Los albores de la civilización occidental

Unos mil años antes de la era común (en adelante a.e.c.) los fenicios crearon la escritura alfabética y la extendieron por el Mediterráneo. Dos siglos después, los griegos la retocaron y le añadieron las vocales. Ganó precisión y capacidad expresiva. También la expandieron por el Mediterráneo y, quizás, hacia Oriente también. El conocimiento pudo así transmitirse con mayor velocidad y eficacia que con las anteriores escrituras logográficas (cuneiformes en Sumeria y jeroglíficas en Egipto) del III milenio a.e.c., o las que recurrieron a símbolos simplificados para representar sonidos (a medio camino entre las logográficas y las alfabéticas) del II milenio a.e.c.

Fenicios y griegos eran comerciantes. En esa misma época se empieza a acuñar moneda en Oriente Próximo. El comercio a gran escala, la moneda y la escritura iban de la mano.

Durante ese mismo periodo se desarrolla el judaísmo, una religión de origen politeísta que, tras una fase monolatrística de adoración a Yahweh, acabó consolidándose en los ss. VI y V a.e.c. como una religión monoteísta. El judaísmo incorpora entonces una componente ética que busca dar respuesta a las desigualdades que crecen precisamente por la expansión del comercio –y sus consecuencias económicas– y la aparición de grandes imperios[1]. Se formula en ese periodo y en diferentes ámbitos geográficos y culturales, la denominada “Regla de oro”, el principio en virtud del cual debemos tratar a los demás de forma similar a como nos gustaría ser tratados.

Los profetas bíblicos Elías (s. IX a.e.c.), Amós (s. VIII a.e.c.), Jeremías (s. VII a.e.c.) y Ezequiel (s. VI a.e.c.), al menos, mostraron su preocupación por los desposeídos, por las personas más débiles. El principio de identidad, la creencia en la igualdad esencial de todos los seres humanos estaría en la base de la compasión por los desamparados que manifiestan los profetas. Algunos siglos después esa igualdad se formula de modo explícito en el Nuevo Testamento.

En ese mismo periodo, en Jonia, unos pensadores (a los que llamamos presocráticos) se empezaron a preguntar acerca de la naturaleza de la realidad. Lo hicieron bajo el impulso de un optimismo epistemológico esencial. Es lo que el físico e historiador estadounidense de origen alemán Gerald Holton denominó el ‘encantamiento jónico’. Estaban convencidos de que, mediante la razón, la naturaleza era cognoscible y de que no era necesario invocar entes ni fenómenos sobrenaturales para alcanzar ese conocimiento. Los dioses podían, si acaso, interferir en las cosas de los mortales, pero la naturaleza de la realidad se podía explicar sobre la base de fenómenos materiales y de relaciones causales entre ellos.

La transmisión eficaz del conocimiento gracias a la escritura alfabética, junto con la apertura a nuevas geografías, paisajes, pueblos y culturas que trajo el comercio a gran escala, propiciaron seguramente ese deseo por aprehender la realidad haciendo uso de la razón.

A los jonios Tales de Mileto (624-546 a.e.c.), Anaximandro (también de Mileto) (610-546 a.e.c.) y Pitágoras de Samos (570-490 a.e.c.) les siguieron Parménides (n. 530 a.e.c.) y Zenón (490-430 a.e.c.), ambos de Elea (en la península itálica). Leucipo de Mileto (s. V) se trasladó a Elea, donde fue discípulo de Zenón y maestro del tracio Demócrito de Abdera (460-370). Ambos, Leucipo y Demócrito son considerados los creadores del atomismo, la doctrina filosófica que ejerció gran influencia, dos mil años después, en la gestación del pensamiento científico moderno.

La transición a la Modernidad

A mediados del s. XV de la era común Johannes Gutenberg inventó la imprenta moderna. No es posible calibrar en sus justos términos la trascendencia de esa invención porque no podemos saber como habría sido el mundo occidental durante los dos siguientes siglos de no haberse producido. En un lapso muy breve de tiempo –unas pocas décadas– centenares de miles de personas tuvieron un incentivo muy poderoso para alfabetizarse y, al hacerlo, pudieron acceder a un caudal enorme de conocimiento.

Por entonces, los reinos de la Península Ibérica se lanzaron a descubrir y, si era el caso, colonizar nuevos territorios. Una vez más, pero en unas dimensiones muy superiores a las de las travesías helénicas, los horizontes geográficos, naturalísticos y etnográficos se abrieron y mostraron un mundo mucho más diverso del que hasta entonces se había llegado a conocer. En la aventura apareció, incluso, un mundo nuevo, el Nuevo Mundo, las Américas.

