Se lamentaba Anabel Forte, con razón, de la pesada losa que supone la burocracia para el trabajo del personal investigador en las universidades.

https://x.com/AnaBayes/status/1720562002911703288?s=20

De inmediato cosechó respuestas que se sumaban a su queja y se solidarizaban con ella.

Es en verdad insufrible. La burocracia es asfixiante; consume cantidades de tiempo crecientes. Y para gran parte del personal investigador ha pasado a ser el principal capítulo en su presupuesto de tiempo laboral. Se le dedica, de una u otra forma, más tiempo que a la docencia o a la investigación.

Ahora bien, siendo eso cierto, no lo es menos que una parte no menor de esa burocracia tiene su origen en decisiones que hemos tomado las mismas personas que la sufrimos.

https://x.com/Uhandrea/status/1720716516306403426?s=20

Y en una tendencia general a desconfiar de la rectitud y buen hacer de quienes se relacionan con la administración.

https://x.com/Uhandrea/status/1720719466391130134?s=20

Vayamos por partes.

En nuestra sociedad prima la cultura de la culpa, mientras que se desprecia la de la responsabilidad.

Hay quienes creen que esa distinción es irrelevante. No lo es. Si es usted culpable o sospechoso de serlo, es normal que se desconfíe de usted. Y, al desconfiar, le impondrán restricciones severas y le exigirán que dé cumplida cuenta, no solo de lo que ha hecho, sino, sobre todo, de lo que va a hacer.

[Esto en lo que a esta faceta de la actividad universitaria se refiere. La docencia y su evaluación (formal, que no real) llevan el mismo o peor camino. Y próximamente seremos, si no lo somos ya, pasto de la obsesión absurda de querer medir lo inconmensurable: el “impacto”.]

Nuestra administración se fundamenta en la desconfianza para con los administrados, en la presunción de su culpabilidad primigenia. El pecado original ha encontrado un nicho nuevo en nuestra relación con las administraciones.

Pero no tendría por qué ser así. Hay una forma alternativa de relación entre la administración y aquellos a quienes administra (que somos todos, por cierto). Si de usted se piensa que es responsable de lo que hace o deja de hacer, tendrá libertad para hacer lo que corresponda y, más adelante, se le evaluará en función de los resultados. Pero esto no funciona en nuestro país.

Cuando nos enfrentamos a esta situación y tratamos de indagar acerca de las razones de que las cosas sean así, lo primero en que pensamos es que hay una autoridad omnímoda que rige nuestros destinos, que es incompetente y, además, estúpida, cuando no directamente malvada.

Pero piénselo un poco. Somos universitarios y universitarias. A nuestras autoridades las elegimos nosotros. Elegimos a quienes ocuparán las direcciones de departamento, decanatos de facultades y rectorados. No hay una sola instancia de gobierno universitario que no elijamos.

Ya sé lo que me van a decir: que nosotros no elegimos a quienes ocupan las consejerías y ministerios responsables de la política universitaria.

Pues bien, eso no es del todo cierto. Elegimos, indirectamente, a los miembros de los órganos legislativos, que son quienes aprueban las leyes de las que depende todo lo demás. Me dirán que esa es una elección muy lejana e indirecta. Es cierto, lo es. Intervienen millones de personas que no tienen nada que ver con el mundo universitario o con el de la investigación. Pero en esto no nos diferenciamos de ningún otro sector. Tengo la convicción, además, de que si todo el electorado estuviese formado por personas como nosotros, las cosas no variarían en lo sustancial.

Es más, prácticamente todos los altos cargos de consejerías y ministerio son personas con larga trayectoria universitaria, tanto en investigación y docencia, como en gestión. ¿Sorpresa? En absoluto. ¿O qué esperábamos? Como es normal, quienes gobiernan ponen en esos cargos a personas que, además de tener mucha o alguna afinidad política con ellos, conocen el percal.

En otras palabras, si indagamos acerca de la capacitación de los responsables políticos del ámbito universitario nos encontramos con…   universitarias y universitarios. Personas que han sufrido en sus carnes la sinrazón de la burocracia.

Imagino que el diseño de muchas de las normas que hemos de cumplir, procedimientos que seguir, formularios que cumplimentar, gastos que justificar, etc. tienen su origen último en ministerios de economía, servicios jurídicos y entes equivalentes de la administración.

Pero sospecho, igualmente, que las personas que ocupan los puestos de mayor responsabilidad no actúan pensando en cómo castigarnos con la máxima crueldad posible. Lo hacen pensando en la mejor forma de evitar que se cometan desmanes, que se utilicen bien los recursos públicos y, ante todo y sobre todo, que nadie pueda acusarles nunca de que su dejadez en el ejercicio del cargo ha ocasionado algún desfalco o cosa por estilo. En otras palabras: se protegen.

Podemos dirigir la mirada al personal que se ocupa de poner en práctica las medidas de control que se han decidido en instancias políticas. El personal de administración. Tampoco a ellos los supongo especialmente interesados en hacernos la vida imposible. Es más, también ese personal sufre las consecuencias de las normas y los protocolos que se implantan.

No. Las cosas no obedecen a la incompetencia técnica, estulticia o maldad de responsables políticos, gestores y personal administrativo e informático.

Abusamos de los controles, y los establecemos ex ante y, por si acaso también ex post, porque pensamos, equivocadamente, que así se garantiza la transparencia y limpieza de los procedimientos. Que nadie se lleva un euro ni nadie coloca a su hermano en una plaza de titular.

