Es posible que esta pregunta le resulte extraña. Quizás, incluso, le provoque rechazo. Es más, podría ocurrir que dejase de leer esta anotación en este preciso momento. Si no es el caso y sigue leyendo, quizás no le acabe pareciendo tan extraña.
Me referí a este mismo asunto ya en una anotación anterior. Retomo ahora la cuestión. Hace cerca de veinte años coincidí con el entonces consejero vasco de salud en el tribunal de una tesis doctoral. Tras la defensa compartimos mesa y tertulia. Por entonces se había producido un intenso debate social acerca de la conveniencia de vacunar a niños y niñas contra una modalidad de meningitis bacteriana. La vacuna era relativamente nueva y en aquellas semanas se habían producido casos de meningitis, algunos con desenlace fatal. Nunca había pensado en las implicaciones que tiene una decisión como la de incorporar una nueva vacuna en el calendario oficial. En palabras del consejero, la cuestión a dirimir tenía más aristas de las que se veían a simple vista.
Para los progenitores de las criaturas que podían ser vacunadas la cuestión no tenía arista ninguna, era completamente lisa: no había duda de que debían vacunarse. Para los responsables de salud, sin embargo, la cuestión no era tan sencilla. Si se decidía incluir la vacuna contra el meningococo (creo recordar que se trataba de un meningococo), había que decidir qué prestación se retiraba.
Esta es una cuestión para la que la primera respuesta de mucha gente y la tentación de mucha otra consiste en proponer un aumento de los recursos que se dedican a sanidad. Y la solución, para hacer eso posible, suele consistir en quitarlos de lo que a cada cual le parece más superfluo. Pero como a cada uno le parecen superfluas cosas diferentes y los recursos de que se dispone siempre son susceptibles de usos alternativos, esa es una de esas soluciones claras, factibles y equivocadas.
En la vida real, esto es, en los sistemas de salud reales, hay que tomar ese tipo de decisiones. Hay que decidir a qué fines alternativos se destinan los recursos, escasos por definición.
Este verano, durante un intervalo con baja incidencia de la covid19, Nacho López Goñi y un servidor quedamos en San Sebastián a celebrar la amistad. En la conversación Nacho me dijo “llegará un momento en que haya un número de muertos socialmente aceptable”, pero hasta entonces se irán tomando medidas para mantener la pandemia bajo control. Una expresión similar utilizó hace unos días en un informativo de televisión:
No lo había pensado antes en esos términos, pero enseguida me di cuenta de que cuando no se incorpora al calendario oficial una vacuna para una enfermedad potencialmente letal, el número de muertos que causa se convierte en socialmente aceptable. Y también de que en la aceptabilidad social de uno u otro número, pesan criterios de diferente tipo. Algunos, en primera instancia al menos, son económicos, aunque si rascamos un poco, esos criterios económicos pueden acabar traduciéndose –aunque no siempre lo hagan- en vidas humanas.
Conducimos por las autopistas a una velocidad máxima de 120 km/h y si atravesamos una vía urbana, no podemos pasar de 50 km/h. No siempre se respetan esos límites pero, incluso cuando se respetan, se producen accidentes, algunos mortales. Es más, si los límites fuesen inferiores, se producirían menos muertos. Y, llevando el argumento al extremo, si se suprimiera la circulación rodada, no habría accidentes de tráfico. El tráfico, además, contamina, y la contaminación atmosférica es responsable de un número de muertos no despreciable cada año. A pocos se nos ocurriría suprimir el tráfico rodado completamente, pero podría ser una opción a considerar.
Ahora bien, una medida tal, aparte de tener unas consecuencias devastadoras sobre la economía y alterar de forma radical nuestro modo de vida, acabaría teniendo efectos también en términos de mortalidad, solo que no serían fáciles de estimar. Por lo tanto, la noción del número de muertes socialmente aceptable se podría reformular como el mínimo número total de muertes –directas e indirectas- a que se podría aspirar bajo diferentes supuestos. Insisto, no obstante, en que no sería fácil de estimar.
El jueves de la semana pasada coincidí con Rafael Bengoa en un coloquio para un programa de televisión. Comentó que en España, al igual que en la mayor parte de los países occidentales, se ha optado por convivir con el virus, por contraste con lo que han hecho países de Oriente, como China, Corea, Australia o Nueva Zelanda, que han optado por cortar de raíz la pandemia desde muy pronto y con medidas muy drásticas pero de corta duración. Esos países han logrado una vuelta relativamente rápida a la normalidad y un mayor crecimiento económico. Dijo también que la decisión española de restricciones más livianas –sin confinamientos domiciliarios- implica, de hecho, que aceptamos que se produzcan 400 muertos diarios a causa de la pandemia. Pocas horas después reiteró el mismo mensaje en un acto público, tal y como han recogido varios medios (aquí, uno de ellos).
