Ausencias
La foto. Y enseguida, pero no a la vez, el nombre. La he reconocido por la fotografía, una imagen mínima en la esquina derecha de una esquela en el periódico. He sabido en ese instante que conocía a aquella mujer. O, mejor dicho, que la había conocido.
El nombre me ha dicho quién era. Eso es. Aquella compañera de clase en la facultad cuyo apellido iba siempre por delante del mío cuando pasaban lista. Simpática y, a su manera, atractiva. Pero, sobre todo, preocupada, siempre preocupada, como si las obligaciones académicas le produjesen un desasosiego persistente. Es lo que recuerdo de ella. Un ir y venir apresurado, como si temiese llegar tarde a la hora de clase o, en el laboratorio de prácticas, a detener a tiempo una reacción.
Un día cualquiera no habría caído ese periódico en mis manos. Un día como cualquier otro no habría visto la esquela. Mi antigua compañera habría muerto y yo no me habría enterado. A todos los efectos, no solo no habría muerto una persona que estudió conmigo e iba justo antes de mí en la lista de la clase. Ni siquiera habría existido esa compañera. Ha existido porque he sabido de su muerte. De no haber tenido noticia de su fallecimiento, lo más probable es que no la hubiese recordado nunca; lo más probable es que ni siquiera hubiese existido. Porque solo existe lo que tenemos presente, y solo ha existido lo que recordamos.
El recuerdo, la memoria, delimita la frontera de lo que hay, de lo que es, y en ese círculo de lo que realmente existe se incluye nuestra propia persona, nuestro yo, ese ente de ficción que tan buen servicio nos presta. Somos lo que recordamos de nosotros mismos y lo que experimentamos en el momento de recordarlo.
La gente se muere, claro. Sí, morimos. Dos compañeros del instituto fallecieron hace algunos años. Ella por culpa de un cáncer. Él no sé por qué, pero aunque era médico de familia, no predicó una vida sana con el ejemplo, no al menos durante los años en que fuimos compinches de francachelas. Ella y él habían pertenecido a mi círculo más próximo. En el instituto éramos inseparables. Y seguramente no son los únicos de aquel círculo que nos han abandonado. Pero nadie me lo ha dicho.
Es curioso cómo la muerte de una misma persona puede ser un hecho más de la vida o todo un drama. Depende del tiempo que haya transcurrido desde la última vez que estuvimos con esa persona o que tuvimos con ella una conversación íntima o, al menos, amistosa.
Es ridículo. Nadie nos pidió permiso para traernos a este mundo. Somos el resultado de un accidente cósmico infinitamente improbable, de una coincidencia casi imposible. Que no lo fuese completamente lo atestigua el hecho de que estamos aquí. Vivimos. Unos más que otros. Unos mejor que otros. Pero estamos. Y porque estamos, morimos. Nos vamos muriendo. Unos antes y otros después. Unos mejor y otros peor.
Fuimos polvo de estrellas y pronto, en el fulgor de un fogonazo, volveremos a serlo. Y ya está. En términos astronómicos, una vida humana es menos que un destello fugaz en el tiempo, ese fluido sobre cuyo discurrir se despliega nuestra vida, pero cuya naturaleza íntima desconocemos.
Esa mujer había dejado de existir hace cuarenta y dos años. Y, de repente, aparece ante mis ojos el segundo día del año 2025. Reaparece en mi vida desde una esquela triste, un pedazo de papel en el que la contemplo tras desaparecer de la de los suyos: marido, dos hijas, yerno y nieta. Una nieta.
Ese mismo día una joven inglesa de dieciséis años se asoma al presente desde las páginas del mismo periódico. Acaba de reaparecer tras haber permanecido desaparecida durante más de medio siglo. Bueno, en realidad no ha reaparecido; la han encontrado. La diferencia no es de matiz. La policía, un sección especial de la policía dedicada a los ‘casos fríos’, la ha encontrado.
Vivía con sus padres cuando se le perdió la pista. Una fotografía publicada en los periódicos –la misma desde la que nos ha mirado hoy– tomada en los días en que se fue de casa, obró la reaparición. Vive en otro lugar. Quizás ha residido en ese otro lugar durante los cincuenta y dos años transcurridos desde que decidió abandonar su hogar y perderse en la niebla.
¿Cómo han vivido sus padres durante esos cincuenta y dos años? ¿Qué han sentido? ¿Su ausencia ha sido para ellos el infierno en la tierra? ¿O lo había sido para ella el hogar que abandonó? ¿No sabían nada los padres? ¿Nunca los llamó, les escribió una nota, los tranquilizó? ¿O lo sabían y nunca dijeron nada? ¿Qué se siente cuando desaparece tu hija? ¿Qué se siente cuándo muere? ¿Qué es peor, la nada de la muerte o el infierno de la ausencia?
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