Hace un par de semanas Daniel Innerarity publicó en el Correo un artículo de opinión en que abogaba por «desmoralizar la política» (ese era, precisamente, su título). En síntesis, lo que venía a decir es que si se moraliza en exceso y los debates entre opciones políticas se plantean contraponiendo lo que está bien a lo que está mal, es muy difícil llegar a acuerdos y, además, hace que se acentúe la polarización. Decía Daniel que deberíamos llevar el debate político al terreno de los intereses, porque en ese ámbito es más fácil alcanzar soluciones de compromiso, adoptar opciones intermedias y, así, evitar el exceso de polarización.
Creo que acierta al criticar la moralización del debate político o, el exceso de moralización. Hay demasiada moralina, demasiada consideración de la bondad o maldad de las acciones o propuestas propias y del contrario. Añado: hay demasiado sermoneo moral. Los anglosajones tienen un término muy bueno para llamar al sermoneo: moral grandstanding. Grandstand es la tribuna, el púlpito; y el verbo to grandstand quiere decir pavonearse, fanfarronear. Moral grandstanding sería, por tanto, el pavoneo moral.
Imagínese un pavo, mostrando su cola engalanada; el pavoneo moral es exactamente eso. De la misma forma que el pavo muestra a las pavas su calidad genética tal y como la representa la belleza de su elaborada y colorida cola, un predicador moral muestra su (supuesta) condición virtuosa sermoneando a los miembros de su comunidad.
Las redes sociales de internet están repletas de moral grandstanders; hay, de hecho, muchas cuentas cuyo única actividad consiste en difundir propaganda política (a veces disfrazada de información) teñida de moralina y, de esa forma, demonizar al adversario.
Por otro lado, no son pocos quienes, desde posiciones de izquierda, afirman que la izquierda es moralmente superior a la derecha. Y aunque lo suelen expresar con menos frecuencia y énfasis, quienes se encuentran en posiciones ideológicamente opuestas también tienden a pensar que la suya es la opción moralmente superior. Lo que no suelen tener en cuenta unos y otros es que los principios morales de los adversarios son diferentes que los propios; olvidan que las fuentes de moralidad son diferentes en función de la ideología y, también, que las visiones (de las personas, la sociedad y el mundo) son diferentes y, a menudo, contrapuestas.
Pues bien, la propuesta de Daniel, aunque persigue un objetivo muy razonable, me parece que no va del todo bien encaminada. Veamos por qué digo esto.
Entiendo la moral como el código de comportamiento que nos gustaría que gobernase nuestras relaciones con los demás. Es, lógicamente, una herramienta para la relación social, para interactuar con los otros de la forma más provechosa posible desde el punto de vista de la convivencia. Y es, por ello, resultado de la historia cultural del grupo social al que pertenecemos y de nuestro periplo vital. Las creencias religiosas más extendidas en el mundo contienen códigos morales; la religión es parte y consecuencia de esa historia cultural a la que he aludido antes.
Los códigos morales, por tanto, se despliegan en el entorno social. Por esa razón, es lógico que inspiren las ideas políticas y que acaben, en muchas ocasiones, figurando en las leyes de que se dotan los grupos humanos para regular la convivencia. Lo que quiero decir con esto es que no es posible desvincular la esfera de la moral de la de la política. Porque si bien es cierto que la política conjuga, además de opciones morales, intereses, también lo es que estos no son la única guía de las opciones políticas.
La cultura (la historia cultural del grupo social a que he aludido antes y en la que he incluido la religión) también es un condicionante fundamental de la ideología y, por lo tanto, de las ideas políticas. No creo necesario que me extienda sobre la importancia de la lengua, por ejemplo. Y en general, cualquier elemento que contribuya a configurar la componente colectiva de la identidad influye en –por no decir que determina– la opción política.
Por otro lado, aunque sea cierto que los intereses influyen en los principios o valores y, por lo tanto, tienen consecuencias morales, solo es cierto de forma parcial. Hay principios morales ajenos a los intereses. Antes incluso de aprender a hablar, los bebés ya tienen intuiciones morales (véase, entre otros, A Natural History of Human Morality, de Michael Tomasello). Y hay principios tales como la Regla de oro –cuya formulación en los evangelios figura en el Sermón de la Montaña y de cuya existencia se tiene constancia ya en el antiguo Egipto (1850 aEC) –, que es aceptada universalmente como una regla de convivencia.
Que política y moral estén –a través de la ideología– íntimamente entrelazadas, impide que nos desprendamos de consideraciones morales en el debate político. Ahora bien, una cosa es que no podamos desprendemos de esas “adherencias” morales. Y otra muy diferente que llenemos el debate político de admoniciones, que nos dediquemos a satanizar al adversario y, como dice Daniel, lo convirtamos en el enemigo, a base de atribuirle la defensa del mal.
Las opciones morales son personales e intransferibles, pues, en la esfera moral, solo hemos de responder de nuestros actos ante nuestra conciencia o nuestra razón. O ante Dios, si quien responde cree en él. Pero no puede pedirse –menos aún exigirse– a nadie que actúe de acuerdo con un determinado código moral. Lógicamente, quien no respeta las normas morales comúnmente aceptadas por el grupo se expone a perder su buen nombre e, incluso, al ostracismo social. Pero de ahí no se deriva que quepa exigir a nadie un desempeño moral determinado, salvo que tal desempeño esté codificado en las leyes.
Por todo esto, lo que a mí me gustaría es que pudiésemos debatir de política (y de lo que toque) dando nuestra opinión acerca de las propuestas que consideramos moralmente superiores, sin que esa consideración nos lleve a pensar de manera automática que quienes tienen opciones morales diferentes de las propias son, por ello, peores personas. No se trataría tanto de no moralizar (creo que es imposible evitarlo), sino de no practicar ni aceptar el sermoneo moral.
En resumidas cuentas, si bien no comparto del todo la idea de que deba desmoralizarse la política, sí pienso que la consideración moral de las ideas o las actuaciones políticas no debería implicar la (des)calificación moral del adversario, su conversión en enemigo moral, su demonización.
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