Virtudes para la pandemia
Algunos problemas que ya se entrevieron al comienzo de la pandemia siguen sin ser resueltos. Me preocupa, en concreto, el cariz que están tomando las relaciones dentro del triángulo que forman público, política y ciencia. Y dado que cada vez está más claro que la covid ha llegado para quedarse, es conveniente tratar de los problemas a que nos hemos de enfrentar.
Uno de los peligros que afrontamos y el riesgo que, a mi juicio, debería ser posible conjurar, es la pérdida de confianza del público en las instituciones, por un lado, y en la ciencia, por otro. Cuando digo instituciones, me refiero a las instituciones públicas, a las que conforman el estado de derecho, y muy especialmente, a los tres poderes (del judicial nos ocupamos M. Mancisidor y yo en El Correo, hace unos meses; quedará fuera de este comentario, aunque merece también su atención). Y cuando digo ciencia, me refiero al estamento científico y las instituciones correspondientes.
Así entendidos, para el estado de derecho y la ciencia la confianza del público es uno de los principales bienes a preservar, si no el máximo. La pérdida de confianza en las instituciones que conforman el estado de derecho es la puerta que abre la vía a la aparición o auge de movimientos populistas. La pérdida de confianza en la ciencia puede conllevar la devaluación del conocimiento válido, y su sustitución, en una medida creciente, por pensamiento mágico, teorías de la conspiración y, en general, narrativas esotéricas de consecuencias sociales indeseables.
En más de una ocasión a lo largo de la pandemia me he referido a las difíciles relaciones entre política y ciencia. Como punto de partida, tenemos, por un lado, un conjunto de hechos y modelos (provisionales) que han sido establecidos por la ciencia. A modo de ejemplo, es un hecho establecido que un virus al que llamamos SARS-CoV-2 es el agente causal de la enfermedad que denominamos Covid. El modelo que mejor explica la forma en que se extiende el virus en la población se basa en su transmisión mediante aerosoles. Y, por otro lado, tenemos una serie de medidas que han implantado las instituciones públicas para impedir o limitar la expansión de la pandemia, reduciendo la transmisión del virus.
A lo largo de estos dos años no han faltado las voces desde el mundo de la ciencia que han pedido o, incluso, exigido la adopción de una serie de medidas que -se supone- son las más eficaces para evitar la expansión del virus. Dependiendo del momento, se ha demandado desde la prolongación indefinida de los confinamientos domiciliarios para suprimir totalmente la circulación del virus, hasta la instalación de medidores del grado de ventilación de locales e instalaciones.
Las propuestas que se hacen desde “la ciencia” (entiéndase de forma laxa el término) tienen la debilidad de que la verdad científica es, por definición, provisional, por lo que bien puede ocurrir que lo que hoy damos por bueno haya de ser corregido mañana. Esto ya ha pasado: por ejemplo, a día de hoy la insistencia en las medidas relativas al supuesto papel de las superficies como vía de contagio no está suficientemente justificada.
Quienes nos gobiernan tienen buenas razones para no seguir al pie de la letra las recomendaciones que se les hacen desde “la ciencia”. No solo porque lo que se acepta hoy mañana puede tener que modificarse, como ya he apuntado, sino porque, como hemos visto aquí hace más de un año, las autoridades deben optar entre medidas alternativas, evaluando las posibles consecuencias de la adopción de cada una de ellas, y tomar la decisión acorde con los bienes que consideran necesario preservar y los valores que, a su juicio, han de inspirar esa decisión. Esto es lo que vulgarmente llamamos política.
Para ilustrar, mediante un ejemplo, cuáles pueden ser los elementos a considerar a la hora de tomar una u otra decisión, pensemos en las consecuencias que se pueden derivar de tener a la gente recluida en sus domicilios durante periodos prolongados de tiempo (de estas cuestiones me ocupé aquí). Me refiero no solo a la salud mental, sino a la salud general también. Pensemos en las consecuencias a largo plazo, en términos de salud pública o de pérdida de años de vida, que resultan de dejar desatendidos o mal atendidos determinados servicios de salud. O los que resultan de los menores recursos que podremos dedicar en el futuro a nuestros sistemas sanitarios porque haya que satisfacer los intereses de la deuda en que han incurrido las administraciones. Estas consideraciones adquieren relevancia especial si, con el tiempo, afloran datos que indican que hay alternativas razonables –por ser igualmente eficaces- para controlar la expansión de la pandemia, al confinamiento domiciliario.