La imprenta de tipos móviles y el uso del papel para producir centenares o miles de copias de muchas obras y, en especial, de la Biblia, no solo facilitó la transmisión escrita de conocimiento, sino que propició, para los cristianos, una nueva forma de relacionarse con Dios y de vivir su fe. Las guerras de religión que asolaron Europa en el siguiente siglo fueron una de las consecuencias de aquello, aunque los libros impresos no fueron los únicos responsables. Trastocaron de forma definitiva las relaciones de poder dentro del Continente.

Los primeros bancos modernos se desarrollaron en Italia, en las ciudades de Florencia, Génova y Venecia, entre los siglos XIV y XV. Establecieron oficinas por toda Europa. Fueron catalizadores del comercio a gran escala. El comercio, una vez más. La primera bolsa de valores, tal como se entiende hoy, se creó en Ámsterdam en 1602, por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. El comercio, de nuevo. Aunque el papel moneda circulaba en China desde hacía varios siglos, en Europa se emitió por primera vez en el siglo XVII, en Suecia; después se extendió al resto del continente.

A caballo entre el Renacimiento y la Ilustración surge el capitalismo en Occidente, otro producto de la Modernidad, como sistema económico. Su desarrollo inicial estuvo asociado a las innovaciones financieras que acabo de reseñar.

A caballo entre los siglos XVI y XVII, el inglés Francis Bacon puso en cuestión el pensamiento aristotélico y, con este, la escolástica medieval. El conocimiento establecido se vio cuestionado de repente, en especial las nociones y la forma aristotélica de acceder a la verdad. Y eso tuvo consecuencias de gran alcance en la forma de obtener conocimiento. Surgió así, mucho antes incluso de que fuese puesto en práctica, el empirismo, una modalidad epistemológica que ponía de relieve la importancia del contraste de las proposiciones con la realidad, su validación o refutación mediante la observación repetida o el experimento, el cedazo de la prueba, en suma.

A Bacon también se debe la noción de que el conocimiento es fuente de poder y de riqueza para la nación, una idea que alcanzó su apogeo a mediados del s. XX.

Tras el Renacimiento surgió la ciencia tal y como la conocemos hoy. La llamada revolución científica comienza con Copérnico y su descripción del Mundo que, como es sabido, sacó a nuestro planeta del centro del Universo. Y se desarrolló a partir, sobre todo, de los descubrimientos de Kepler y Galileo. Décadas más tarde, Newton dio sentido a todo aquello, al enunciar las leyes de la mecánica, principios que servían para explicar el movimiento de los cuerpos, incluidos los celestes. Con Newton se abre la Ilustración.

La Modernidad trajo consigo, también, una revisión profunda de los fundamentos de la moral. Desde el surgimiento del cristianismo y durante toda la Edad Media, la moral se había basado en la Ley de Dios y los mandamientos religiosos. Pero Baruch Spinoza y Thomas Hobbes, cada uno a su manera, socavan esos fundamentos. La reducen a leyes de la Naturaleza y convenciones humanas, respectivamente. La moral empieza a dejar de ser única (y vinculada a la religión), objetiva y universal. Durante los siglos que siguen ninguna pretensión de recuperar una moral con esas características tiene éxito.

El filósofo John Locke, por su parte, tomando como punto de partida las leyes de la naturaleza –las de su amigo Isaac Newton, por supuesto–, llegó a la conclusión de que no hay derechos divinos. Defendió, por el contrario, que hay derechos naturales y declaró que de acuerdo con esos derechos, los seres humanos hemos nacido libres e iguales. Por cierto, tanto el principio de la división de poderes como el sistema de equilibrios conocido como checks and balances, que implantaron más adelante los fundadores de los Estados Unidos en su ordenamiento jurídico, tienen similar inspiración.

Hasta este periodo (la Ilustración) no se dotó de significado político al principio, proveniente de la Era Axial y explicitado en los Evangelios, de la igualdad esencial de todas las personas. A partir de entonces a todos los seres humanos se les empieza a considerar sujetos de los mismos derechos.

El momento presente

El siglo XX, ya desde sus inicios, empieza a cuestionar la visión de la realidad heredada de la Ilustración. En física, las Teorías de la Relatividad y, sobre todo, la Mecánica Cuántica muestran que la naturaleza no se acomoda con facilidad a la capacidad humana de comprender. Las metáforas matemáticas sustituyen, en la práctica, a las lingüísticas. Las relaciones causa-efecto dejan de tener sentido en los niveles inferiores de la materia, y la naturaleza ya solo puede ser descrita en sus aspectos más íntimos mediante ecuaciones.

