Hoy 12 de octubre se celebra la Fiesta Nacional española. Y me ha dado por pensar en naciones y patrias. Me permitirán que no me detenga a definir patria y nación. Me gusta echar un ojo a la etimología de las palabras porque, aunque sé que su significado cambia con el tiempo y uso en diferentes contextos, nos habla del origen de las nociones, de su significado profundo.
Patria procede del latín patris, que es el genitivo de pater. Los romanos utilizaban la expresión terra patria, que hacía referencia al lugar de procedencia de los padres, a la tierra paterna y, por extensión, a los antepasados. En las lenguas germánicas la correspondiente palabra es fader (del mismo origen indoeuropeo que las romances) y ya en el siglo XIII se usaba la expresión fatherland, que quiere decir lo mismo que tierra patria. Ambas, pater (father) y patria funcionan como adjetivos y hacen referencia a los antepasados, una referencia relativa a la herencia cultural. En el caso del español patria perdió terra, el sustantivo al que adjetivaba y quedó como sustantivo. En inglés actual se utilizan, al menos, tres términos, mother country, fatherland y homeland, país madre, tierra de nacimiento (de origen) y tierra del hogar.
Nación también proviene del latín. Originalmente hacía referencia al conjunto de personas unidas por un origen común. Lo curioso de esta palabra es que denominaba al grupo de personas que, teniendo origen común, se encontraban en un país o ciudad extranjera. Las naciones de los asirios o de los judíos eran los grupos de personas procedentes de esos lugares que vivían en Roma. Es interesante que en la universidades medievales o renacentistas se hablaba de la nación de los estudiantes para referirse, precisamente, a los que compartían procedencia (aproximadamente). Digo que “aproximadamente” porque en la Universidad de París, la nación de Francia incluía también a los procedentes de las penínsulas itálica e ibérica, y la de Germanie a alemanes, austriacos e ingleses. Todo esto se puede encontrar dando una vuelta prudente por internet y consultando la misma Wikipedia en español.
Sea como fuere, si atendemos a la etimología, tenemos patria, que hace referencia a la procedencia de los antepasados, con una cierta componente cultural. Y también nación, que alude a los que comparten origen (aproximadamente).
Ambos términos se utilizan ahora con implicaciones principalmente políticas, bien por identificar una patria o nación con un estado, o por nombrar a la entidad nacional a la que se desea otorgar alguna forma de institucionalización política, ya sea mediante un estado independiente o alguna fórmula de autogobierno en el seno de un estado ya constituido.
Estoy seguro de que se pueden introducir múltiples matices desde la politología, historia y otras disciplinas. Pero creo que todos sabemos de qué estamos hablando.
Vivo en un lugar de Europa en el que se ha institucionalizado la nación vasca en forma de comunidad autónoma dentro de España. Muchos de mis conciudadanos están conformes con esta situación, unos pocos querrían que no hubiese ninguna institución política vasca, y otros, no pocos, desean que la nación vasca se constituya en estado independiente. Es más, durante medio siglo una organización terrorista, ETA, asesinó a cerca de mil personas en nombre de la patria vasca, con el propósito de conseguir su independencia. En esta parte de Europa hemos vivido, a cuenta de “la cosa” (que diría Iban Zaldua), en un clima de violencia armada de motivación política, entreverado con episodios de guerra sucia por parte de fuerzas parapoliciales controladas por funcionarios del estado o personal a su servicio.
No ha de sorprender, por tanto, que durante casi toda mi vida adulta haya pensado mucho acerca de estas cosas y, sobre todo, sobre mi situación personal en relación con ellas.
Como dice la biografía publicada en la web que alberga este blog, nací en Salamanca de padre y madre salmantinos. Si nos atenemos a la etimología (terra patria), soy español. Lo soy por nacimiento y por herencia cultural. En esto de la cultura, el castellano pesa muchísimo, claro. Es mi lengua materna; me gusta cultivarla y tratar de hacerlo bien. Me crie y eduqué en ella. La gran mayoría de mis relaciones hasta los 20 años de edad las entablé en español. La mayor parte de la literatura –que es una de las cosas más importantes de mi vida– la he leído en español.
También pesa mucho la comida. Para mí es importante, lo ha sido siempre. Hasta que me casé y me fui del hogar familiar, mucho de lo que comíamos en casa era, de una forma o de otra, salmantino. No se preparan igual las legumbres, las verduras se cocinan de forma diferente; la morcilla se hacía con pan y se le ponían piñones; apenas se comía pescado; comíamos más carne de cerdo que de vacuno; los fiambres y embutidos eran de otro nivel, no solo diferentes, eran otra cosa. Cuando íbamos a Salamanca traímos chorizos, salchichones y, si era la época, hasta hornazo.
En 1970 nos trasladamos a Bilbao. De allí a Santurtzi (entonces Santurce) en 1971. Y de Santurtzi a Leioa (entonces Lejona) en 1977. Llevo medio siglo viviendo en Leioa. Medio siglo y, aunque suene extraño, sigo considerándome emigrante.