Pensemos, también, en las consecuencias para el alumnado, sobre todo de los primeros cursos, del aprendizaje a distancia, en caso de decretar confinamientos. O las del aprendizaje a distancia, desde casa, durante periodos largos de tiempo. Pensemos en las consecuencias psicopedagógicas, o en las exigencias que ello impondría sobre las necesidades de dedicación familiar.
Si nos referimos a dilemas más actuales, pensemos en lo que se pierde por no registrar una parte de los contagios al haber decidido redirigir los recursos del sistema sanitario al cuidado de quienes más lo pueden necesitar. Piénsese que cuando, por ejemplo, en la CAV se ha tomado esa decisión, ya llevábamos varias semanas en que no era posible hacer un seguimiento fiable del curso de la pandemia. Con índices de positividad superiores al 30% y una transmisión desbocada a cargo de personas contagiadas asintomáticas, era muy discutible el sentido de seguir insistiendo en análisis que consumen importantes recursos sin que ese esfuerzo tuviese un resultado beneficioso claro.
Al leer argumentos como los expuestos en el párrafo anterior, muchas personas proponen la expeditiva y sencilla solución de aumentar la dotación de recursos a los servicios sanitarios. Hasta que nos percatamos de que esta es una de esas soluciones claras, factibles y equivocadas.
Todas estas disyuntivas acaban conduciendo a colisiones entre los dictámenes científicos -o, en el peor de los casos, meras opiniones- que se hacen públicos, por un lado, y las decisiones que toman los responsables políticos, por el otro. Estas colisiones, como antes he dicho, socavan la confianza del público en las instituciones, en la ciencia o en ambas.
Hemos asistido a estos problemas desde el comienzo de la pandemia. Y no solo se producen aquí. En los EEEUU, por ejemplo, ya durante el 2020 el anterior presidente interfirió en la actividad del CDC (Centros para el Control y Prevención de Enfermedades), tratando de influir en sus dictámenes. Pero ya con la presidencia demócrata, la máxima responsable del CDC ha sido acusada también de tomar decisiones que atendían en mayor medida a criterios sociales, económicos y políticos que a científicos, y lo habría hecho, supuestamente, siguiendo indicaciones de la Casa Blanca. Lógicamente, que exista la percepción de que el estamento político incide en el científico y condiciona sus dictámenes o sus informes, es muy peligroso, pues eso también socava la confianza de la ciudadanía en sus instituciones, incluidas las científicas.
Quienes nos dedicamos a la ciencia en cualquiera de sus facetas, incurrimos en conflictos de intereses. Los hechos y los modelos a que me he referido antes no son construcciones intelectuales erigidas en el vacío, en un entorno sin ambiciones, preferencias o valores. Los conflictos de intereses más conocidos son de índole económica. Pero los hay también de otros tipos: el ansia de reconocimiento social puede ser un incentivo muy poderoso a la hora de condicionar una valoración científica. Al fin y al cabo, nos mueven los mismos motores que al resto de personas. Nuestra actividad no está libre de sesgos. Tampoco de sesgos ideológicos.
El público recibe así una imagen de la ciencia demasiado alineada con una u otra trinchera política, con la merma de confianza en la ciencia que ello puede acarrear. Sergio Ferrer advertía hace tiempo del retorno del culto a la ignorancia, de la emergencia de un nuevo (o no tan nuevo) antiintelectualismo, auspiciado, en parte, por la asignación, por una parte del público, a los científicos de una determinada preferencia ideológica.
En un ensayo de próxima aparición del que somos autores mi amigo y colega Joaquín Sevilla y un servidor, destacamos la importancia de la prudencia (frónesis o sabiduría práctica aristotélica) como virtud que debe inspirar la actividad científica. Pues bien, esa virtud también es aconsejable para quienes nos pronunciamos públicamente sobre materias científicas, sobre todo cuando esas materias tienen implicaciones sociales. Esa sabiduría práctica desaconseja descalificar a los responsables políticos, poniendo en solfa su competencia técnica o, lo que es peor, su ética. Las descalificaciones no resuelven problemas, no ayudan; al contrario, ahondan la sima que se abre entre dos mundos que debieran ser aliados.
Lo anterior no debe entenderse como un rechazo a la crítica. Las decisiones que toman las instituciones han de estar sometidas al escrutinio público, por supuesto, y a la crítica que se puede derivar de ese escrutinio. Lo que demando no es ausencia de crítica, sino mesura en las formas, respeto genuino por los responsables o instituciones objeto de crítica y, a poder ser, que se evite esa tendencia a moralizar que ya todo lo invade.
