El precipicio
No debe de ser fácil saber cuántas personas viven en la calle por carecer de hogar. A causa de la aplicación de las medidas de confinamiento, el Ayuntamiento de Bilbao ha dado alojo a 350 personas en varios polideportivos de la villa. Cabría pensar, por tanto, que aproximadamente una de cada mil se ven obligadas a vivir a la intemperie en Bilbao. Pero, por otro lado, muy probablemente en la capital se concentre la mayor parte de quienes están en esa condición en el Territorio de Bizkaia, por lo que es probable que el porcentaje anterior no refleje la realidad de la villa. Sea como fuere, a tenor del número anterior, lo más probable es que no sea una de cada cien ni una de cada diez mil, por lo que, a falta de mejor información, me quedaré con el dato: una de cada mil.
Por tanto, cabe pensar que el riesgo de que una persona, por las razones que fuese, se vea en una situación de carencia tal que no tiene un techo bajo el que cobijarse, es de uno por mil.
En alguna ocasión he oído o leído historias de gente que llevaba una vida normal -razonable desde el punto de vista laboral o profesional, satisfactoria en la esfera sentimental y sin mayores problemas de salud- y que, de la noche a la mañana, por una circunstancia accidental, pierden su trabajo, se deshace su núcleo familiar y se desmorona su vida. Todo lo que ocurre, además, parece obedecer a una lógica implacable, como si el curso de los acontecimientos, una vez producido el primer contratiempo, fuera inevitable.
Me sobrecogen esas historias. No dejo de pensar que algo así podría ocurrirnos a cualquiera, a mí, a mi mujer o a mis hijos. Me aterra. Porque me doy cuenta de que vivimos en una estabilidad precaria. Es cierto que la sociedad y las propias familias cuentan con dispositivos de protección que funcionan de manera casi automática. Pero conviene no engañarse, porque mucha gente vive cerca de un límite que, de traspasarlo, podría conducirles a una vida sin horizonte y sin medios para considerarla digna de tal nombre, y porque, quienes tenemos una posición más desahogada, tampoco tenemos nada garantizado.
¿A qué viene esto? pensará quien ahora me esté leyendo. Pues bien: viene a la pandemia, a lo que ha hecho y hará a esta sociedad. He utilizado la historia de quienes lo pierden todo y viven en el más absoluto desamparo por culpa de una circunstancia accidental, para tratar de observar “desde fuera” nuestra situación. Ahora, querido lector, querida lectora, ya habrá captado seguramente cuál es el hilo de mi reflexión. Pero debo seguir.
Toby Ord es un filósofo de Oxford que acaba de publicar un libro titulado The Precipice (“El precipicio”). Según Alexander Scott, Ord ha ejercido de profeta y a los profetas los castigan los dioses. El castigo, en este caso, ha consistido en la pandemia, porque ha impedido la promoción normal de su obra.
Ord ejerce de profeta porque analiza en el libro el riesgo existencial de la humanidad. Para que nos entendamos, analiza y valora el riesgo de que la humanidad desaparezca en los próximos decenios por diferentes causas. No he leído The Precipice, por lo que no puedo juzgar sus méritos, aunque si hacemos caso a Scott, el análisis es riguroso.
Pero aunque no he leído el libro, la reseña de Scott contiene una tabla con los valores de la probabilidad que Ord asigna a la posible extinción de la humanidad en los próximos cien años por una serie de razones. Clasifica los riesgos en naturales y provocados por el ser humano. La lista es la siguiente:
Causas naturales:
Asteroide o cometa: 1 en 1.000.000
Explosión estelar cercana: 1 en 1.000.000
Erupción de un supervolcán: 1 en 10.000
Total por catástrofe natural: 1 en 10.000
Provocados por el ser humano
Guerra nuclear: 1 en 1.000
Cambio climático: 1 en 1.000
Otro daño ambiental: 1 en 1.000
Pandemia de origen natural[1]: 1 en 10.000
Pandemia provocada de forma intencionada: 1 en 30
Inteligencia artificial fuera de control: 1 en 10
Riesgos antropogénicos imprevistos: 1 en 30
Otros riesgos antropogénicos: 1 en 50
Total por riesgos antropogénicos: 1 en 6
Total riesgos existenciales: 1 en 6
No me interesa discutir los méritos o deméritos de las asignaciones de Ord. Y menos aún valorar cada uno de los riesgos. Lo que me ha interesado es que según él, la probabilidad de que una pandemia natural acabe con la humanidad es de 1 en 10.000.
