Para responder a la pregunta que titula esta anotación, les sería de utilidad leer esto. Si lo leen, tendrán noticia de un conjunto de experimentos en los que se ha estimado el valor monetario de la vida de un ratón y cómo varía ese valor dependiendo de si se establece en privado, de forma individual, o en el mercado, en un contexto de intercambios comerciales con otras personas. Pero no es necesario que lo lean. El título de la anotación es engañoso, esto no va de ratones, ni del valor de sus vidas, va de moral y de mercados.
Los experimentos en los que se establecía el valor de la vida de los ratones revelan algo perturbador. Incluso en situaciones tan sencillas y tan palmarias (por próximas e inmediatas) como las ensayadas en los experimentos citados, se verifica una tendencia a rebajar el valor de un bien moral cuando tal valor se fija en el mercado. Infiero que, con más razón, en mayor medida ocurrirá eso mismo cuando la actuación en el mercado no tiene consecuencias ni inmediatas ni próximas. De ser correcta esa inferencia, no parece que apelaciones a la moral de la gente resulten de alguna eficacia si lo que se pretende con ellas es reducir o aliviar las consecuencias negativas para terceras personas que pudiera ocasionar el funcionamiento de los mercados.
A menudo nos quejamos de que haya países en los que se permite el trabajo infantil en condiciones de extrema dureza; también rechazamos la explotación de los trabajadores en los países pobres; hay personas a las que repugna que los animales que se crían en granjas para alimentarnos sufran y se encuentren en condiciones penosas; y lamentamos el deterioro ambiental que ocurre a causa del consumo de energía y materias primas que se necesitan para mantener nuestro nivel de consumo y bienestar. Los consumidores occidentales tenemos acceso a bienes baratos en parte porque su producción se realiza en condiciones que no respetan los mínimos de seguridad, higiene y dignidad que exigimos en nuestros propios países.
Y sin embargo, a la hora de la verdad ignoramos los estándares morales que nos conducen a esas quejas y lamentos, cuando buscamos la camisa más barata para deshacernos de ella poco después, o cuando pagamos por un teléfono móvil un precio con el que aquí, en nuestro país, solo se podría, en el mejor de los casos, fabricar la funda de plástico.
Nada de lo dicho aquí debe entenderse como una denuncia del comercio, tampoco del internacional. No solo es una actividad necesaria, también es beneficiosa. Es bueno comprar bienes producidos u objetos fabricados en otros países, como lo es que en otros países compren bienes o servicios producidos en el nuestro. El comercio permite que en cada lugar se produzca aquello que resulte más fácil o más barato, y que se venda en otros lugares, en los que lo harían con mayor dificultad o a mayor coste. En la transacción hay beneficio para ambas partes.
El ejercicio del comercio, per se, no tendría por qué socavar bienes morales. Ahora bien, dado que no es improbable que tal cosa ocurra, debemos ser conscientes de ello y actuar en consecuencia. Cuando consumimos, conviene tener presentes las circunstancias bajo las que se han producido nuestras adquisiciones. Y si hay constancia de que entre tales circunstancias figuran prácticas prohibidas en la Unión Europea, además de tenerlas presentes, no debería permitirse su comercialización en Europa.
Lo que he expresado en los párrafos anteriores son opiniones personales. Es cómo me gustaría a mí que actuásemos. Pero no conlleva reproche moral alguno a quienes ven las cosas de otra manera. Por eso nada de lo dicho hasta ahora debe interpretarse como una amonestación. Por una parte, sería inútil. Y, por la otra, como ya dejé dicho aquí, no creo que sea una buena práctica el sermoneo o moral, esa propensión creciente en nuestra sociedad a que se nos diga qué debemos pensar y cómo nos debemos portar.
Entonces, se preguntarán ustedes, si le parece beneficioso el comercio y si no pretende dar lecciones morales, ¿a qué viene esta anotación?
Pues bien, viene exactamente a poner eso de manifiesto. Usted puede estar íntimamente convencido de que algo es malo, malo en virtud de sus principios morales básicos, malo porque supone una práctica alejada de las virtudes que le gustaría se practicasen, o malo porque provoca en el mundo una mayor cantidad de sufrimiento que de bienestar. Pero sean cualesquiera los motivos de esa consideración, que a usted algo le parezca mal, no es razón para el reproche.
Y aunque pueda resultar chocante, lo anterior no invalida la consecuencia que un servidor ha extraído: que no deba hacerse reproche moral no es óbice para dejar de ofrecer la información relevante con respecto a la práctica que es objeto de atención. En otras palabras: informar, sí; enjuiciar moralmente, no.
Y por supuesto, si alguna forma de comportamiento le parece perjudicial para la sociedad o, incluso, para el conjunto de la humanidad, lo lógico es que promueva, con los medios a su alcance –la acción política, por ejemplo–, el correspondiente cambio normativo.
Por la misma razón, estimo más útil, en vez de alardear de comportamiento virtuoso, limitarse a ejercitarlo. Es mucho más efectivo, porque es ejemplar y por ser una especie rara.
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