La pandemia nos obliga a vivir momentos difíciles y, para algunos, apasionantes también. Quienes investigan y trabajan en campos tales como virología, inmunología, salud pública o epidemiología, encuentran en estos tiempos razones sobradas para valorar la decisión que tomaron en su día. Es el conocimiento que han producido o adquirido el que, de una manera u otra, acabará ofreciendo las claves que permitan superar la pandemia. Pero, entre tanto, para muchos de ellos, por intensas y apasionantes que resulten estas semanas, también están siendo duras y descorazonadoras. Los epidemiólogos, en concreto, se encuentran en el ojo del huracán. Todos nos dirigimos a ellos en demanda de datos y predicciones. Y están, también por eso, sometidos a un fenomenal escrutinio público.

Los datos, las predicciones, no son elementos neutros. Están cargados de valor o, si se quiere, de significado (o de sentido). Pero en este momento son muy endebles: fragmentarios, de calidad dudosa, incompletos y difíciles de homologar entre países. Por otro lado, es tanto lo que se desconoce acerca de las características del virus SARS-COV-2, de su forma de propagarse, de la susceptibilidad relativa de personas de diferentes colectivos, que nadie sabe, en realidad, cuál puede ser la evolución de la epidemia en las próximas semanas. Ni siquiera se sabe cuántas personas se han contagiado y se encuentran, presumiblemente, inmunizadas. Dicen los epidemiólogos que la evolución de las cifras de personas fallecidas son compatibles con más de un posible escenario relativo al número de contagios y el momento en que se encuentra la evolución de la enfermedad.

Por eso se hallan en medio del fuego cruzado entre diferentes grupos políticos, y también entre instituciones y países. De sus dictámenes podría depender que se decida volver antes o después a la normalidad. No es lo mismo que ya se haya contagiado más de la mitad de la población o que nos encontremos al comienzo de la expansión epidémica. Por otro lado, la situación cambia de día en día. Y no solo son los especialistas quienes ven cómo varían sus estimaciones; políticos, periodistas y público en general también lo ven. El problema es que, como las decisiones relativas a la gestión de la pandemia son, en definitiva, políticas, también son objeto de crítica desde plataformas políticos. El riesgo que corremos es claro: de cara al público y las autoridades podría devaluarse toda una disciplina científica de enorme importancia. Una evaluación de la información, datos y conclusiones a los que llegan los especialistas en epidemiología hecha a la luz de los intereses ideológicos es veneno para la disciplina, en particular, y para el conjunto de la ciencia en general.

Hay que aceptar que las conclusiones a que llegan los científicos son, casi (o sin casi) por definición, provisionales. Ese es un axioma de alcance general pero, además, en el caso de la epidemiología debe aceptarse que esas conclusiones pueden modificarse en virtud, precisamente, del cambio en los datos brutos de los que se va disponiendo conforme pasan los días. Los científicos no estamos exentos del efecto de sesgos, y nuestra visión del mundo puede influir en los dictámenes. Pero también tenemos el hábito de someter a critica lo que creemos saber. Y si no lo tenemos nosotros, lo tienen nuestros compañeros de disciplina. El resultado de las interacciones entre esos elementos suele ser razonablemente bueno y también útil.

Mucha gente piensa que la ciencia consiste en un conjunto de teorías y hechos establecidos de forma definitiva. Según esa idea, las afirmaciones que se hacen desde la esfera científica o las recomendaciones avaladas con su sello se suelen considerar definitivas, inmutables; podrían ser tomadas, de hecho, como verdades absolutas. Pero las cosas son muy diferentes.

La observación, la experimentación y la reflexión dan lugar a la elaboración de modelos. Esos modelos (teorías o hipótesis) ofrecen explicaciones de los fenómenos que estudiamos, y a veces permiten hacer predicciones. Hay áreas en las que las teorías, los modelos, ofrecen resultados excelentes. Sirven para explicar un conjunto muy amplio de fenómenos y, cada vez que se contrastan, vemos que funcionan bien. En Física, por ejemplo, se han desarrollado modelos excelentes; las predicciones que generan las teorías de ese campo alcanzan una precisión asombrosa. Otras veces, sin embargo, los modelos no tienen tal grado de perfección. Eso no ha de extrañar a nadie. Por una parte hay sistemas simples, mientras que otros son más complejos. Y también hay fenómenos de la naturaleza en los que inciden multitud de factores, algunos difíciles de identificar.

La epidemiología es una disciplina científica muy poderosa. Pero eso no es óbice para que las conclusiones de sus especialistas sean, como las del resto de científicos, provisionales. Máxime en una situación como la que vivimos estas semanas. La epidemiología no solo adolece de las mismas limitaciones que otras disciplinas. En este momento tiene la dificultad añadida de que los datos que maneja son, como he apuntado antes, fragmentarios, incompletos y de dudosa calidad. Conviene tener en cuenta esas circunstancias y esperar a que, al cabo de algunos días, su conocimiento de la situación sea más completo y preciso. Las decisiones que deban tomar las autoridades se basarán, entonces, en un buen conocimiento (que no será el mejor posible porque, aquí también, lo mejor es enemigo de lo bueno).

La ciencia progresa a base de mejoras de sus métodos y sus conclusiones. Los modelos que alcanzan amplia aceptación por parte de la comunidad científica son cada vez mejores. Sirven para ofrecer mejores explicaciones de las observaciones, de los datos. Y también sirven para elaborar, cuando ello es posible, mejores predicciones. Esto forma parte del curso normal de la actividad científica. Y es que la ciencia, al ser un producto humano, tiene una debilidad: es imperfecta. Pero es el reconocimiento de esa debilidad, de la falibilidad humana, lo que permite que se corrija constantemente a sí misma. Y gracias, precisamente, a esa capacidad para autocorregirse, la imperfección, que era su debilidad, se convierte en su gran fortaleza.

Nota: Sobre la pandemia he escrito antes Los tártaros del teniente Drogo ya están aquí y La alternativa del diablo.