Es una probabilidad muy baja, ciertamente. Pero me ha parecido muy sugerente que la cifra sea solo diez veces más alta que la probabilidad de que una persona de nuestra sociedad se vea obligada a vivir sin un techo bajo el que cobijarse.
Demos por buena la cifra de Ord. Si en vez de una pandemia que acabe con la humanidad pensamos en una que “solo” provoque una fracción del daño de aquella, la probabilidad bien podría subir diez veces y llegar a 1 en 1.000. ¿Lo ven? Nos encontraríamos, como sociedad, en una situación equivalente a la de las personas que se quedan sin techo. No parece descabellado pensar en estos téminos.
La pandemia que nos atenaza no va a causar la desaparición de nuestra especie; no lo creo. Es más, es posible que, a largo plazo, nos vacune frente a riesgos mayores. Pero también es posible que nos deje maltrechos para mucho más tiempo del que queremos imaginar. No lo sé.
Temo que nos haya colocado –y ahora me refiero a nuestra sociedad, principalmente- en una situación de vulnerabilidad extrema. Una situación tal que nos asemeja a esas personas cuyas vidas se desmoronan de un día para otro. No quiero decir con esto que eso sea lo que va a pasar. No lo sé; no soy profeta. Lo que quiero decir es que nos puede dejar en una situación en la que, si no se toman decisiones acertadas, nos conducirá a un desamparo, como sociedad, equivalente al que sufren quienes lo pierden casi todo.
Estos días no dejo de pensar que vivimos al borde de ese precipicio al que alude Ord. No me refiero solo a este momento, sino a nuestras vidas con carácter general. Vivimos así las personas, aunque gracias a la protecciones, tanto familiares como sociales, de que nos hemos dotado, evitamos acercarnos demasiado al borde.
Y también las sociedades viven cerca de ese precipicio. Nos hemos dotado también de dispositivos de protección, por supuesto. Pero esos dispositivos, aunque normalmente nos protegen, no nos garantizan nada.
Creo que es bueno ser consciente de que el abismo está ahí al lado, muy cerca. La pandemia nos ha acercado peligrosamente. Por el momento, nuestro país sufre sus efectos en mayor medida que ningún otro[2]. Son muchos muertos, demasiados, y aunque los tenemos que contabilizar para ser conscientes de la enormidad de las cifras, tras ellas hay personas, miles de personas, unas porque han muerto, otras porque han perdido a sus seres queridos.
Y en correspondencia y proporción a la gravedad de la crisis sanitaria, el cierre de la actividad económica y las limitaciones a la movilidad, van a ejercer (ejercen ya) efectos devastadores sobre la vida de muchos miles de personas más. También eso nos acerca al precipicio.
Es importante que seamos conscientes del riesgo que corremos, de que el abismo está muy cerca. Pero también de que depende de nosotros que no lleguemos a caer.
Nota: Sobre la pandemia he escrito antes Los tártaros del teniente Drogo ya están aquí, La alternativa del diablo y Su debilidad es su fortaleza.
[1] Creo que Ord incluye las pandemias naturales entre los riesgos antropogénicos porque sus causas y gravedad son condiciones propiciadas por las actividades humanas.
[2] Si su país es España, han muerto unas 340 personas por cada millón habitantes, y si es el País Vasco, unas 330. A efectos comparativos, nos siguen Italia (310), Bélgica (260), Francia (200), Países Bajos (150) y Reino Unido (130). Las cifras están redondeadas a la decena más próxima.
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