Tras nuestro traslado aprendí a comer y a valorar otros alimentos, otras preparaciones. Trabajé en un restaurante vizcaíno –de esos de toda la vida– durante dos veranos y los fines de semana de dos inviernos, y aprendí a preparar platos de la cocina vasca. Se me da bien cocinar; me recuerda al laboratorio.
Y está la gente, claro. Conforme pasaban los años, se fueron debilitando los lazos familiares en Salamanca, salvo con quienes, como nosotros, se asentaron en esta tierra. Aintzane es de Bilbao, e Iñigo y Amaia han nacido en Bizkaia. La mayor parte de mis amigos son naturales del País Vasco.
Con 19 o 20 años aprendí la lengua vasca. Y desde entonces la utilizo con frecuencia, he impartido docencia de fisiología en ella, y he escrito sobre temas científicos y columnas de opinión en esa lengua. Hablamos en euskera con nuestros hijos, aunque ambos son totalmente competentes en castellano.
Aunque no mucha, leo literatura en euskera. Admiro a algunos escritores vascos, aunque mi conocimiento del panorama literario en lengua vasca es limitado. También son vascos los autores de literatura en castellano que leo con más placer últimamente.
Parte de nuestras amistades son de otros lugares de la geografía española y viven en esos lugares. Y hasta nos reunimos con cierta frecuencia para asistir a Naukas Bilbao o para celebrar alguna cuchipanda en casa de algunos de nosotros.
Por último, nos unen vínculos sentimentales fuertes con la cornisa cantábrica, León, Galicia y norte de Portugal. Podría decir que nos encontramos muy a gusto en el cuadrante noroccidental de la Península Ibérica. Esto no quiere decir que no nos resulte agradable la estancia en otros lugares. No es eso. Me encanta Lanzarote, Córdoba, Granada, ciertas zonas de Madrid y Barcelona, y muchos otros sitios, pero donde disfrutamos estando, paseando, comiendo, viviendo, es en ese cuadrante noroccidental o, quizás, ese triángulo que delimitan Lisboa, Izaba y Fisterra, como vértices.
Ese triángulo es mi patria. Es aquí a donde quería llegar. Es mi patria porque es mi espacio de confort, anímico, sentimental, cultural y gastronómico. Ese espacio del que no quiero salir. Quiero permanecer en él.
No me siento concernido por proyectos políticos de carácter patriótico de largo alcance, aunque esto no quiere decir que no tenga preferencias políticas; las tengo (en mi caso de color vasquista). Me interesa la política. Y me preocupa la deriva que ha tomado la española, por cainita.
También, y ahora más si cabe, me considero europeo, ciudadano de la Europa política. Con todas sus deficiencias, que tanto he criticado, Europa es el lugar del mundo en el que quiero vivir. Es el espacio en el que más se respetan los derechos humanos; donde menos se discrimina a la gente en razón de sexo, procedencia, credo o ideología; donde más seguridad jurídica hay; donde más libertad gozamos para expresarnos, movernos y actuar políticamente; donde más democracia hay; donde los que menos tienen están mejor atendidos. Europa no es un paraíso, ni mucho menos. Hay muchas cosas que deben mejorar. Pero fuera de Europa no se me ocurren mejores lugares para vivir.
Si me pusiese el velo de la ignorancia antes de nacer y no supiese en qué familia vendría al mundo, querría hacerlo en el país en que vivo y, más concretamente, en ese espacio que he delimitado como mi patria.
Estas consideraciones sobre Europa no las habría incluido hace diez años. Pero hoy uno de los elementos que configuran esa patria que es el espacio de confort que no quiero abandonar, es Europa precisamente, lo que la pertenencia a la Unión Europea nos aporta.
No me interesan, porque no me identifico con ellos, himnos ni banderas, aunque entiendo que cumplen una función. Mi natural antigregario me aleja de demostraciones y actos políticos colectivos. No comparto el ideal nacional español, quizás porque es el que me transmitieron en la escuela del Paseo del Rollo, en el que viví en Salamanca, y en el instituto de Portugalete, donde estudié el bachillerato. Y aunque muchos insisten en que los valores que ahora se promueven son otros, a mí no me acaba de gustar lo que percibo. No me gusta que se celebre la Fiesta Nacional con desfiles militares.
Tampoco me identifico con ideales independentistas; no dejaría de ser un outsider en una Euskadi independiente. Pero entiendo que son legítimos todos los proyectos políticos que se defienden por vías pacíficas y democráticas, y que persiguen una convivencia con los mismos adjetivos. Y asumo con naturalidad que la separación e independencia de una parte del estado español es un proyecto político tan legítimo como cualquier otro. Pero no es el mío.
Todo esto viene a cuento de estos tuits que me ha dado por poner hoy, día de la Hispanidad y Fiesta Nacional española:
He pensado que me debía explicar. Porque hay formas alternativas de entender el patriotismo.
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