La culpa de esta anotación la tienen, a partes iguales, Luis Eduardo Aute y John Steinbeck.
“Fue en ese cine, ¿te acuerdas? En una mañana, al este del Edén, James Dean tiraba piedras a una casa blanca, entonces te besé; aquella fue la primera vez, tus labios parecían de papel; y a la salida, en la puerta, nos pidió aquel inspector nuestros carnés.”
Con esas palabras empieza Las cuatro y diez, una historia de amor adolescente. El tema lo grabó Rosa León en 1973 y el propio Aute en 1974. Unos diez años después oí esta canción en un concierto en la Plaza Nueva de Bilbao, del pintor, cineasta, políglota y, para mí, mejor cantautor español. Siempre que la oigo “veo” a James Dean tirando piedras a una casa blanca.
Las menciones de James Dean y Al este del Edén hacen referencia a la película que dirigió Elia Kazan en 1955 de la que Dean –en el papel de un muchacho atormentado– era su protagonista principal. La película llevó a la gran pantalla la segunda parte de la novela homónima de John Steinbeck.
Hace un año por estas fechas, andaba yo enfrascado escribiendo el libro que ha publicado este mes de noviembre la Editorial Crítica sobre biología evolutiva humana. Uno de aquellos días de noviembre o diciembre escuché por casualidad la canción de Aute y, en ese momento, pensé: “tengo que leer la novela”. No la había leído aún.
Fue empezar a leerla y enseguida decidí que el libro se titularía Primates al este del Edén. El título combina tres ideas, una es la relativa a la expulsión del Paraíso, por Yahvé, de Adán y Eva por haber comido del árbol del conocimiento del bien y del mal. La otra idea introduce en el título el episodio en el que Yahvé impone a Caín la marca en la frente que le sirve para que nadie le hiera. Entonces, «Caín, alejándose de la presencia de Yahvé, habitó la región de Nod, al oriente del Edén». Este segundo es el episodio al que, de forma indirecta, hace referencia el título de la novela de Steinbeck. Todo esto lo pueden leer en Génesis, capítulos 3 y 4. Y si tienen algo de tiempo que dedicar a leer una obra maestra, no lo duden, la novela lo merece. Para saber de la tercera idea me temo que hay que leer el libro; tiene que ver con otra expulsión del Paraíso.
El caso es que estos días, en plena promoción de “Primates al este del Edén”, me ha venido a la cabeza el episodio bíblico.
Yahvé expulsa a Adán y Eva del Jardín del Edén porque, al desobedecerle, han pecado. Y ese pecado ha marcado, según la tradición cristiana, la historia de la humanidad.
Una de las nociones propias del cristianismo y, más en concreto, del catolicismo que más me perturban es, precisamente, la del pecado original. De críos, en las catequesis parroquiales y también en las clases de religión, nos enseñaron que los seres humanos arrastrábamos la condición de pecadores, aunque, en realidad, no éramos nosotros quienes habíamos pecado o, si lo éramos, lo habíamos hecho de forma vicaria.
El pecado lo había cometido Eva e, incitado por ella, también Adán; lo cuenta el capítulo 3 del Génesis. Tentada por una serpiente, la joven convenció al muchacho de que comieran el fruto del árbol del bien y del mal. Y fue precisamente en ese momento, prácticamente al pronto de haber sido creada, cuando – parafraseando a Vargas Llosa en Conversación en la Catedral– se jodió la humanidad.
No entendí de chaval y sigo sin entender hoy por qué era pecaminoso comer de aquel árbol, pero lo cierto es que aquel acto surtió efectos universales y perpetuos. Desde entonces, todos los seres humanos, incluso aquellos que nunca tuvieron conocimiento de la existencia de los pecadores originales ni del pecado que cometieron, cargan –cargamos– solo por haber nacido, con la pesada losa de aquella falta primigenia. Somos, en cierto sentido, pecadores por delegación.
