En promedio, cada mujer española viene a tener 1,2 hijos. Creo que en Europa, y quizás en el mundo, solo en Irlanda tienen menos. Hace 50 años había tres veces más nacimientos. Esto tiene y tendrá consecuencias múltiples, en ámbitos muy variados además. Aunque no es de las consecuencias de lo que me interesa escribir hoy aquí.

Me interesan dos asuntos. Uno es de las razones por las que está ocurriendo ese fenómeno. Y el otro es el de la efectividad de las medidas que se han adoptado para poner freno a la tendencia. Ambas cosas están relacionadas.

Empecemos por el principio. Se pueden aducir muchas razones o muchas causas por las que las mujeres tienen ahora menos hijos que antes y por las que las de los países más pobres tienen muchos más hijos que las mujeres en los países más ricos, pero a mí no se me quita de la cabeza que dos factores son clave y condición para que otros puedan actuar. Uno es que hoy existen procedimientos civilizados para evitar tener hijos. Y el otro es que esos procedimientos están al alcance de casi todas las mujeres en los países que superan cierto nivel económico. Esto puede parecer obvio pero como dice mi amigo Pedro Tarrafeta, no hay nada obvio. Y es que, aunque para mucha gente esto pueda resultar extraño, hay mujeres que no quieren tener hijos; otras solo quieren tener uno o dos. Y otras prefieren retrasar la maternidad todo lo posible. Todas esas preferencias cuentan y hacen que descienda la natalidad.

Lo de no querer ser madres antes no era tan fácil. En muchos entornos era sencillamente impensable que una mujer no quisiese serlo, por lo que la presión familiar y social para tener descendencia era enorme. Ahora bien, si ahora se pregunta a las mujeres jóvenes cuántos hijos quieren tener, la cantidad que declaran, en promedio, viene a ser de uno más que los que acaban teniendo. En otras palabras, no es solo que haya mujeres que no quieren tener hijos o que solo quieran tener uno, es que, además, las que quieren tenerlos tienen al final uno menos que los que dicen desear tener. Y esto quiere decir que hay factores que actúan más allá de los deseos de procrear.

El discurso político y social dominante es que se renuncia a tener todos los hijos que se querría tener por razones económicas. Esto es, que si tuviésemos mayores ingresos y un nivel de vida y seguridad más alta, la gente se animaría y tendrían todos los que quieren tener. No creo esa explicación.

Llevemos el argumento al absurdo: en Níger, Somalia y Chad los ingresos familiares están entre los más bajos del mundo y, sin embargo, son líderes mundiales en natalidad. Por otro lado, conozco a muchísima gente, entre la que me incluyo, que pudiendo tener, por razones económicas, más descendencia, ha decidido no tenerla. Es un argumento débil desde el punto de vista argumentativo, lo sé, pero no puedo dejar de pensar eso cada vez que alguien me dice que la vida está muy mal.

Este es un asunto muy controvertido, por lo que no aspiro a convencer a nadie, pero yo tengo otras explicaciones que pueden dar cuenta de la bajísima natalidad que hay en nuestra sociedad. Las expongo a continuación.

Una tiene que ver con factores de índole biológico. Las mujeres de Níger, Somalia y Chad tienen muchos hijos seguramente porque en esos países la mortalidad infantil es muy alta. En general, en las poblaciones humanas en las que actúan los que se denominan ‘factores extrínsecos de mortalidad’ (perdón por la jerga, pero creo que se entiende: hambre, parásitos, agresiones, etc.), la respuesta ‘biológica’ consiste en elevar el número de crías porque de esa forma aumenta la probabilidad de que alguna de ellas alcance, a su vez, la edad de reproducirse. En este fenómeno operan factores estrictamente darwinianos, que tienen que ver con lo que se conoce como ‘estrategias de vida’ (en inglés de dice life cycles, pero esto se refiere a estrategias de vida; por es lo traduzco así).

La teoría demográfica de las estrategias de vida dice que cuando las condiciones ambientales son tales que la mortalidad infantil y juvenil es muy alta, se adopta lo que se conoce como estrategias reproductivas arriesgadas, caracterizadas por un inicio temprano de la actividad reproductora, y un alto número de embarazos. No solo ocurre eso en lugares como los que he citado, también se produce en zonas marginales de países desarrollados.

Está claro que esas no son condiciones que actúen en nuestras sociedades, por lo que las estrategias reproductivas que adoptamos son ‘conservadoras’; se concentra el esfuerzo en pocos embarazos y pocos alumbramientos. Se trata así de garantizar que ese esfuerzo sea recompensado con pleno éxito en el objetivo de que las crías alcancen la edad reproductiva. Pero nos pasamos de frenada con esa estrategia. ¿Por qué ocurre eso?

