Las medidas de confinamiento y distanciamiento social para mitigar los efectos de la pandemia de COVID-19, y las recomendaciones para extremar las precauciones y la higiene persiguen evitar que nos contagiemos… demasiado pronto y muchos a la vez. Pero, a medio y largo plazo, no evitarán que nos acabemos contagiando… los que nos tengamos que contagiar. Y eso será así hasta que haya, si llega a haberla, una vacuna segura y eficaz contra esta enfermedad.
El SARS-Cov-2 es un virus con una grandísima capacidad de pasar de unas personas a otras; es más contagioso de lo que se pensaba al principio. Es posible, no obstante, que no todas las personas sean susceptibles; por eso he dicho que nos contagiaremos “los que nos tengamos que contagiar”, porque es posible que haya personas que no sean contagiables o que, de serlo, el virus no proliferaría en su organismo. Si, por lotería genética o por las razones que sean, no eres susceptible, miel sobre hojuelas. Lo malo es que no lo sabes.
Si se excluye a esas personas, el virus acabará llegando a todo el mundo… hasta que haya tanta gente inmune, que la cadena de contagio se detenga o se ralentice muchísimo. Eso puede ocurrir de forma natural, después de que mucha gente se haya contagiado, haya superado la enfermedad y generado anticuerpos contra el virus[1]. Y también puede ocurrir de forma artificial, mediante una vacuna. No obstante, las dos posibilidades solo se materializarán a medio o largo plazo. Es muy difícil que haya una vacuna antes de un año, y la inmunidad obtenida mediante contagios masivos puede tardar en extenderse al porcentaje de población que haría falta para proteger al resto. Remarco estas cosas porque en todo esto la variable tiempo es muy importante.
Por lo que estamos viendo, una vez el virus entra en el organismo pueden pasar cosas diversas. A mucha gente no le hace nada o le causa poco daño. Muchos no llegan a mostrar síntomas de enfermedad siquiera; a esos los llamamos asintomáticos. A otros les provoca un fuerte malestar, con fiebre intermitente y tos. Y a unos pocos, por último, les provoca daños graves, normalmente en sus pulmones, pero también hay casos con afección a otros tejidos y órganos: sistema nervioso, sangre, o riñones. En un porcentaje muy bajo de los casos sobreviene la muerte. Y, por lo que vemos, eso es más probable cuanto más mayor se es y también cuando concurren otras circunstancias agravantes; la obesidad parece ser un factor de riesgo importante.
El problema es que, aunque el virus mate a un porcentaje muy pequeño de quienes contraen la enfermedad, es tal la capacidad que tiene para expandirse en la población, que la cantidad de personas contagiadas es muy grande y la de quienes han de ser hospitalizados también lo es. También es alto el número de ingresados en unidades de cuidados intensivos y el de fallecidos. Y siendo tan alto, además del drama que eso supone, los servicios de salud se saturan y pueden llegar a ser incapaces de cuidar, atender y tratar como es debido a las personas ingresadas. De suerte que llegan a fallecer personas que en circunstancias normales se habrían salvado. Por no hablar del riesgo al que se expone el personal sanitario por tener que trabajar en condiciones límite. Por eso es tan importante tratar de evitar que se contagie mucha gente en poco tiempo, porque de otra forma, el daño que causa la pandemia se acentúa.
De lo anterior me interesa mucho que quede claro que hasta que haya una vacuna (insisto en que puede tardar o, incluso, no haberla, de la misma forma que no la hay para el VIH), el virus seguirá circulando de unas personas a otras, por lo que no dejarán de producirse contagios durante meses. Insisto en esta idea porque mucha gente piensa que puede evitarse el contagio si se extreman las precauciones y la gente permanece en sus casas. Por eso no entienden que se relajen las medidas de confinamiento o atribuyen la decisión de aliviarlas al interés de las autoridades por satisfacer las demandas de los poderes económicos.