Seguramente no le falta razón. Pero como le comenté en el mismo coloquio, esos países orientales a los que alude tienen sistemas de prevención epidemiológica mucho mejor preparados que los europeos, porque se han visto expuestos a más epidemias peligrosas en los últimos años, varios de ellos son islas o equivalente a una isla (Corea del Sur), y China tiene la posibilidad de tratar a sus ciudadanos de una forma que difícilmente sería aceptable en Occidente. En definitiva, hay elementos que han facilitado la tarea en esos países y eso no debe perderse de vista a la hora de enjuiciar su éxito ni nuestro fracaso.
En España todos los años mueren miles de personas a causa de la gripe. Para el periodo que va de octubre de 2017 a septiembre de 2018, el Instituto Nacional de Estadística da una cifra de 1 961 muertes, mientras que el Centro Nacional de Epidemiología atribuye, a causas relacionadas con la gripe, alrededor de 15 000; se trata, además, de un periodo con un número muy alto de fallecimientos por esa causa. Este es un ejemplo claro de lo que consideramos, por esta causa al menos, números aceptables de muertes, aunque no lo planteemos en esos términos.
De hecho, aceptamos esas muertes. Son el equivalente a las ocurridas en accidentes de tráfico, que en España fueron alrededor de mil en 2019, un número bajísimo, porque diez años atrás fueron casi el doble, y seis veces más si nos retrotraemos a la década de los 90 del siglo pasado. Si se hubiese suprimido el tráfico rodado hace 30 años, se habrían salvado miles de vidas cada año, entre las mil de 2019 y las cerca de seis mil de primeros años de los noventa. A esas cifras habría que añadir las muertes por la contaminación provocada por el tráfico.
Con el tabaquismo ocurre algo semejante. Cada año mueren en España del orden de 50 000 personas debido al consumo de tabaco, alrededor de la mitad de ellas provocadas por cáncer de pulmón. Esas también son muertes socialmente aceptadas. Gran parte de ellas podrían evitarse si se prohibiera la venta de tabaco.
Pues bien, mutatis mutandi, en España podrían evitarse miles de muertes por gripe cada año. Es más, es posible que se eviten esta misma temporada otoño-invernal, porque podría ocurrir en el Hemisferio Norte lo mismo que en el Sur, donde la gripe llegó a desaparecer a causa de las medidas adoptadas para combatir la Covid19. ¿Sería eso razonable? ¿Estaríamos dispuestos a aceptar cierres y confinamientos masivos cada cierto tiempo para evitar esos dos mil (o quince mil) muertos? ¿Por qué no los aceptaríamos para salvar dos mil (o quince mil) vidas y sí lo haríamos para salvar cincuenta mil? ¿Es el número el criterio? ¿Debería ser, en vez de un número, un porcentaje de la población? ¿Dónde ponemos el límite? Y si el criterio es numérico ¿Por qué aceptamos los 50 000 que provoca el tabaco y no aceptamos los que puede provocar un virus? Al fin y al cabo, quizás es más fácil reducir drásticamente el consumo de tabaco que la circulación de un virus potencialmente letal.
No tengo respuestas para esas cuestiones.
En la esfera personal y si son las vidas de nuestros seres queridos las que están en juego ninguna de estas disquisiciones tiene mucho sentido, por supuesto. Pero estas y otras son las que debe hacer un responsable político, porque de ellas dependen las vidas y el bienestar de miles de personas.
Adenda:
Esta es una segunda versión, editada, de la original de este artículo. He decidido introducir dos modificaciones sustanciales y alguna otra observación de carácter menor.
Una de las modificaciones más importantes se refiere a la consideración de los efectos del tabaquismo como causa de muertes socialmente aceptadas. La he introducido a causa de una observación al respecto de Luís Pereda en Facebook.
La otra es la relativa a los datos de mortalidad por gripe, y la he introducido a causa de una interpelación de Ugo Mayor en tuiter. El tuit de Ugo es el siguiente:
Me pregunto porqué al comparar los fallecidos dejados por la COVID con los datos previos de gripe se usa (@microBIOblog @uhandrea) un "outlayer" basado en una estimación, y no los datos clínicos de gripe confirmados y disponibles online.
— Ugo Mayor (@Ugo_Mayor) November 16, 2020
La gráfica es de https://t.co/MsMSNv8IG2 pic.twitter.com/F5uSQHLLf7
A raiz de su comentario he optado por mencionar el carácter excepcionalmente malo de la mortalidad por gripe del periodo 2017-2018 y por dejar lo más clara posible la diferencia entre el carácter de los datos del INE y los del CNE. Y también he corregido las cifras de mortalidad por Covid19, para que reflejasen el dato actual, en vez del correspondiente a la primavera, que era el que había utilizado, de memoria, en la primera versión.
Agradezco a ambos, a Luís Pereda y a Ugo Mayor, sus observaciones.
2 Comentarios En "¿Qué número de muertes por #covid19 acabará aceptando nuestra sociedad?"