Conjeturas


La vidaSociedad

Lo que los demás piensan de nosotros

2021-10-05 5 Comentarios

En las salinas de Añana, Álava, han aparecido restos de vasijas de cerámica rotas en una cantidad tal, que los arqueólogos que las han estudiado creen que quienes las usaron, hace algunos miles de años, las rompían con frecuencia, a propósito. Las rompían, seguramente, porque se lo podían permitir, porque tenían los posibles para hacerlo. Y porque de esa forma mostraban a sus convecinos, quizás también a los de otros grupos humanos, que eran pudientes, que eran poderosos.

A ese comportamiento, en el mundo contemporáneo, se le llama consumo conspicuo y se considera un modo de señalar públicamente el estatus de quienes lo practican.

En cierta ocasión pasé por el aparcamiento que utilizan los futbolistas que juegan en el Camp Nou y me llamó la atención la cantidad de deportivos de lujo y, en general, coches caros, muy caros, allí aparcados. Tampoco hace falta ser una superestrella para tener propensión a adquirir ese tipo de coches; creo que los del Athletic Club también tienen coches muy caros. También eso es consumo conspicuo. El futbolista de éxito señala de esa forma sus logros. Porque si gana tanto como para poder adquirir un coche que está al alcance de muy pocos, es porque ha triunfado en lo suyo.

No es tan irracional como pueda parecer. En el fondo, es un comportamiento semejante al del pavo real, cuando despliega su cola grande, colorida, vistosa. También es cara. Cuesta hacerla y cuesta mantenerla. Los mejor dotados, aquellos con las mejores cartas en la partida biológica de adquirir y utilizar recursos, exhiben las colas más espectaculares, las más caras. Por eso, porque se pueden permitir el lujo de despilfarrar recursos en una cola que, además, supone un obstáculo para alzar el vuelo y esquivar a los depredadores, son elegidos de forma preferente por las hembras de su especie. Es así como se ha seleccionado esa cola tan costosa.

El despilfarro tiene, pues, un sentido. Los futbolistas hacen algo parecido y los pudientes que vivían de la producción de sal en Añana, hace unos pocos miles de años, también.

Mi padre regentó durante unos años una sastrería en la calle San Francisco de Bilbao, un pequeño negocio anexo a un convento de frailes y al colegio que tenía la orden allí mismo. Esto fue hace ya muchos años, entre 1971 y 1976, aproximadamente. La sastrería atendía dos clientelas diferentes, principalmente. Por un lado, confeccionaba ropa para sacerdotes, sotanas y ese atuendo que se llama clériman (o clergyman). Pero San Francisco es una calle en la que confluían dos mundos, el de la ciudad acomodada, biempensante, que mandaba a sus cachorros al colegio allí ubicado, y otro en el que, entre otras actividades “oscuras”, se ejercía y se ejerce, la prostitución. Eso explica que, además de las prendas para religiosos, mi padre también confeccionase trajes para proxenetas.  

Él contaba que, de entre toda su clientela, eran estos los que más gastaban en ropa. También en los submundos se practicaba el consumo conspicuo, porque un proxeneta de éxito quizás se hacía respetar más que otro que no lo era tanto.

Hoy, en nuestras sociedades, las cosas han cambiado. Los muy ricos no exhiben su riqueza. Es posible que despilfarren, pero no nos lo enseñan, salvo de forma accidental. No exhiben objetos de lujo con la prodigalidad o exuberancia de antaño. Quizás los posean, pero no los muestran.

Quienes aspiran a ser considerados pudientes, sin embargo, sí los enseñen. Los adquieren y los muestran, y ese afán se extiende por gran parte de la escala social. Sospecho que una parte importante del despilfarro en nuestras sociedades tiene ese origen. Se trata de aparentar más de lo que se es, mostrando lo que se tiene. Y sugiriendo incluso lo que no se tiene.

Esto ahora no es difícil, con sistemas de producción cada vez más baratos y eficientes, llevando la fabricación a países en los que los costes son mínimos, y haciendo uso de unas materias primas a cuya extracción no se imputan los costes ambientales que genera, no es difícil producir barato. Y luego están los créditos al consumo de los bancos o los préstamos usureros que ofrecen algunos prestamistas. Eso ha hecho que la capacidad adquisitiva, en términos relativos, sea tan alta -o aparentemente alta- que, salvo los más menesterosos, casi todos puedan adquirir objetos nuevos con mucha más frecuencia que lo que exige la renovación necesaria de los bienes de consumo habitual y aconseja la prudencia. Vivimos en una era de “lujo accesible”, a decir de algunos economistas. Aunque como ocurre con otras palabras, cuando se adjetiva, el lujo ya no lo sea tanto.

