Desde el punto de vista personal, particular, pocas cosas me parecen tan sensatas como que se nos sugiera o pida ahorrar, lo que sea, energía, agua, comida o tiempo. No le veo más que ventajas, siempre que sea posible, claro. Si realmente hablamos de ahorro, se entiende que se trata de dejar de gastar lo que no se necesita o aquello de lo que, sin demasiado esfuerzo, podemos prescindir. En casa, los padres nos inculcaron las virtudes del ahorro, y creo que nosotros hemos hecho lo propio con nuestros hijos. Defiendo el ahorro, pero confieso que, sin excesos, disfruto de una cómoda posición económica y me lo puedo permitir.
Justo es reconocer que no es fácil delimitar con precisión el ahorro razonable del que no lo es, del exceso de estrechez, de las limitaciones exageradas. Pero creo que podemos convenir en que se puede prescindir de muchísimos bienes. Si algo nos enseñó la pandemia es, precisamente, eso. Vivienda y alimento, por supuesto. Y un mínimo de confort térmico, el necesario para que haya cierto margen antes de que los dedos no queden ateridos o suframos una lipotimia por exceso de calor. Y algo de entretenimiento. Yo pongo los bienes culturales en ese capítulo pero vale hasta el fútbol. Igual que los bares. O los paseos. Estas son las cosas que creo deben salvaguardarse. Ya me referí a ellas aquí.
Luego están las opciones: se puede salir de copas todas las noches o tomar un par de cafés a la semana; se puede ir en coche particular o en transporte colectivo; se puede tener un modesto utilitario o un automóvil de lujo y alto consumo; se puede pasar el verano en casa o ir a Australia de vacaciones; se puede tener el aire acondicionado a 25 C o a 15 C; la calefacción se puede poner a 16 C o a 26 C. Podríamos seguir así con una lista larguísima de casos, pero no merece la pena; se me entiende.
Hay otras formas de ahorro, de otra naturaleza. Se pueden regalar decenas de juguetes de ínfima calidad y nulo interés por Navidad, o dos buenos juguetes para todo el año. Podemos cambiar de ropa cada semana comprando en tiendas de moda-basura o adquirirla de mejor calidad y tratar de que dura tantas temporadas como sea posible. Podemos cambiar de automóvil cada año o alargar su vida útil hasta que su edad sea un factor de riesgo.
Y luego hay miles de cosas prescindibles, cosas sin las cuales se puede vivir divinamente.
Lo anterior se refiere a decisiones personales. Otra cosa es el efecto agregado que esas decisiones, si cayesen sistemática o mayoritariamente del lado del ahorro, tendrían sobre la actividad económica, sobre todo si esas decisiones se toman de golpe y se aplican en poco tiempo. No soy economista, pero sospecho que la caída en la demanda de bienes generaría un shock económico. De una semana para otra, de un mes para el siguiente, se perderían miles de puestos de trabajo, aquí y en China, por cierto.
El estado dejaría de ingresar una fortuna en impuestos. Y los servicios públicos quedarían al borde del colapso. O sencillamente, desaparecerían. Eso sí sería un austericidio, uno de verdad.
Si se dan cuenta, estamos atrapados en una noria en la que somos el ratón. Dedicamos nuestra energía a mantenerla en movimiento porque, si se para o, sin pararse, si se ralentiza, muchos ratones ayunarán y algunos morirán.
Pienso que durante las últimas décadas, impulsados por una propensión al consumo conspicuo, a la ostentación, a la satisfacción que nos produce la adquisición de bienes inútiles, al placer que nos proporciona la expectativa de ir a un lugar exótico y, sobre todo, contárselo luego a las amistades, nuestras sociedades han estado quemando billetes de 500€ a puñados. Lo están haciendo este verano hordas de turistas sudorosos llenando todos los rincones en busca de una sombra bajo la que cobijarse.
Eso no es sostenible, ni en términos ambientales ni por razones espirituales o, si se prefiere, emocionales. El obedecer a impulsos irracionales -la mayoría de los que nos conducen al despilfarro lo son- nunca ha sido sano ni sostenible.
El debate debería ser sobre el modelo de sociedad (en el sentido de modelo de consumo, crecimiento, formación, ambiental, etc.) que debería promoverse mediante medidas políticas. Gilipolleces como #madridnoseapaga y similares son frivolidades que merecen el más duro reproche. Actitudes como la de la ministra Ribera, cuando anunció que España no racionaría la energía, y el tono revanchista con el que lo hizo, son inaceptables.
No soy ningún ingenuo. Sé que nada que merezca la pena es fácil, y más difícil lo es bajo un sistema político tan cainita como el que sufrimos. También supongo que entre el despilfarro y el ahorro drástico debe haber alternativas razonables y que el tránsito, como todos, debería ser gradual. Pero deberíamos conversar. La derecha debería desprenderse de esa ilusión de futuro infinito, inagotable, y aceptar que también en el ámbito privado, la mesura, la contención, es una opción deseable. La izquierda debería aceptar que hay formas de austeridad y de eficiencia, también para el propio estado y la administración, que son saludables. Y seguramente hay muchas más cosas que podrían hacer y asumir. No pretendo ser exhaustivo.
Se trata de que los ratones corran en la noria, pero sin pasarse, que puedan descansar, tomarse un respiro. Se trata de vivir.
Si me lo permite, antes de despedirme le voy a contar un cuento biológico. Es a los solos efectos de ilustrar este tema con una metáfora. Tenga un poco de paciencia.
En los bebés y pequeños mamíferos que hibernan hay unas células que tienen depósitos de grasa en su interior. Al tejido que forman lo llamamos grasa parda, porque tiene vasos sanguíneos y muchas mitocondrias, y todo ello le proporciona un tono parduzco. En las mitocondrias de esas células se amontonan, gastando energía, protones en un espacio entre dos membranas para, luego, dejarlos salir de allí. Lo hacen a través de unas proteínas con estructura de canal que se llaman proteínas desacoplantes. En apariencia todo esto es un poco inútil. Se meten protones en un sitio del que luego salen, pero para ello se ha gastado bastante energía, la que aporta la grasa allí almacenada.
En otras células ocurren unas reacciones químicas y, a la vez, ocurren otras, en sentido opuesto, que deshacen lo que hacen las primeras. Esto es, se transforma un producto en otro y, a la vez, el segundo se convierte en el primero. Parece de locos. A esas parejas de reacciones se las llama ciclos fútiles. El adjetivo es expresivo.
Podría parecer que, con nuestra actitud, imitamos a los ciclos fútiles y a las vías desacoplantes. Podría parecerlo, pero no lo hacemos, no las imitamos. Porque las proteínas desacoplantes cumplen una función: permiten que las células en que se encuentran produzcan calor, el calor que se libera como consecuencia del trasiego de protones de un lado al otro, un calor que utilizan sus organismos para funcionar correctamente. Y los ciclos fútiles no disipan energía a tontas y a locas. Cursan en las dos direcciones porque de esa manera regulan el metabolismo celular.
Nosotros lo que hacemos con nuestra energía, con nuestros bienes, con nuestras cosas, a diario, no es lo que hacen las mitocondrias de la grasa parda, ni los cilcos fútiles. Nuestras sociedades, en su conjunto, y nosotros a título individual, actuamos como Sísifo llevando la piedra hasta la cumbre de la montaña para, a continuación, dejarla caer y volver a empezar. Simplemente derrochamos. Y ello no nos hace más felices, solo nos hace más pobres y dejará a quienes nos sucedan, un planeta más miserable del que heredamos nosotros. Ellos, quienes nos hereden, pagarán el precio de nuestro narcisismo.
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