La noción de pecado original es radicalmente injusta. De haber sido cierto todo este asunto, habría sido de todo punto inaceptable que nos cargasen con las consecuencias de un pecado que nunca cometimos. Habrían pecado, si acaso, dos sujetos débiles de carácter que, a decir del libro del Génesis, vivieron al inicio de los tiempos. No el resto de seres humanos, casi la totalidad, la humanidad al completo.
La Iglesia Católica sostiene que su venida al mundo en la persona de Jesucristo, y su pasión y muerte, fue la forma en que Dios nos ofreció la posibilidad de redimirnos. Él se habría sacrificado para salvarnos. Basta con que hayamos recibido o recibamos el bautismo para que nos veamos libres de la condición de pecadores y podamos alcanzar la salvación. Aunque, todo hay que decirlo, si bien es cierto que el bautismo borra el pecado –de manera que ese reseteado nos abre el camino a la redención– no elimina la debilidad moral que aquel nos dejó en herencia. Estamos, por ello, inclinados a hacer el mal.
Que el Ser omnipotente, benevolente y omnisciente permita que los millones de fieles que le adoran estén inclinados a hacer el mal en virtud de un pecado que no cometieron, es definitivamente injusto. Y mucho mayor es la injusticia que representa para quienes, por los azares del azar han nacido en culturas ajenas a la religión verdadera. Musulmanes, judíos, hindúes, budistas, animistas y demás fieles de otros credos ni siquiera gozan del beneficio de la redención a través del bautismo. De los materialistas o fisicalistas, ni hablamos.
Querido lector, querida lectora, si han llegado hasta aquí, tengan un poco más de paciencia. Ya llego a mi destino. Los seres humanos tenemos mala opinión de nuestra especie. ¡Ojo! No la tenemos mala de nosotros mismos. La tenemos de los demás, del conjunto amorfo de personas que pertenecemos a la especie Homo sapiens –la única especie de nuestro género que no se ha extinguido aún–, aunque la tengamos excelente de nosotros mismos y bastante buena de algunos de nuestros familiares y de casi todas nuestras amistades.
Todo hay que decirlo: no nos faltan razones para pensar mal de nuestra especie. No hay más que ver cómo está el mundo para que cunda el desánimo y pensemos que los seres humanos somos un verdadero desastre. La interpretación que hace la Iglesia de la narración del capítulo 3 del libro del Génesis es, en el fondo, reflejo fiel de ese estado de opinión. Es más, tengo la sospecha de que en otras culturas hay relatos que cumplen una función semejante, narraciones que atribuyen un determinado origen a nuestra supuesta propensión al mal. Los seres humanos, seguramente, nunca hemos tenido a la especie en alta estima; más bien todo lo contrario.
Y, sin embargo, se equivocan.
Notas:
- Abordo en esta nota un aspecto del pecado original que no he querido tratar en el texto principal porque habría roto el hilo argumental. Lo trato aquí, fuera de texto. Me resulta enigmática la compatibilidad de esta historia con el hecho de la evolución de nuestro género y nuestra especie. Y me fascina el enigma. No lo digo en broma. Desde el momento en que la Iglesia Católica dio por buena la evolución de las especies en los términos (neodarwinistas) admitidos en la actualidad por la comunidad científica, el relato bíblico y, sobre todo, su interpretación católica, pierde todo su sentido, salvo si se entiende metafóricamente. Por esa razón me desconcierta profundamente que, según el Catecismo (390), aunque el relato bíblico haga uso de imágenes o haya sido redactado utilizando figuras literarias, el pecado original está considerado un acontecimiento real de los inicios de la historia humana. Me pregunto: ¿qué Adán y qué Eva pecaron? ¿quiénes fueron aquellos seres humanos? ¿en qué momento de la historia de nuestro linaje lo hicieron? ¿a qué especie humana pertenecían los pecadores?
- Creo que el británico William Golding es el más genuino representante de los literatos que en el siglo XX han reflejado en su obra la inclinación al mal de nuestra especie. El señor de las moscas y Los herederos son buenos ejemplos de esa visión.
- En el enlace que sigue podrán ver una interpretación de Las cuatro y diez de Luis Eduardo Aute:
https://www.youtube.com/watch?v=4w7mrt0Wjqo
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