Por esa razón, los pudientes -no necesariamente los más ricos- utilizan ahora señales de posición social mucho más sutiles. Indican su estatus de forma más tácita que explícita. Y si adquieren objetos de lujo, solo sus pares tienen acceso a ellos, los muestran en un ámbito más restringido, porque en su entorno, el señalar de forma visual el estatus no ha perdido todo su valor. Por eso destinan más a la formación de sus retoños; consumen cultura en mayor grado (invierten en capital cultural); gastan dinero en cultivar su cuerpo y cuidar su salud. Invierten en calidad de vida y en la promoción de sus vástagos. De hecho, no es casual que quienes tenemos un título universitario tendamos a gastar menos en objetos suntuarios; no es que seamos mejores, es que no lo necesitamos en la misma medida, el título es una señal de nivel social más sincera que un Mercedes.

Durante las últimas décadas se ha producido, incluso, una transición; se ha pasado de señalar el estatus -el pavo real- a señalar la virtud. Y no me refiero aquí al postureo o sermoneo moral (moral grandstanding), sino a una cierta exposición -no alcanza la categoría de exhibicionismo- de ciertas virtudes sociales que, por el hecho de serlo, son bien vistas.

Las prendas propias del clero, aquellas que eran la otra fuente importante de actividad en la sastrería que regentaba mi padre, por cierto, eran señales de virtud, quizás también de estatus, aunque de un tipo raro, minoritario.

Las redes sociales son un espacio muy dado a la señalización. A veces pienso que esa es, quizás, la principal función que cumplen. En las redes sociales hay pugna por exhibir la adhesión más intensa y genuina a causas nobles, por mostrar hábitos culturales sofisticados, o por estar a la última en ciencia y tecnología, entre otros indicadores de virtud, quizás también de estatus, o de ambas cosas. En el entorno digital en que me muevo no es muy habitual, pero a veces percibo manifestaciones que señalan patriotismo (constitucional o preconstitucional) o actitudes manifiestamente sectarias que informan de la pertenencia a una tribu, una, la que sea.

La señalización de estatus o de virtud puede ser muy costosa. La cola del pavo real a que me he referido antes o el consumo conspicuo son caros, como he apuntado más arriba. Pero en algunos casos los costes pueden ser muy altos. El joven alocado que arriesga su vida o su integridad física para alardear de fortaleza o valor asume la posibilidad de incurrir en costes altísimos (la propia vida). Y hasta el martirio, ya sea por razones religiosas o políticas, constituye una forma extrema de señalización de virtud, una que pretende -y en ocasiones consigue- otorgar credibilidad a las creencias cuyo valor se pretende reforzar recurriendo a aquel.

La conclusión de todo esto es que nos importa lo que los demás piensen de nosotros. Nos importa mucho.

A mí también, claro. Muchas veces me pregunto cuánto de lo que hago -mi actividad en redes sociales, mis artículos en esta web, el simple hecho de haberla creado, o el haber aceptado gran parte de las responsabilidades que he asumido en mi vida- obedece en realidad al deseo inconfesado de un hijo de padres de baja extracción social de señalar su estatus, primero, y sus virtudes, después, para que todo el mundo pueda verlas.



5 Comentarios En "Lo que los demás piensan de nosotros"

  1. Carlos luis
    2021-10-06 Responder

    El conocimiento, desde la antiguedad parece ser, hace al hombre o mujer, tener un sentido práctico.
    A medida que acumulamos eses conocimiento, pienso que lo suntuario se transforma en superfluo y por esa misma razón un lastre.
    Cuando uno es joven, es sugestionado con más facilidad, pero pienso que la majoria de las personas adquiriren con los años, ese sentido común que proporciona la experiencia.
    Tu autoreflexion respecto a tu necesidad de comunicar, no pienso que sea del todo acertada.
    Comunicas porqué íntuyes que sabes algo que no se sabe y eso aunque pueda ser satisfactorio, no obecece, a mi manera de ver, a una necesidad de fardar.
    Un abrazo.

    • conjeturas
      2021-10-06 Responder

      Gracias por tu comentario, Carlos Luís.
      Salud.

  2. Ander Izagirre
    2021-10-07 Responder

    Me interesa esto de Añana, Juan Ignacio. Hace poco, el director de la excavación arqueólogica me contó que rompían las vasijas porque era el único modo de liberar el mazacote de sal que se quedaba dentro, después de poner la salmuera al fuego para evaporarla. Me interesa mucho esa interpretación de que rompían las vasijas para chulearse. ¿Quién hace esa interpretación, cómo te ha llegado? Eskerrik asko.

    • conjeturas
      2021-10-07 Responder

      Hola, Ander.
      La interpretación que te han contado a ti me la dio ayer también Marta Bueno en twitter: https://twitter.com/MartaBueno86G/status/1445763526673387526?s=20
      Y la que me sirve de introducción se la oí a Íñigo García en Añana, mismo, en la Fundación Valle Salado. Y se la volví a oír en la charla que te enlazo (de min. 13, más o menos, en adelante): http://bzp.eus/talks/universidad-de-valladolid-fundacion-valle-salado-anana/

      • Ander Izagirre
        2021-10-07 Responder

        Gracias.