Sin los instrumentos y el saber acumulado de las ciencias naturales, los seres humanos están atrapados en una prisión cognitiva. Son como peces inteligentes que nacen en un estanque profundo y oscuro. Curiosos e inquietos, deseando salir, piensan en el mundo exterior. Inventan ingeniosas especulaciones y mitos sobre el origen de las aguas que los confinan, del sol y las estrellas que hay arriba, y del significado de su propia existencia. Pero se equivocan, siempre se equivocan, porque el mundo es demasiado ajeno a la experiencia ordinaria para ser siquiera imaginado.
Edward O. Wilson (1998): Consilience-The Unity of Knowledge
El autor del párrafo con el que he encabezado esta conjetura falleció anteayer, el 26 de diciembre, a la edad de 92 años. Edward Wilson fue uno de los intelectuales más importantes del último medio siglo. Si no lo ha hecho aún y tiene interés en saber algo más del personaje, puede leer este obituario que escribí ayer para Voz Pópuli o, mejor aún, este otro de Carl Zimmer en The New York Times.
Wilson creía que hay un orden esencial en la naturaleza; que está gobernada por un conjunto de leyes que le dan sentido; que los seres humanos, mediante los métodos instrumentales y conceptuales de las ciencias naturales, estamos capacitados para descubrirlas y, de ese modo, conocer y comprender la realidad que nos rodea. Esa creencia, el encantamiento jónico -en afortunada expresión del físico e historiador Gerald Holton-, proviene de la llamada escuela jónica del s VI a.e.c. Aunque ese espíritu inspiró también a los pensadores de la Ilustración, se desvaneció en la transición del s. XVIII al XIX, como consecuencia, en parte, de la reacción romántica al movimiento ilustrado y de su prematuro agotamiento por falta de los debidos recursos intelectuales.
Los siglos XIX y XX han visto la divergencia creciente de los saberes, algo que, en opinión de Wilson, estamos en condiciones de revertir para lograr la reunificación del conocimiento en torno a los principios, métodos y conceptos desarrollados por las ciencias naturales. Wilson, en Consilience (1998), propuso recurrir, para ello a la consiliencia (literalmente, saltar juntos), un término mediante el que quiere expresar la disposición a encontrar un conjunto de leyes que puedan entretejer, a la vez que los explican, los diferentes niveles de la realidad, desde el subatómico hasta el social, de manera que conformen un todo armónico que permitan su profunda y lo más completa posible comprensión.
Tengo dos objeciones a esa gran idea. Una es que, si bien las herramientas de las ciencias naturales nos pueden proporcionar conocimiento válido, universal, de ciertos aspectos de la creación artística (entiéndase artística en su más amplia extensión), paradójicamente, no creo que permitan sustituir el conocimiento que esa creación proporciona. ¿Puede un estudio científico proporcionarnos el conocimiento que transmite la contemplación de una obra plástica? ¿O el que nos deja la lectura de una novela? Yo no lo creo. Son diferentes esferas de la experiencia humana y, si bien los métodos de las ciencias experimentales nos permitirán, quizás, entender los procesos creativos en sus detalles más íntimos, dudo que sean capaces de suplantar a estos. De modo similar, la ciencia puede ofrecernos convincentes explicaciones evolutivas de la existencia de credos religiosos, tanto desde el punto de vista neurológico/cognitivo como del moral/comunitario, pero no creo que pueda proporcionar algo similar a lo que otorga la experiencia religiosa.
La otra objeción no es tan inmediata, tiene más enjundia y tiene que ver con el párrafo que encabeza este texto. Los seres humanos, incluso contando con el impresionante bagaje que nos proporcionan las ciencias naturales, no estamos ni estaremos en condiciones de alcanzar una comprensión fiel y completa de la realidad. Expresado de forma más sucinta: no estamos en condiciones de tener un conocimiento verdadero del mundo. Recurriendo a la metáfora platónica de Wilson, los seres humanos seguimos siendo esos peces inteligentes nadando en un estanque profundo y oscuro. Quizás nos hemos dotado de focos adecuados para obtener una imagen convincente de lo que nos rodea, pero seguimos sin saber en qué consiste la realidad; en otras palabras, seguimos sin saber qué hay ahí afuera.
La ciencia consiste en la búsqueda y detección de regularidades; en la elaboración de modelos útiles para representarlas; y, en muchos casos, para predecir cómo se comportará el aspecto de la realidad representado por el modelo. El contraste empírico con los hechos, la medida en que es fiel a las observaciones, es el criterio en virtud del cual el modelo se rechaza, se mejora, o se sustituye por uno nuevo. Básicamente en eso consiste el avance del conocimiento científico.
