El comediógrafo latino Plauto (254-184 a. E. C.), en Asinaria, escribió: «Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit» («Un hombre es más un lobo que un hombre para otro hombre, cuando éste aún no ha descubierto cómo es»). La sentencia de Plauto ha tenido un largo recorrido en la historia del pensamiento. La metáfora cánida ha hecho verdadera fortuna.
Thomas Hobbes, uno de los primeros filósofos de la Ilustración británica, la adaptó (creo que en De cive, aunque también la he visto atribuida a Leviathan) con la expresión «Homo homini lupus» (el hombre, lobo del hombre) para expresar el egoísmo –quizás la maldad– esencial de los seres humanos. Por ello, Hobbes atribuye a la sociedad la función correctora de esa tendencia. Y es para que tal función pueda ejercerse de la forma más adecuada posible para lo que considera necesaria una autoridad –bajo la forma de monarquía absoluta– que haga posible la vida en sociedad.
El apotegma homo homini lupus condensa la mala opinión de su propia especie que tienen los seres humanos (quizás no todos, pero sí muchos; diría que la mayoría), a la que ya me referí en la anotación anterior.
Una opinión contraria a la de Hobbes, que ha gozado de un predicamento enorme es la de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). El detestable ginebrino afirmó «que el hombre es un ser naturalmente bueno, amante de la justicia y del orden; que no hay de ningún modo nada de perversidad original en el corazón humano, y que los primeros movimientos de la naturaleza son siempre rectos». Sin embargo, según Rousseau, sería la sociedad la que corrompería al ser humano porque, en su relación con otros, «sus intereses se entrecruzan y su ambición se despierta a medida que se expanden sus luces.»
Por lo tanto, ya sea por naturaleza, ya porque el mundo nos hizo así, los seres humanos somos malvados y egoístas. En resumidas cuentas, ni Hobbes ni Rousseau nos dicen nada que no nos hubiese dicho la Iglesia unos siglos antes mediante la doctrina del pecado original.
Hace ocho años, se publicó en la revista Nature el artículo The phylogenetic roots of human lethal violence (Las raíces filogenéticas de la violencia letal humana). En el artículo se analizan las causas de muerte de más de mil especies de mamíferos. El porcentaje de muertes debidas a congéneres que predijo el estudio para nuestra especie –por tanto, a causa de violencia interpersonal– fue de un 2%, un valor similar al que se infiere para el ancestro evolutivo de los primates, en general, y de los primates antropomorfos en particular. Este dato sugiere que la violencia letal propia de nuestra especie se la debemos, en gran medida al menos, a nuestra herencia primate.
Se da la circunstancia, además, de que ese porcentaje es similar al estimado para grupos humanos prehistóricos. Sin embargo, el nivel de violencia letal ha cambiado a lo largo de la historia de la humanidad y está relacionado, seguramente, con cambios en la organización sociopolítica de las poblaciones humanas.
Dice la paleoantropóloga María Martinón Torres, actual directora del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CNIEH), que la violencia entre los miembros de una misma especie es más frecuente en las especies sociales. Al fin y al cabo, el hecho de vivir en grupo propicia los conflictos y la competición por los recursos, mientras que en especies con modos de vida solitarios es mucho más difícil que se produzcan conflictos.
Sin embargo, María ofrece datos adicionales. En la actualidad, el porcentaje de muertes por violencia interpersonal no supera el 1% de los fallecimientos, la mitad del que sería propio de una banda de primates. Solo en periodos históricos dramáticos se han alcanzado porcentajes realmente altos: durante la II Guerra Mundial, murieron a manos de otros seres humanos entre el 2% y el 3% de la población mundial. Para tener una referencia comparativa, en la actualidad, mueren a manos de otros seres humanos 6 personas por cada 100.000 habitantes, el 0,006% de la población.
Tan lobos no somos. Me parece a mí.
Antes de concluir este capítulo, debo retrotraerme al comienzo de la anotación, porque Plauto dice más cosas en su sentencia que lo que condensó Hobbes en la suya. Plauto dice «Un hombre es más un lobo que un hombre para otro hombre, cuando éste aún no ha descubierto cómo es». Por tanto, Plauto diferencia el comportamiento de los seres humanos en función de la pertenencia, o no, a un mismo grupo. El hombre es lobo cuando desconoce al otro, cuando el otro no pertenece a su propio grupo. Esta distinción es crucial.
Como ya advertí al final de la anotación anterior, quienes tienen tan mala opinión de los seres humanos como la Iglesia (a causa del pecado original), Hobbes (por nuestra naturaleza) o Rousseau (por efecto de la sociedad), se equivocan. No somos unos santos, por supuesto que no, pero tampoco la especie más cruel sobre la Tierra.
Nota:
No he querido entrar en el debate acerca de si existe o no progreso moral en nuestra especie y si, como consecuencia de tal hipotético progreso, la violencia interpersonal estaría o no disminuyendo. De haber entrado, la anotación se habría enredado más de lo que aconsejaba la prudencia. El defensor más renombrado de la existencia de ese progreso es el psicólogo y científico cognitivo canadiense Steven Pinker, como se esforzó en documentar en su archiconocido The Better Angels of our Nature. Y el más renombrado de los que opinan que no hay tal mejora es el filósofo británico John Gray, del que su más reciente diatriba es, si no me equivoco, The Silence of Animals: On Progress and Other Modern Myths.
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