¿Qué práctica merece más el reproche moral?
En la prensa de este fin de semana había incidentes -algunos, graves- ligados a botellones, concierto de música, valores y jóvenes. Había información y también se pedía opinión a personas expertas en sociología, psicología, filosofía y moral, si la memoria no me falla. Todo esto después de unos meses de verano en que la incidencia de la covid19 en las franjas de edad de 14 a 24 años ha llegado a niveles estratosféricos, los más altos registrados para cualquier grupo durante toda la pandemia.
Y me ha dado por pensar.
Al producirse una incidencia tan alta en ese grupo (recuerdo valores, para la franja etaria de 17-18 de casi 6 casos por cada 100 individuos, acumulados en 14 días, o quizás más altos, incluso), la circulación del virus se dispara y se contagian así muchas otras personas, las más de sus propios entornos familiares o amistades, algunas de las cuales carecen de la protección que ofrece la vacuna. De esa forma, se han producido ingresos hospitalarios y muertes que no se hubiesen producido de no haber circulado el virus de forma tan intensa en los grupos de edad señalados.
Las fiestas, declaradas o encubiertas, los botellones y demás ocasiones de “socializar” han propiciado esa situación. En todas ellas el alcohol es parte de la fórmula. El alcohol baja la guardia frente a cualquier amenaza, máxime cuando nos encontramos al amparo (y bajo la presión) del grupo de pares. Por eso es lógico atribuir a esos eventos una parte importante de la alta incidencia de la pandemia durante este verano.
Las autoridades hacen lo posible para evitar que esas situaciones se produzcan y lo hacen mediante el uso de la palabra y también, si es preciso, de la fuerza. Que a la actuación de la policía se responda de forma violenta es lamentable (y, por supuesto, condenable), pero es algo que no pilla por sorpresa. No en Euskadi, pero tampoco en otros lugares.
Si dejamos al margen la contestación violenta a la actuación policial, que tiene -me parece a mí- raíces diferentes a la práctica del botellón (y que creo que no deben mezclarse en los análisis), es interesante valorar hasta qué punto esta (la práctica del botellón) es rechazable moralmente. Y lo expreso de esta forma porque la participación en botellones, además de no estar permitida con carácter general (creo recordar que es constitutiva de falta), es a menudo descalificada sobre bases morales, por atribuírsele una parte importante de la responsabilidad de la ola de contagios que hemos sufrido este verano. De hecho, no ha sido infrecuente oír o leer apelaciones a los valores de los jóvenes o consideraciones acerca de su carencia.
Al hablar de moral me refiero al ámbito de lo que pensamos que se debe o no se debe hacer. Las cuestiones morales, aunque tienen dimensión comunitaria porque suelen basarse en valores compartidos por una comunidad de individuos, corresponden a la órbita personal. Que haya actitudes o actos que sean reprochables moralmente es algo que corresponde al juicio individual de cada uno. Cuando algo, por ser considerado perjudicial, debe evitarse que ocurra, entonces el reproche pasa de ser moral a ser legal, si no entra en colisión con otros preceptos.
Jesús Zamora Bonilla en Contra Apocalípticos, su último libro, dice que “los juicios, preferencias o valoraciones morales no son verdades objetivas…”, y que “nuestras valoraciones y preferencias morales son nada más que eso: valoraciones y preferencias irreductiblemente fundamentadas (al menos en buena parte) en nuestras emociones, e igual de subjetivas que cualesquiera otras preferencias, como las gastronómicas, deportivas, literarias o musicales, aunque intersubjetivas (como también las otras lo pueden llegar a ser) en el sentido de que generalmente son compartidas por grupos más o menos amplios, y pueden verse reforzadas por la continua interacción entre los miembros de esos grupos.”
Teniendo en cuenta lo anterior, con lo que estoy de acuerdo, nadie puede pretender que sus opciones morales hayan de ser compartidas por el resto de miembros de su comunidad y, menos aún, por los de otras comunidades.
He tratado de comparar la valoración moral que nos merece la participación en botellones (y festejos varios) con otras actitudes que pueden o han podido facilitar los contagios y contribuir así a extender el virus, enfermar a más gente, provocar la muerte de algunos, dañar el sistema de salud, perjudicar la economía y contribuir a mantener el ánimo de la gente bajo mínimos.