Creo que hay dos razones para que se produzca esa frenada excesiva. Una –aunque tengo mis dudas sobre su validez– tendría que ver con una cierta falta de confianza en lo que el futuro nos pueda deparar. Hace unas décadas todavía era tarea de la tribu, la aldea o, al menos, la familia, la crianza de los hijos. Nos hemos reproducido de forma cooperativa durante milenios, y eso quitaba una cierta incertidumbre a la crianza y a sus resultados. El apoyo del grupo a la madre ha sido clave en el curso de la historia humana, de manera que ese apoyo aportaba confianza y tranquilidad. Eso ahora no existe. La crianza es cosa de la pareja, como mucho. A veces ni eso. Por lo que a la hora de tomar decisiones reproductivas, la ausencia de un colchón comunitario es posible que tenga influencia.

Pero hay otro factor que es, a mi juicio el más decisivo. La carrera profesional y la satisfacción de las aspiraciones laborales y personales de las mujeres está comprometida por la maternidad. Esto es algo a lo que no se le da la importancia que creo que merece. No estoy hablando de economía, aunque lógicamente las consecuencias económicas también cuentan. Estoy hablando de realización personal, de satisfacción de aspiraciones, de carrera profesional, sobre todo en el caso de mujeres que han tenido acceso a niveles formativos superiores. Estoy hablando de “éxito”, entendido de una forma muy concreta pero absolutamente legítima. Cada vez que una mujer se queda encinta, da a luz, amamanta a una criatura y se hace cargo de una parte normalmente mayor de su crianza, pierde unos años preciosos para su progresión profesional. En la universidad, sin ser el entorno más difícil a esos efectos, se puede comprobar esto con claridad, sobre todo si se aspira a una carrera investigadora en igualdad de condiciones a los hombres. Precisamente por eso, la forma de neutralizar ese fenómeno no pasa, en mi opinión, por la concesión de ayudas económicas, sino que exige otras medidas que corrijan o compensen sus efectos.

Soy consciente de que todo esto requiere de muchos matices, de que las cosas no son iguales para todo el mundo, y de que ese fenómeno afecta en mayor medida, seguramente, a personas que se dedican a determinadas profesiones o que trabajan en ciertos sectores. Pero tampoco debemos olvidar que en este fenómeno –y en muchos otros– opera una transmisión de valores y hábitos de unos grupos sociales considerados normalmente de referencia hacia el conjunto de la sociedad, y que ciertas pautas se “contagian” en virtud de los que se conocen como sesgos de prestigio y de conformidad. En otras palabras, si bien fueron las mujeres con mayor nivel educativo las primeras en tomar la decisión de tener pocos hijos y tenerlos tarde, esa práctica se extendió al resto de las mujeres de la comunidad en virtud de los sesgos citados. Es un caso de transmisión cultural comunitaria. No en vano los descensos de natalidad propios de las transiciones demográficas han tenido dinámicas independientes en comunidades culturales diferentes pero muy próximas. Es el caso de Flandes y Valonia, o de las diferentes regiones francesas o españolas. Como ejemplo extremo de especificidad cultural, fíjese en las comunidades anabaptistas de los Estados Unidos y el Canadá, y sus tasas de natalidad.

En una investigación cuyos resultados se han publicado hace poco han observado que las personas jóvenes que reciben de forma repentina e inesperada una inyección económica importante, no tienen más hijos por esa razón. También se sabe que los cheques de natalidad, esas ayudas que se dan por tener descendencia, apenas tienen eficacia. Es más, los ingresos sustanciosos imprevistos tienen efectos paradójicos. Si es el hombre el que los recibe, disminuye la probabilidad de que se separe o divorcie; y si es soltero, aumenta la probabilidad de que se empareje. Y si es la mujer la que recibe el ingreso, aumenta la probabilidad de que se divorcie en un plazo de tiempo corto. Parece que ese ingreso puede ser la llave para desprenderse de una adherencia incómoda o ya indeseada. En todo caso, son datos para la reflexión. Una versión periodística de esa investigación la ha publicado La vanguardia la semana pasada, aunque seguramente habrá sido recogida también otros medios.

Adenda:

El próximo 7 de junio, miércoles, a las 18:30h Jakiunde ha programado un coloquio en Bizkaia Aretoa, Bilbao, en el que se debatirá acerca de “La gestión del talento en el invierno demográfico”.  En el coloquio participarán cinco personas de la máxima cualificación que serán moderadas por Juanjo Álvarez. El coloquio es abierto al público (hasta completar aforo) y también se podrá seguir por YouTube. Promete ser muy interesante.