Para muchos, de hecho, la única opción moralmente aceptable es la que busca minimizar el coste en vidas humanas a causa de COVID-19 al precio que sea. Pero, si se ha seguido el argumento anterior, se entenderá que, de actuar de esa forma, bajo ciertos (quizás no tan pesimistas) supuestos podría ocurrir que nunca pudiésemos volver a la “vida normal”. La razón es que bajo condiciones muy estrictas de confinamiento y distancia entre personas, los contagios llegarían prácticamente a desaparecer, por lo que apenas aumentaría el número de personas inmunes, y habría que esperar a la vacuna para poder retornar a la vida normal. Recordemos que, en el mejor de los supuestos, pasarían varios meses -seguramente más de un año- antes de poder contar con ese instrumento. Hay otra variante posible, que podría mejorar la situación: la que pueda introducir un buen tratamiento antiviral, pero esa solución es, a día de hoy, aventurada, si bien es cierto que hay numerosos ensayos clínicos en marcha con antivirales conocidos y un gran esfuerzo investigador en busca de otros nuevos.
El problema es que no es posible paralizar completamente, o reducir en una medida importante (pongamos que por debajo de dos terceras partes de lo normal), la actividad de un país durante varios meses. Aunque pueda resultar de Perogrullo, hay que recordar que para producir comida, aparatos, repuestos, y demás bienes debe haber personas desempeñando esas tareas. Y que para hacer llegar esos bienes a la gente, debe haber empresas que se los proporcionen, comerciando. Además, hace falta trasladarse, comer fuera de casa, administrar negocios, gestionar organismos públicos, guardar dinero, pedir créditos y otras cosas. A muchos también nos gusta ver películas, leer o visitar museos, tanto que la salud mental puede depender de esas “pequeñeces”. Otros deben formarse. En fin, hay multitud de tareas sin cuyo desempeño nuestras sociedades no podrían funcionar o lo harían de forma muy poco satisfactoria para sus integrantes.
En resumidas cuentas, es preciso mantener la actividad económica y el resto de actividades sociales lo más próxima posible a los niveles normales. De otra forma la sociedad colapsaría.
Muchos invocan el caso chino y alaban el hecho de que hayan mantenido durante largo tiempo el confinamiento total en la ciudad de Wuhan y la provincia de Hubei. Pero quizás no reparan en el hecho de que Hubei tiene una población que representa un pequeño porcentaje de la población china total. Sería como si se confinase a toda la Comunidad Autónoma Vasca mientras el resto de comunidades mantienen su actividad normal o casi normal. Un estado puede permitirse confinar al 5% de su población durante un periodo de tiempo largo, porque el 95% restante aporta los recursos necesarios para evitar el colapso. Pero no se puede mantener el confinamiento sine die. No es posible. Añadamos al cóctel el nada banal hecho de que ocurra aquí lo que ocurra, el virus seguirá corriendo por el mundo. No cabe pensar en erradicarlo sin una vacuna efectiva en poco tiempo.
No. No es cierto que la única opción moralmente aceptable sea evitar a toda costa los contagios en cada momento y, por lo tanto, mantener el confinamiento durante todo el tiempo necesario para mantener el número de fallecimientos por COVID19 en un mínimo. No es la única opción moralmente aceptable porque las consecuencias de llevar a un país al colapso o, sin llegar tan lejos, de llevarlo a una depresión económica severa, serían tan o más gravosas aún en términos de salud pública y mortalidad. Una sanidad pública sin recursos (obtenidos de los impuestos que se obtienen de la actividad económica) que sostengan su funcionamiento se vería incapaz de tratar todo tipo de enfermedades potencialmente mortales pero curables o, al menos, cronificables. Los tratamientos contra el cáncer son carísimos, como son caras las intervenciones de todo tipo (de corazón, trasplantes, etc.) y las hospitalizaciones.