El panorama de la ética o moral contemporánea es la consecuencia directa de la ruptura que provocó en este ámbito la Ilustración. En Occidente distintas escuelas y tradiciones tratan todavía hoy de establecer criterios sobre los cuales asentar una moral válida con carácter general. Creo que es una pretensión vana, salvo que se apele a la religión y la autoridad emanada de su doctrina. Pero si se descartan los fundamentos de base religiosa no cabe hablar de principios universalmente aceptados, objetivos, comunes.

No hay una moral objetiva porque la moralidad no es sino el andamiaje que, al establecer el marco normativo en que debemos comportarnos, nos permite vivir en sociedad. Por eso no puede haber una moral única, porque las sociedades se desarrollan bajo condiciones diversas y tienen tras de sí tradiciones diferentes.

No hay valores universales y aunque sigue habiendo intentos de formular una moral objetiva de valor universal (tengo en mente a Derek Parfit), lo cierto es que en la actualidad no cabe hablar de fundamentos absolutos ni consenso racional acerca de la moral. El vacío moral es, en Occidente, seña de identidad de nuestro tiempo.

En otra esfera, muy diferente, durante el siglo XX y, sobre todo, durante sus últimas décadas, hemos asistido a un desarrollo espectacular de las llamadas “tecnologías de la información y la comunicación” (TIC). La internet empezó a desarrollarse en el último cuarto del pasado siglo. La red de redes y sus recursos abrieron un espacio vastísimo para adquirir información y también conocimiento cuyas verdaderas posibilidades tardamos varias décadas en atisbar. La internet ha supuesto una transformación en el acceso a conocimiento equiparable quizás a la que provocó la imprenta. Y se ha producido en un intervalo de tiempo mucho más breve.

Si en el XVII se emitió el primer papel moneda en Europa, en 1971, como consecuencia del colapso del sistema de Breton Woods, las principales monedas del mundo abandonaron el patrón oro. Algo más adelante se empezaron a utilizar tarjetas de crédito y débito. Después llegaron las transacciones electrónicas. La última innovación han sido las criptomonedas, todo un universo monetario en expansión en las tinieblas de internet, fuera del estado y en las fronteras la ley.

La moneda, su formato, sus usos y sus instituciones emisoras no solo definen el producto; moldean también, a su manera, la realidad en la que actúan. No se trata de un asunto meramente instrumental. La herramienta produce sustancia y es fuente de ideas.

En paralelo y relacionadas con las anteriores, también las ciencias de la computación han experimentado un avance enorme. Es difícil valorar el alcance e implicaciones de una tecnología cuando asistimos en directo a su desarrollo. Encontrarnos dentro de ese proceso y ser testigos cercanos del fenómeno impide ponderar con objetividad el progreso al que asistimos, pero todo parece indicar que nos encontramos ante un verdadero cambio de paradigma, aunque no tanto en el sentido kuhniano tradicional (relativo al marco científico), sino como marco epistémico general.

La inteligencia artificial (IA) constituye una nueva forma de adquirir conocimiento que, en cierto modo, sobrepasa el alcance de los métodos empíricos que habíamos conocido. La IA detecta patrones y fenómenos que pasan desapercibidos a los ojos de la ciencia normal, propia del paradigma en que nos hemos educado. Y, lo que es más importante, parece tener un potencial cuyo alcance, incluso para moldear la realidad, no somos capaces de entrever.

Dejando de lado exageraciones y expectativas excesivas –que sin duda las hay– no hay más que pensar en la forma en que Alpha Go fue entrenada y se enfrentó (y derrotó) al campeón del mundo de Go, o en la capacidad de Alpha Fold para predecir la estructura tridimensional de las proteínas –logros ambos de sobra conocidos–, para ser conscientes de la enormidad de sus posibilidades. Los Chat-GPT sucesivos y demás competidores no dejan de asombrar.

Dejo al margen de forma deliberada cualquier consideración relativa a las posibilidades de desarrollar una IA general y a la más o menos lejana “singularidad”. No me interesa demasiado ese debate ahora.

Me interesan más otras implicaciones de la utilización de la IA para obtener conocimiento, como, por ejemplo, su opacidad metodológica y funcional: el hecho de que no sepamos cómo obtiene los resultados que arroja (opacidad metodológica), ni nos permita conocer las relaciones causales inherentes a los fenómenos acerca de los que nos ofrece conocimiento nuevo (opacidad funcional). O su capacidad, que ya he citado, para lo contrario, para “ver” lo que de otra forma no podemos “ver”.