Las actitudes que he considerado susceptibles de merecer reproche moral han sido (1) saltarse la cuarentena tras dar positivo en un test o ser contacto estrecho de quien ha dado positivo, (2) participar en botellones (no incluyo algaradas posteriores porque, insisto, esto es de otro orden), (3) negarse a ser vacunado, y (4) haber participado en reuniones familiares navideñas en números superiores a los permitidos legalmente. Las actitudes (1), (2) y (4) están o han estado prohibidas; la (3), no.
Y para conocer la opinión de la gente al respecto, he hecho una encuesta en tuiter. La encuesta no cumple los requisitos para ser considerada científica, pero 24 horas antes de concluir el plazo para darla por finalizada, ya habían respondido más de 5000 personas.
Los resultados están aquí:
La opción que merece menos reproche, a juicio de la gente que ha respondido, es la de la cena, tan solo un 4,8 %; a continuación, está el botellón, con un 7,3 %; le sigue, con un 37,4 %, el incumplimiento de la cuarentena; y la más rechazada, aun siendo la única permitida, resulta ser la negativa a vacunarse, con un 50,4 %.
Esta encuesta tiene el problema de que las respuestas no se matizan y, desde el punto de vista moral, eso es un problema, porque el juicio que merecen unas u otras actuaciones depende de las circunstancias.
La primera opción, la de saltarse la cuarentena me parece, a priori, la más grave. Al fin y al cabo, si alguien se sabe portador del virus o sabe que es muy probable que lo sea, sabe también que su vida social es fuente potencial de contagios. Pero las cosas cambian si quien se la salta deja de percibir los ingresos de los que vive su familia, o si habita una vivienda en la que la convivencia resulta muy difícil por meras razones de espacio. Podríamos añadir otras consideraciones, pero, sea como fuere, no me parece fácil enjuiciar un comportamiento así si no se conocen las circunstancias.
La segunda opción, la participación en botellones, tiene otros problemas. ¿Se comparten vasos o no? ¿En qué se diferencian algunos botellones de la forma en que se conduce mucha gente en las terrazas o en el interior de algunos bares o restaurantes? Quienes hacen botellón han tenido oportunidad de ver más de una vez comportamientos que propician contagios en terrazas y bares, y quizás no acaben de ver la diferencia. O también los han podido ver en casa.
Esto nos conduce a las cenas de Navidad. Pueden haberse celebrado con todo el cuidado del mundo y, seguramente, algunas así se celebraron. Pero también se ha podido perder el control, porque otro clásico navideño es la abundancia de alcohol en la mesa. Aunque seguramente hay muchas excepciones, pocos cuestionarán la preeminencia que tiene el consumo de alcohol en esas fechas, en general, y en comidas y festejos familiares, en particular, de manera que es muy dudoso que en las celebraciones del pasado invierno se mantuvieran medidas de precaución demasiado estrictas.
Miles de personas se desplazaron a otras viviendas, y se juntaron en sus casas y en las de los parientes más próximos. Y como consecuencia, las celebraciones navideñas dejaron secuelas graves en el registro de contagios hacia mediados y finales de enero. Aunque, en sus consecuencias, los botellones seguramente tienen un efecto mayor que los festejos familiares, los hechos, analizados fríamente, no me parecen tan alejados. ¿Cuántos chavales participaron en cenas de Navidad en las que no se cumplió la ley ni se tomaron las debidas precauciones?
Tenemos, por último, la negativa a vacunarse. La mitad de respuestas han señalado esta como la opción más reprochable. Es cierto que mi audiencia en tuiter está sesgada hacia personas con una actitud militante a favor de la ciencia y sus productos. El mundo escéptico, del que formo parte, es muy partidario de la vacunación, por pura racionalidad. Y es muy posible que eso haya movido a muchas personas a adoptar posiciones muy firmes (¿intransigentes?) en relación con este asunto. También es cierto que las autoridades han insistido -a mi juicio con razón- en la gran importancia de la vacunación. Por eso, quizás, se considera muy reprobable que la gente no se vacune, porque se considera una actitud egoísta.
Sin embargo, también en este caso hay que tener en cuenta las circunstancias. Mi propia experiencia con una vacuna, hace décadas, me podría haber llevado a pensármelo dos veces: con diez años de edad caí redondo, sin conocimiento, nada más llegar a casa después de haberme vacunado en unas dependencias municipales frente a las enfermedades víricas de las que nos vacunaban a los críos. Y sé de una persona que dejó de vacunar a su hija hace ya muchos años, porque la primera vacuna le provocó una subida de temperatura que juzgó muy peligrosa. Luego están las creencias. Me resulta muy difícil juzgarlas y, por lo tanto, hacer reproches morales a quienes sencillamente creen que es mejor no vacunarse que hacerlo. En la mayor parte de los casos, quien decide no vacunarse no lo hace pensando que no obra bien. No piensa que lo que hace perjudica a otras personas. No aquí, donde los porcentajes de vacunación parecen estar siendo altísimos.
