Dice Txani Rodríguez, en su columna dominical de esta semana que «más de uno se habrá sorprendido al enterarse ahora de que que, hasta el momento, los parlamentarios no podían utilizarlas». Se refiere a las lenguas co-oficiales en las comunidades autónomas. En efecto, es sorprendente que así fuese. Y también lo es que haya hecho falta un acuerdo para hacerlo posible porque una candidatura a la presidencia lo ha necesitado.
Hay quienes han reaccionado llevándose las manos a la cabeza por esta decisión. Es un escándalo, según muchos. A mi entender, el escándalo no es el acuerdo, tampoco que se utilicen las lenguas co-oficiales en el Congreso. El escándalo es, precisamente, que para esa mucha gente, eso sea un escándalo.
Se me ocurren, al menos, tres razones para que se puedan usar el catalán, el vasco, el gallego y, llegado el caso, el asturiano, en el Congreso de los diputados.
Si, de verdad, se acepta que todos los ciudadanos españoles –con independencia de que ellos mismos se consideren así– merecen el mismo respeto, a todos se debería ofrecer la posibilidad de que sus representantes utilicen la lengua en la que prefieren expresarse que, en muchos casos es, además, la lengua que sus votantes prefieren utilizar. Puede ser porque es su lengua materna o, sencillamente, con la que se sienten más cómodos. Eso da igual. Lo importante es que se trata de la lengua preferida por una parte del electorado y, en muchos casos, por sus representantes parlamentarios. El no permitirlo significa, en la práctica, que no a todos los ciudadanos españoles se les tiene el mismo respeto o consideración.
Quiero destacar que no estoy hablando de respeto a la lengua. Estoy hablando de hablantes, del respeto que merecen. Si no se tiene en consideración su opción lingüística se les trata, de hecho, como ciudadanos de segunda categoría.
Por otro lado, la lengua tiene un gran valor simbólico. Si una lengua alcanza todos los espacios de uso posibles, su estatus y prestigio social es más alto que si no se permite su uso en ellos. No es bueno que la lengua que hablan unos u otros ciudadanos, unas y otras ciudadanas, tenga menor consideración social y prestigio que la lengua común del estado. Porque ese menor prestigio y consideración se proyecta también hacia sus hablantes. Por tanto, quienes importan a esos efectos son también los hablantes.
Es cierto que todos somos capaces de entender y expresarnos en castellano. Pero eso no es razón para que se prescinda de las otras lenguas. De ser así, tampoco habría razones para su uso en los parlamentos autonómicos. La lógica a aplicar sería la misma. De hecho, esa misma lógica la vengo oyendo o leyendo desde hace décadas en mi comunidad.
El carácter oficial surte efectos diferentes y tienen poco que ver con lo que aquí defiendo, porque en el caso del Congreso a nadie se obliga a nada. Que deba traducirse en el parlamento español la intervención de ciertos representantes no perjudica a nadie y, sin embargo, permite que se iguale el estatus social y prestigio de todas las lenguas co-oficiales.
Hay razones de índole política también. Pueden gustar más o menos, pero son igualmente respetables. Parte del electorado –junto con sus representantes– no se consideran españoles y prefiere que la lengua que utilicen las personas que han elegido no sea la que es oficial en todo el territorio, sino la de la comunidad a la que pertenecen. Satisfacer el deseo de esas personas no conlleva perjuicio ninguno, por lo que no debería haber razón para impedirlo.
Hay quien sostiene que no deben mezclarse cultura y política. Aplicado al caso que nos ocupa, esto quiere decir que no deberían llevarse al terreno de la política asuntos de carácter lingüístico. Me temo que eso no es posible.
En este asunto hay elementos de carácter pre-político, como es el respeto con el que creo que deben ser tratadas las personas que optan por lenguas oficiales que no son el castellano. Pero esos elementos devienen políticos en el mismo momento en que deben dictarse normas que regulen la convivencia, en este caso la que se relaciona con (o afecta al) uso de diferentes lenguas. No es que no deban mezclarse unas cuestiones y otras, es que no pueden dejar de “mezclarse”; por eso hay política lingüística.
Y la “mancha” política es palmaria y totalmente imposible de obviar cuando en la ecuación entran los sentimientos de pertenencia.
Frente a eso se puede pasar por encima y hacer como que no existen diferentes sentimientos o que, si existen, que sean quienes los tengan diferentes de los de la mayoría quienes se fastidien y se aguanten. O se puede tratar de facilitar la convivencia. Puestos a elegir, creo que esta segunda opción no solo es mejor, per se; además, estoy convencido de que, a la larga, el resultado será mejor para todos.
No dramaticemos. Bastantes dramas nos da la vida como para hacer una tragedia de algo que no conlleva obligaciones. Además, como decía Txani Rodríguez en la columna citada antes: «ya tuvimos a Mariano Rajoy, quien tantos y tan buenos momentos parlamentarios nos ofreció. Siempre se los agradeceremos, aunque sigamos sin terminar de identificar la lengua en la que los articulaba».
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