Me interesan también cosas como la dilución de la responsabilidad en la toma de decisiones guiada por su uso, y otras semejantes. Y llego a la conclusión de que la emergencia de la IA y, en especial, de la generativa, constituye una revolución epistemológica a la altura de la que propició el encantamiento jónico de los siglos VII y VI a.e.c., o la revolución científica del XVII de nuestra era.

Por mucho que me asombre su poder como método, lo que verdaderamente me llama la atención y me interesa de la IA es la novedad epistemológica radical que ha introducido.

Pero he de seguir trazando el paralelismo que persigo desde el comienzo. También nos encontramos hoy ante la posibilidad de apertura de nuevos horizontes. La exploración y posible colonización del sistema solar está muy probablemente a la vuelta de la esquina en plazos de tiempo históricos.

Occidente en crisis

Reparemos en estos cuatro elementos: (1) una nueva y más poderosa herramienta de acceder a la información y, eventualmente, al conocimiento (escritura alfabética, imprenta, internet), (2) una nueva y más poderosa forma de crear u obtener conocimiento (reflexión racional, contraste empírico, inteligencia artificial), (3) la apertura de horizontes al descubrimiento y la colonización (rivera mediterránea, planeta, sistema solar) y (4) innovaciones disruptivas en los mecanismos de depósito y transacciones económicas (moneda; herramientas financieras del capitalismo; dinero virtual de múltiples emisores).

Los cuatro elementos se repiten en cada uno de los tres periodos históricos: (1) Era Axial, (2) transición a la Modernidad, (3) momento presente. Pero el intervalo de tiempo transcurrido entre ellos se ha reducido, como también lo ha hecho la duración de los fenómenos o procesos descritos. Los cuatro interactúan y se retroalimentan de forma positiva, porque o bien generan la condición de posibilidad o actúan como incentivos, o las dos cosas a la vez. Y pienso que nos encontramos en un giro de la historia, en una especie de vértice que cambiará la dirección de nuestra civilización.

En cierto modo es un privilegio asistir al espectáculo, porque es apasionante, aunque no seamos capaces de atisbar sus consecuencias. Para alguien de mi edad y condición, y sin dejar de asombrarme ante el espectáculo, el panorama es pavoroso.

Asistimos en todos los ámbitos de la esfera humana a un cuestionamiento tan radical de lo que dábamos por hecho, de lo que considerábamos firme, que da miedo. Se han desatado fuerzas cuya magnitud me resulta imposible de valorar y cuyas consecuencias, igual de imposible de calibrar.

Hace unas semanas decía Ursula von der Leyen que “Occidente tal y como lo conocíamos ya no existe”. Lo decía por la reordenación del mundo que está provocando la nueva administración estadounidense. Pero esa transformación es un hecho –me parece a mí– mucho más profundo. Porque es posible que las actuaciones de la actual presidencia del Imperio, así como otros hechos a los que venimos asistiendo en los últimos años, no sean sino manifestaciones de la gran transformación en la que nos encontramos inmersos.

No existe el Occidente que conocíamos. Quizás uno nuevo esté a punto de nacer.

Nota bibliográfica:

Hace unos meses leí El crecimiento de la información, de Javier Jurado González; hace unas semanas supe de la vida y milagros del filósofo Derek Parfit, gracias al libro de David Edmonds Parfit: A Philosopher and his Mission to Save Morality; acabo de terminar The Tragic Mind: Fear, Fate and the Burden of Power, Waste Land: A World in Permanent Crisis, de Robert Kaplan; y The Age of AI, de H. A. Kissinger, E. Schmidt y D. Huttenlocher. También he recordado A History of God, de Karen Armstrong y Consilience: The Unity of Knowledge, de Edward O. Wilson. Estos libros me han ayudado a sostener parte de lo que digo aquí, pero creo que la mayor parte de las ideas sobre estos temas las he extraído leyendo de aquí y de allá en medios digitales. Siento no recordar la mayor parte de esas fuentes.


Nota:

Publiqué una versión inicial de este texto en Aieruak, en euskera, y en Substack, en castellano.

[1] También surgieron en este periodo el brahmanismo, budismo y jainismo, en la India, y el confucianismo y el taoísmo, en China. En otras palabras, en un periodo relativamente breve y bien definido de tiempo surgieron las religiones que más se extendieron después por el planeta, aunque en algunos casos ello ocurriera tras diferenciarse en variantes, como el cristianismo y el islam del judaísmo.