Por eso, la solución no es mantener cerrado el país durante tiempo indefinido, sino hacerlo hasta limitar los contagios al número que permite mantener la actividad asistencial en condiciones adecuadas (decir óptimas sería quizás mucho pedir) y sin someter a sus trabajadores al estrés extremo a que se han visto sometidos y al riesgo de contagiarse más allá de lo estrictamente razonable.
Las autoridades afrontan, como señalé en su día, la alternativa del diablo, pues se ven obligadas a optar entre dos alternativas muy malas porque no las hay buenas. Y lo más probable es que en los próximos meses basculen entre las dos, que son abrir y cerrar.
Viviremos, por lo tanto, en el filo de la navaja durante meses, con fluctuaciones en las cifras de contagios, hospitalizaciones y fallecimientos. Las autoridades deberán observar con atención el curso de la pandemia; necesitarán datos fiables de personas contagiadas en cada momento y de quienes ya han pasado la enfermedad. Deberán reforzar los servicios de salud y los suministros de material sanitario y de protección. También necesitarán sistemas para trazar los contagios. Y en función de lo que vaya ocurriendo, ajustarán la severidad de las medidas de distanciamiento social y control de movilidad. Han de poner especial cuidado en la protección de las personas cuya condición las haga más vulnerables a los efectos del virus, pero sin recurrir al aislamiento social extremo. Esa especial protección facilitaría que no se contagiasen antes de contar con una vacuna o con tratamientos efectivos.
Un trabajo reciente en la revista Science estimaba que hasta 2022 sería necesario implantar medidas para restringir la movilidad y favorecer el distanciamiento, y todavía en 2024 habría que mantener la vigilancia porque podrían seguir produciéndose contagios. Lógicamente, si antes de entonces se dispone de vacuna efectiva, todos estos plazos se acortarán.
En lo que a la gente se refiere, tardaremos en disfrutar de condiciones normales de vida y relación social durante meses. No se celebrarán actos masivos ni se permitirán aglomeraciones. No sé en qué condiciones se podrán reanudar las clases normales en los centros de enseñanza, porque lo cierto es que en general, no estamos en condiciones de trasladar la actividad docente del aula al entorno virtual. Dudo que se puedan celebrar grandes eventos deportivos. Habrá durante meses limitaciones al desplazamiento entre países. El turismo de masas se pospondrá. Antes o después, pero de forma gradual, se implantarán sistemas para trazar los movimientos y los contactos de las personas mediante aplicaciones móviles. Todo esto, por sí mismo, acarreará una contracción económica sin precedentes y dejará unas secuelas sociales terribles. Por eso, la prudencia exige cuidado máximo con las decisiones y mínima improvisación. Decisiones imprudentes pueden acercarnos peligrosamente al precipicio.
Una última consideración. La situación que vivimos exige de la ciudadanía mucho sacrificio. Estamos viendo, además, que la respuesta social es, se diga lo que se diga, muy buena; se aceptan las consecuencias que se derivan de la situación, aunque hay quien lo está pasando mal. Para los niños, en concreto, esto es especialmente difícil; y para sus padres. También lo es para personas con problemas de salud o para quienes necesitan hacer ejercicio de forma regular. Las autoridades pueden cometer errores porque todos somos falibles; eso se puede aceptar. Pero lo que deben garantizar es transparencia. Deben informar con rigor de la situación y de las razones por las que se toman unas decisiones y no otras. El no hacerlo así induce a la generación y expansión de bulos peligrosos y mina la credibilidad de las instituciones. Ahora más que nunca necesitamos líderes, personas que se ganen la confianza del pueblo que gobiernan; pero confianza y credibilidad exigen seriedad, claridad y transparencia. Solo hace falta que nos traten como a personas maduras y responsables.
[1] Aunque a día de hoy hay dudas acerca del grado efectivo y duración de la inmunidad de quienes se contagian con este virus.
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