Lo anterior, además, es especialmente exigible a quienes formulan sus críticas en calidad de profesionales de la ciencia. Como actividad, la ciencia exige altas dosis de humildad. Su historia está plagada de ejemplos en los que lo que se creía saber hubo de ser corregido y sustituido por nuevos hechos o nuevos modelos. Y hasta en el curso de la pandemia hemos podido comprobarlo. Por ello, a la hora de formular críticas a las actuaciones de responsables e instituciones públicas, me parece aconsejable, que quienes se expresan en calidad de científicos, hagan gala de humildad epistémica.
La posible pérdida de confianza del público en las instituciones y en la ciencia no solo depende de las actuaciones y actitudes de los profesionales que se pronuncian públicamente. También depende y, seguramente, en una medida mayor, de la forma en que las instituciones toman las decisiones relevantes y, también, de la forma en que las comunican.
En lo relativo a la toma de decisiones, las instituciones han de basarse en el mejor conocimiento disponible. Esto puede parecer una obviedad, pero no lo es. Deben tener muy en cuenta el consejo de especialistas, y para eso es necesario contar con ellos. Y deben también disponer de la información necesaria. Como señalé hace unas semanas,creo que los responsables políticos están dando palos de ciego al coronavirus. Desde hace semanas no hay forma de saber cuál es la extensión real de la pandemia, a cuántas personas ha llegado el coronavirus y cuál el estado de protección inmunológica de la población. Sin esa información, las decisiones se toman a ciegas. Aunque los males ajenos no son consuelo, lo cierto es que este es un problema que tienen otros países también. La revista Science se ha referido a ello en su último editorial, precisamente.
Y en lo que se refiere a la forma en que se comunican, la transparencia debería ser regla de oro. Lo cierto es que la comunicación de las decisiones y, sobre todo, de los cambios en estrategia y protocolos de actuación, no ha sido todo lo eficaz y transparente que debiera. A la comunicación efectiva no se le ha dado la importancia que merece. No me refiero al hecho de expresar públicamente las decisiones, sino, sobre todo, al aspecto pedagógico de la comunicación, a la explicación de las razones por las que se toma una decisión y, si es posible, de los datos en que se basa.
De acuerdo con las recomendaciones de especialistas en la materia, una estrategia efectiva de comunicación es un proceso de doble vía que implica mensajes claros a través de las plataformas adecuadas, adaptados a audiencias diversas y compartidos por personas merecedoras de confianza. En último extremo, el éxito a largo plazo de una estrategia depende de la capacidad para conseguir y mantener la confianza del público. En ese contexto, la comunicación científica adquiere especial relevancia, por lo que debería ser considerada como un mecanismo de inmunización social.
Es perfectamente legítimo que los poderes públicos tomen decisiones en las que se ponderen criterios diferentes de los científicos. Ya lo he dicho antes. Pero eso es algo cuyas razones se deben explicar. De la misma forma que se apela a la responsabilidad individual para adoptar comportamientos adecuados para evitar contagios, las autoridades han de tratar a ciudadanos y ciudadanas como personas adultas y responsables, y eso quiere decir que han de dárseles todas las explicaciones que sean precisas. En ese sentido, contrasta sobremanera la resistencia a facilitar el acceso del público a los test de antígenos hace unos meses (con la desconfianza en la capacidad, madurez o responsabilidad de la gente que ello implicaba) con la forma en que se nos endosa ahora el control personal de nuestra salud.
También me parece que la apelación a la responsabilidad individual no debe venir acompañada de reproche moral a quienes, por las razones que fuere, no siguen las recomendaciones. Si se incumplen normas de obligado cumplimiento, existen las vías sancionadoras correspondientes, pero no es necesario llevar los reproches al terreno moral. Es más, puede ser contraproducente. A diario se nos plantean dilemas difíciles. Pues bien, en una situación así, es peligroso deslizarse por la pendiente de la moralidad y del reproche en términos morales; no sabemos a dónde nos puede conducir.
Hace ahora un año, Santiago Cervera enunciaba el que él denominaba imperativo categórico de la pandemia: “Compórtate como si estuvieras infectado. Imagina que eres tú el que puede transmitir la enfermedad en cualquier momento, y en todo momento. Obra en consecuencia.”
Comparto el imperativo tal y como lo formula Santiago. Pero yo, más proclive a la ética de las virtudes que a los principios deontológicos, he optado aquí por predicar las virtudes que, a mi entender, sería bueno que practicásemos quienes, desde el campo de la ciencia intervenimos en el debate público sobre la pandemia, por un lado, y las autoridades por el otro. Son la humildad, la prudencia, la transparencia y quizás otras no citadas. Podemos denominarlas virtudes para el buen gobierno de la pandemia o, sin más adornos, virtudes para la pandemia.
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