Y sin embargo, nos las arreglamos para que la burocracia que se genera asfixie al personal en todas las instancias. Lo malo es que, a cambio, no se consigue el bien en cuyo altar sacrificamos la eficacia.

Este estado de cosas tiene su origen en la obsesión por una transparencia y rigor mal entendidos, que se basa en el control para evitar comportamientos culpables, mientras desprecia las posibilidades que encierra el ejercicio de la responsabilidad a través de la libertad de acción y posterior dación de cuentas.

Podemos engañarnos, pensando que es posible hacer las cosas de manera que se puedan conjugar satisfactoriamente los principios de transparencia, seguridad jurídica, eficiencia en el uso de recursos públicos y los que exige la Constitución (igualdad, mérito y capacidad) para el reclutamiento del personal en las administraciones, con la liviandad de la gestión. No lo es, no es posible.

Debemos optar: o control ex ante y ex post, con la consiguiente hipertrofia de la burocracia (lo que tenemos y conocemos), o libertad a la hora de gestionar y ejercicio de la responsabilidad con dación de cuentas ex post. No se me ocurren vías intermedias.

Conclusión: enfrentados a la realidad, optamos por lo primero. Lo hacemos así porque preferimos el confort de las decisiones diluidas, irresponsables, burocráticas. Lo hacemos así porque nos aterra tener que tomar decisiones de verdad. Lo cierto es que cada vez que se nos ofrece esa posibilidad, renunciamos a ella. Preferimos protegernos. Y lo que es más importante: ya que yo no acepto la responsabilidad por miedo a hacerlo mal, mejor que el de al lado o mi competidora no disfrute de ella. No vaya a ser que…

¿Permitiría usted a una directora de departamento que contratase a quien estimase conveniente sin tener que aplicar procedimientos y baremos preestablecidos en otras instancias? No hace falta que responda. 😉 Por supuesto, a la directora en cuestión le pediría cuentas de las decisiones tomadas y de sus resultados. Ya, ya. Lo sé. No lo aceptaría, colocaría a su cuñado de portero mayor. Y a su hijo lo haría catedrático et tibi quoque.

¿Permitiría que se gastase el dinero de un proyecto a criterio del investigador o investigadora principal (IP) sin declarar antes el uso concreto de cada euro presupuestado? Me temo que, a la hora de la verdad, pensaría que alguno de esos IPs acabarían pasando la factura del taller de su vehículo particular.

Me dirán que los españoles somos así de chorizos. Es lo que me dicen siempre. Pero tengan claro que de esa respuesta se deriva todo lo demás.

Algunos de ustedes me han dicho que lo que hay que hacer es hacer las cosas bien, que se puede.

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Pero si estuviese tan claro, deberán convenir conmigo que escogemos para hacer estas cosas a los más tontos, incompetentes o malvados. O las tres cosas a la vez. Lo siento. No puedo aceptar que esas sean las personas más inútiles. No lo son, al menos con carácter general. No es tan fácil.

Lo que ocurre es que normalmente hay que partir de lo que ya hay. Cuando se aprueba una norma nueva o se introduce una modificación en la antigua, ello se traduce en una reforma o retoque a los procedimientos. Ocurre que la administración en su conjunto y casi hasta cada paquete de procedimientos acaba adquiriendo vida propia. Se convierten en sistemas cada vez más complejos, con una cierta tendencia a comportamientos caóticos, siempre impredecibles. Y, por supuesto, con propiedades emergentes, propiedades absurdas, incomprensibles, que nadie habría podido anticipar.

En otras palabras: no hay un malvado inútil diseñando procedimientos. El sistema se acaba autonomizando y presentando características nuevas que nadie había previsto. Y digo el sistema: las personas que lo forman, las relaciones entre ellas, las normas que se aprueban, el aparataje informático; toda esa amalgama de agentes y medios interactuando unos con otros.

¿Recuerdan aquello de que el camino al Infierno está empedrado de buenas intenciones? Adjetiven infierno: El camino al infierno burocrático está empedrado de excelsas intenciones.

Insisto: la clave de todo radica en la desconfianza y la cultura de la culpa. La única solución, de haberla, pasaría por asumir una cultura nueva mediante retoques graduales en la normativa y la arquitectura del sistema que tuviesen como objetivo fundamental dar libertad a las personas que lo sufren, a cambio de un ejercicio proporcional de su responsabilidad. Cambios pequeños, poco a poco, sin poner todo patas arriba.

He sido becario de colaboración, becario de doctorado, profesor en diferentes categorías, secretario de departamento, vicedecano, vicerrector, director de departamento, rector y dirijo en la actualidad una cátedra de extensión universitaria. He sufrido las consecuencias de la burocracia en cada uno de esos puestos. Me propuse aliviar la carga burocrática cuando tuve la máxima responsabilidad de mi universidad. No fue posible en ninguna medida. Cero.

Una última consideración, y perdón por la extensión de este alegato. Nunca he sido partidario de alejar de mí la responsabilidad de los males que me aquejan. Cuando algo no me gusta, trato de no buscar responsables fuera de mi ámbito de influencia. Tiendo a pensar en qué medida depende de mí y cómo puedo contribuir a arreglarlo. Lo hago así porque los años me han enseñado que si pensamos que si los problemas los causan otros, nunca estará en nuestra mano resolverlos.