Ese método, a diferencia de la contemplación de una obra de arte o de la lectura de una gran novela, ofrece un conocimiento universal, (provisionalmente) válido en cualquier tiempo y lugar, porque en el momento que deja de serlo (de ahí el carácter provisional), ha de ser sustituido por otro mejor. De una obra de arte, sea de la disciplina que sea, no cabe decir que el conocimiento que podemos extraer tiene valor universal, porque cada persona adquiere un conocimiento diferente: la experiencia artística no es transferible, o no lo es con carácter general. Además, las obras artísticas no pierden su valor por el hecho de que se creen nuevas obras. Una obra de arte no sustituye a otra, aunque respresenten un mismo objeto u obedezcan a un propósito similar.
La ciencia, entendida como en el párrafo anterior, no es sino la sofisticación creciente de un rasgo innato. Nuestro sistema cognitivo detecta patrones, observa regularidades y les da sentido. Sin un significado que otorgarles, la mera contemplación de regularidades no nos diría nada. Damos sentido al movimiento del sol en el cielo y de las estrellas en el firmamento. Los seres humanos, tradicionalmente, hemos buscado una explicación para esos fenómenos; no nos hemos limitado a describirlos. Y en muchos casos, la explicación lleva implícita una predicción: el sol sale todas las mañanas, por lo tanto, mañana también lo hará. No es poco. De la misma forma, cierta disposición de formas y colores entre las hierbas altas en la sabana hicieron pensar a nuestros antepasados (y nos harían pensar a nosotros también) que entre la vegetación acechaba un felino peligroso.
De lo anterior se infiere que esas observaciones han generado sendas historias. Hay una narración implícita en cada una de ellas. En ellas se plasma el sentido, el significado de las observaciones. Sin ellas, no nos servirían. No habríamos sido capaces de anticipar cada madrugada que el sol haría aparición pronto por el horizonte, más o menos por donde salió ayer. Y, sin narración, el felino habría dado buena cuenta de nosotros en algunas de las escasas ocasiones en que la imagen que interpretó nuestra mente correspondió, efectivamente, a un felino peligroso. Estas son el equivalente a las ingeniosas especulaciones y mitos a los que se refiere Wilson en la cita inicial. Porque los peces no especulan sin propósito.
Nuestro linaje ha tenido éxito en su travesía a lo largo de los tiempos, quizás demasiado, incluso. Sin necesidad de remontarnos muy atrás, si nos retrotraemos siete u ocho millones de años, veremos que un simio semiarborícola ha acabado dejando una descendencia que no solo ha llegado a nuestros días, sino que ocupa el planeta casi como si de una plaga se tratase. Ocho mil millones de seres humanos son buena muestra de ello, así como que la biomasa de nuestra especie y la de los animales que hemos domesticado represente una fracción enorme de la fauna total de mamíferos, más de un 90%. Pues bien, ese “éxito” no es ni más ni menos que el resultado, en parte, de la capacidad para detectar patrones y otorgarles, mediante una narración, un significado concreto a las observaciones. En otras palabras, nuestra mente ha evolucionado de manera que nos ha permitido sobrevivir y dejar cada vez un mayor número de descendientes, y lo ha hecho, en parte al menos, gracias a esa capacidad para otorgar sentido.
Nada de lo anterior tiene relación directa con la comprensión de la realidad. Esa “comprensión”, real o supuesta, no es sino un subproducto de la capacidad para otorgar sentido. Entiéndase que, cuando digo “otorgar sentido”, hablo de un sentido concreto, uno que es útil a los efectos de sobrevivir y reproducirnos, no necesariamente a uno que refleja fielmente la realidad. El felino entre las hierbas podía ser real o no, pero su imagen era útil. Como lo era la idea de que el sol se mueve de este a oeste por el cielo todos los días.
Que nuestras capacidades cognitivas han sido útiles en términos de aptitud darwiniana no implica, pues, que lo sean en términos de comprensión de la realidad. Y eso explica que conforme vamos adquiriendo más conocimiento, vamos mejorando los modelos, vamos elaborando narraciones más sofisticadas, narraciones que explican -dan sentido a- más fenómenos, o que tienen mayor poder predictivo, vayamos dejando atrás modelos que, o bien eran de alcance limitado o bien, sencillamente, se mostraron inválidos. Y lo que ha valido hasta ahora, esa dialéctica de sustitución de narraciones por otras cada vez mejores, no tiene por qué dejar de valer en adelante.
Un pulpo, salvo ocasionales salidas a la superficie de las aguas, permanece en ese estanque profundo y oscuro que es el mar. Al pulpo, su mente, su modalidad reproductiva semélpara, y su sistema nervioso distribuido, le han permitido existir (por el momento). No creo que le hayan permitido comprender la realidad. Nosotros somos como ese pulpo, solo que nuestro “estanque profundo y oscuro” está fuera del mar.
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