de primavera paseando por la ribera de un río del oriente asturiano presenciamos una escena extraña, extraña y triste. En un prado cercado por una alambrada un hombre llevaba a rastras lo que, de lejos, parecía un cordero. Le seguía una oveja. Y un poco adelantado iba un pequeño rebaño con varias ovejas, un carnero y unos pocos corderos. Pensamos, al principio, que el pastor se llevaba al cordero, seguramente para sacrificarlo, aunque parecía muy pequeño.

El hombre, además del cordero que colgaba de su mano izquierda, llevaba un gancho metálico en su derecha. Cuando estaba a unos cien metros de donde nos encontrábamos -en el camino al borde del prado- recogió con el gancho algo que a esa distancia parecían restos de tejidos animales. Creí que serían parte de los intestinos del cordero, porque el pequeño animal parecía muerto. Quizás un zorro, un perro asilvestrado o algún otro depredador lo había atacado. La oveja no dejaba de balar y no se separaba del pastor. Éste se dirigió hacia nosotros. La oveja seguía a su lado y a unos metros, el resto del rebaño. Algunas ovejas balaban de vez en cuando; la que acompañaba al pastor lo hacía en todo momento.

Le pregunté por el cordero. Nos lo enseñó; estaba exangüe y con restos de sangre sobre la lana. Señaló dos pequeñas marcas en el cuello del animal. “Mirad las marcas: son de dentines; lo ha matado la gineta” nos dijo. “La oveja parió ayer por la tarde y la corderina -porque era hembra- quedó bien.” “Pero ha venido la gineta y mira…” Al referirse al parto nos enseñó el gancho; lo que llevaba colgando era la placenta, aunque él le dio un nombre que desconocíamos y que no recuerdo; la había expulsado la oveja durante la noche. Después siguió lamentándose: “Si las llevas al monte, el llobu, y si las dejas aquí, la gineta. Este es el segundo corderino en poco tiempo; hace unas semanas mató otro.” “Y total, ni se los come.”

Mientras, la oveja, sin separarse del cadáver del cordero, no dejaba de balar. Balaba y miraba al pastor, como si le interpelase; o nos miraba a nosotros, también como pidiéndonos una explicación o como si pudiésemos devolver la vida a su cría recién nacida. Nunca se me hubiera ocurrido, pero habría jurado que la mirada de la oveja mostraba una tristeza infinita.