Un amigo me dijo hace unos años que dado que no había forma de mejorar el mundo, él había optado por mejorar su vida. Decidió dedicarla a perseguir el máximo placer posible. La búsqueda del placer era su máximo objetivo. Hace años que no lo veo, así que no sé hasta qué punto se han cumplido sus deseos.

Hace unos meses, otro de nuestros amigos nos confesó en una comida que había llegado al convencimiento de que los malos momentos, los tiempos de sufrimiento, los periodos en que lo había pasado mal eran los que le habían dado un sentido a su vida. Simplemente lo sentía así, no era muy claro en sus explicaciones.

Las dos conversaciones me han venido a la cabeza estos días, unos meses después de la lectura de The Sweet Spot, de Paul Bloom, y mientras leo The Other Side of Happiness (El otro lado de la felicidad) de Brock Bastian. En los dos libros pero, sobre todo, en este segundo que es el que tengo ahora entre manos, se desarrolla la idea de que una vida plena, una vida digna de ser vivida, no solo incluye momentos de disfrute, sino que necesita de la adversidad, el dolor, el sufrimiento. Y esto es algo que conviene no olvidar ahora, en una época, a pesar de los pesares, de bienestar y progreso.

Antes de seguir, no obstante, dos notas aclaratorias:

(1) No nos quedemos con los dos o tres últimos años al valorar el presente; pensemos, por favor, en las últimas dos décadas porque, a pesar de la crisis del 2008-2013, de la pandemia y de la situación provocada por la guerra en Ucrania, han sido dos décadas de progreso material y aumento del confort y el bienestar. Si tiene usted menos de treinta años, lo más probable es que tenga una impresión errada de cómo son ahora las cosas en comparación con cómo eran hace treinta o cuarenta años.

Y (2), por supuesto, esto no quiere decir que no haya gente que vive mal, en Haití y en Leioa; en Berlín y en Mozambique. Hay muchas personas cuyas vidas no son precisamente un camino de rosas, pero si consideramos el conjunto de la población humana y nos fijamos solo en el bienestar material, nunca la gente había tenido acceso ni consumido tantos bienes, tangibles e intangibles.

Incluyo, a continuación, algunas ideas extraídas del libro, casi al azar (no son párrafos literales).

Si evitamos todo dolor, limitamos nuestra capacidad para crecer y cambiar de forma adaptativa, y nos relegamos a nosotros mismos a la búsqueda del placer banal. Si no somos capaces de aceptar y valorar el dolor, lo pasaremos peor.

La gente gasta mucho dinero en entretenimiento (videojuegos, series, fútbol), en confort (buenas viviendas, calefacción, largas duchas), en productos y actividades placenteras (restauración, alcohol, viajes, etc.) y en ofrecer una imagen atractiva de uno mismo (moda rápida, maquillaje, cosmética, apariencia en redes sociales, etc.).

Pero resulta que en una sociedad con tan alto grado de bienestar material y tanto confort, la búsqueda del placer no es la respuesta a nuestra felicidad. Cuando se trata de disfrutar, más no es más. El placer se disipa pronto y se necesitan estímulos un poco más intensos cada vez para seguir experimentando el mismo nivel de satisfacción.

Vivimos tan confortablemente que cuando llega el dolor nos pilla por sorpresa y no sabemos cómo hacerle frente.

Esto tiene evidentes consecuencias negativas para nosotros, porque, por un lado, la búsqueda permanente del placer y la evitación del sufrimiento no nos hace más felices, ni que estemos más satisfechos con nuestra vida. Pero las tiene también para nuestros hijos e hijas, para los chicos y chicas que estamos educando.

Vivimos inmersos en una cultura del algodón. Tenemos la convicción de que nuestras vidas deberían estar libres de sufrimiento, y esa convicción también condiciona nuestras prácticas parentales y sistemas educativos. En medio de una prosperidad sin precedentes, creemos que todos podemos y debemos ser ganadores, una mentalidad en virtud de la cual el fracaso es un constructo social. Creemos que debemos sentirnos bien con nosotros mismos y que cualquiera que nos haga sentir mal debería ser ignorado o excluido. Esto se ha traducido en una tendencia a sobreproteger a nuestros hijos e hijas, también del fracaso, incluso en la universidad. Y en un ensalzamiento sin precedentes de la autoestima, porque se considera que sin ella no es posible alcanzar la felicidad en una sociedad próspera.

Pero resulta que la promoción de la autoestima no ha hecho a los jóvenes más felices, pero sí ha provocado una epidemia de narcisismo. Es la mentalidad que consiste en pensar que todos pueden conseguir un trofeo, esa mentalidad que hace que en cualquier lid en que se vean implicados, es necesario otorgarles un premio. Sobrevaloramos a nuestros hijos. Este dato es muy significativo: en 1967 lo que más se valoraba era el sentimiento de comunidad; en 2007 era el deseo de fama.

Hasta aquí algunas ideas tomadas del libro (la entresaca no ha sido exhaustiva). En él se da cuenta del resultado de observaciones que avalan las tesis del autor. Me han parecido especialmente significativos unos experimentos de cuyos resultados se infiere que la búsqueda incesante del placer no proporciona satisfacción con la vida, sino, precisamente, lo contrario, insatisfacción; y que la exposición a experiencias dolorosas ayuda a sobrellevar los malos momentos y eleva la satisfacción general con la vida. De esto de deduce (y se comprueba de manera independiente) que la exposición repetida a experiencias dolorosas previene el sufrimiento cuando llegan los malos momentos. No obstante, también conviene ser cautos, porque la exposición contínua a experiencias traumáticas provoca (o puede provocar) un estado de estrés permanente (caracterizado por un elevado nivel de hormonas de estrés circulantes) que puede causar daños a largo plazo en diferentes funciones orgánicas, tanto mentales como somáticas.

Por otro lado, aclaro también que cuando Bastian habla de dolor, se refiere tanto a adversidad física como a sufrimiento emocional. E incluye experiencias tales como la práctica de una actividad física habitual con elevado nivel de exigencia y cierto grado de sufrimiento, como el correr largas distancias o ejercicios equivalentes. También trata de las bases neurofisiológicas del dolor y el placer, para poner de relieve que los circuitos implicados comparten elementos y respuestas.

Jonathan Haidt y George Lukianoff, en The Coddling of the American Mind (La transformación de la mente moderna), sostienen que el exceso de celo en la protección de los hijos ha tenido efectos demoledores sobre la salud mental (que se manifiestan en forma de ansiedad y depresión) de los jóvenes estadounidenses. Y también que ha conducido a la generalización de una cultura de los espacios seguros, de tal forma que en las universidades los y las jóvenes estudiantes deben tener garantizado que no se van a ver expuestos a estímulos emocionales negativos. Este ha sido uno de los factores que ha conducido al boicot activo a docentes y conferenciantes, y, en última instancia, ha alimentado la cultura de la cancelación.

He expuesto aquí opiniones de otros, opiniones que he leído aquí y allí. Pero sí quiero dejar constancia de mi convicción de que una vida plena, una vida digna de ser vivida, requiere experimentar dolor. Placer y felicidad, en contra de lo que muchas personas piensan, no son sinónimos. No me gusta sufrir y temo el dolor. Pero he tenido mis dosis de ambas cosas. Visto con la perspectiva que me da el tiempo, mis casi 62 años de edad, creo que han formado parte esencial de mi aprendizaje.