A todo lo anterior hay que sumar la capacidad asombrosa de convencernos a nosotros mismos de que lo que hacemos no está mal, no hace daño, si eso que hacemos nos gusta o es muy importante para nosotros. Eso es un factor que incide con carácter general, pero lo es aún más cuando las referencias a mano son las actuaciones de otras personas, máxime si se trata de adultos y miembros de la misma familia.
En resumidas cuentas, no me veo capaz de hacer reproches morales, menos aún sin conocer los detalles de los casos. Por otro lado, quienes son tachados de inmorales, de carecer de valores, de ser insolidarios porque adoptan actitudes de riesgo, comportamientos que causan daño a otras personas, no lo ven así. Y al no verlo de esa forma, el reproche puede tener efectos indeseados; en vez de corregir las conductas, puede acabar conduciendo a que arraiguen actitudes nihilistas, de manera que el bienestar de los demás y el bien público se difuminen, como se difumina la verdad y la mentira cuando lo que vemos entra en contradicción con lo que se nos dice. Y si esas personas son jóvenes, convendría recordar lo que ya dije aquí hace unas semanas.
Por otro lado, utilizar argumentos morales tiene el problema de que es muy fácil incurrir en tratamientos asimétricos. No estoy seguro de que todos los comportamientos perjudiciales hayan merecido un reproche similar o, cuando menos, proporcional a su gravedad. Y me parece que los botellones están siendo un foco muy evidente -a la prensa de este verano y de este fin de semana me remito-, aunque quizás no sean los eventos o las actuaciones más peligrosas ni las más irresponsables.
Insistiré una vez más en la importancia crucial de la transparencia, de las explicaciones claras y sinceras. Si, por un lado, decimos que las vacunas van a ser la solución a la pandemia (yo lo he dicho) y que con un alto porcentaje de vacunación se alcanzará la protección para el grupo (también lo he dicho) y, luego, decimos que, a pesar de todo, hay que seguir usando mascarilla, evitar aglomeraciones, no entrar en sitios cerrados mal ventilados y demás recomendaciones, hay que explicar muy bien por qué decíamos antes una cosa y ahora decimos otra. Si se abren los bares y resulta que la mascarilla y demás medidas de precaución -que recomendamos con carácter general- se dejan de usar en el momento que nos sentamos en la mesa, también hay que explicarlo muy bien. Si un contacto estrecho de alguien que se ha contagiado debe guardar cuarentena, pero necesita salir de casa para alimentar a su familia o para poder respirar, hay que ocuparse de ese problema y, si es posible, ofrecer alternativas.
La gran mayoría de la gente, a pesar de los festejos, han tenido y tienen un comportamiento ejemplar. Me impresiona ver a casi todo el mundo con mascarilla por la calle (salvo en las terrazas); me impresiona el grado de cumplimiento de las normas que ha habido en los centros escolares y universitarios durante un curso académico completo. Unos pocos, los más inconscientes, no dan la talla casi nunca; es normal. Muchos, algunas veces, actuamos mal (me quiero incluir en este grupo y no en el primero); también es normal. Unos pocos, los más rigoristas, actúan de forma impecable prácticamente siempre. Pero no se puede pedir que todos actuemos de forma impecable siempre, porque no es fácil y porque, muchas veces, las circunstancias lo hacen más difícil aún.
Lo anterior no debe interpretarse como una llamada a no hacer nada o a no decir nada. Hay que hacer y hay que decir. Soy partidario de explicar, en vez de juzgar. Para juzgar están los tribunales. Lo que se considere peligroso, ha de declararse ilegal. Y lo que incumpla las normas debe perseguirse, al margen de la valoración moral que merezca. Todo lo demás se debe explicar.
Acabo (y perdón por la desmedida extensión) por donde empecé, por los jóvenes. A Sócrates se atribuye haber dicho que “ahora los chicos aman el lujo; tienen malas maneras, desprecian la autoridad; no respetan a los mayores, y prefieren la cháchara al ejercicio.” No sabemos si lo dijo o no, pero sí sabemos que los jóvenes de hoy en día siempre han sido peores que los de antes. Me lo recuerdo cada anochecer a mí mismo cuando salgo después de cenar a dar el último paseo del día y veo a chicos y chicas comportándose como lo que son, chicos y chicas.
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