Las reglas del juego de la covid19 han cambiado
Supe hace unos días que en los Estados Unidos un buen número de campus, -entre ellos los pertenecientes a la Universidad de California, uno de los mejores sistemas universitarios del mundo-, exigen la vacunación frente a la Covid19 de su plantilla y la del alumnado para quienes desean asistir a clases presenciales.
No solo las universidades, grandes y conocidas corporaciones han tomado decisiones equivalentes. Hay países, como Francia, que ya han aprobado normas en esa dirección o se plantean esa posibilidad. Y otros, como Grecia, las han anunciado. Desconozco si en España tal cosa sería posible, pero creo que no. Ekain Payán Ellakuria, de la UPV/EHU, ha escrito sobre la posible vacunación obligatoria del personal sanitario. No parece fácil. De manera que, si no es fácil en el personal que trabaja con personas en situación de especial vulnerabilidad, más difícil será si se trata de personas que simplemente conviven en un centro de trabajo.
Otro compañero de la UPV/EHU, el investigador Ikerbasque Íñigo de Miguel, sostiene que, aunque la obligatoriedad de la vacuna no deba descartarse sobre la base de criterios éticos, antes deberían agotarse las posibilidades de alcanzar altos porcentajes de población vacunada con otros medios. Íñigo de Miguel lleva tiempo defendiendo la idea de habilitar espacios seguros, pidiendo pruebas diagnósticas negativas (PCR o antígenos) para acceder a dichos espacios. También cree que el uso de certificados de vacunación o de test con resultado negativo debería concebirse y usarse de forma flexible, variando el grado y tipo de exigencia a las características del espacio y de los usuarios a proteger en tal espacio.
Las cosas no son como eran en el verano de 2020 y el invierno pasado. Ahora está vacunada alrededor del 75% de la población y esto ha permitido que, a pesar de la muy superior capacidad de transmisión de las nuevas variantes –también entre personas vacunadas– y la consiguiente altísima incidencia de la pandemia este verano, el número de fallecimientos se haya mantenido en niveles relativamente bajos. Nacho López Goñi ha analizado de forma pormenorizada los datos para España y ha llegado a la conclusión de que hay motivos para la esperanza.
Sea como fuere, hasta que no haya vacunas con efecto esterilizante se seguirán produciendo contagios. De hecho, la carga viral de personas vacunadas puede llegar a ser tan alta como la de las no vacunadas. Y dependiendo de la condición inmunológica y de salud de las personas contagiadas, se podrán producir más fallecimientos. Esto no debería sorprender a nadie, pues las vacunas no son eficaces al 100%, entre otras cosas porque una fracción muy pequeña de las personas vacunadas no llega a desarrollar defensas. Además, aunque las vacunas ofrecen una protección muy importante pocas semanas después de su administración –también frente a la variante delta-, al cabo de unos meses se atenúa esa protección, dejando a las personas vacunadas en una situación de mayor vulnerabilidad frente a un posible contagio.
El periodista científico Kai Kupferschmidt, en un artículo para Science, ha analizado las diferentes posibilidades de evolución del SARS-CoV-2 ponderando las opiniones de varios especialistas. Según su evaluación es posible que las nuevas variantes que surjan sean aún más transmisibles que la delta, puesto que hay miles de millones de personas sin vacunar y para las que las vacunas tardarán aún en llegar. Dado que la probabilidad de que surjan variantes nuevas es mayor cuanta más libertad tenga el coronavirus para circular y, al multiplicarse, mutar, y puesto que las de mayor transmisibilidad se convierten en las hegemónicas, el egoísmo vacunal de los países ricos puede acabar costándonos caro. Los especialistas entrevistados por Kupferschmidt tampoco descartan que futuras nuevas variantes sean más virulentas que las actuales, ni que no consigan evitar las defensas creadas por las vacunas actuales, aunque lo más probable es que eso ocurriese en plazos de tiempo relativamente largos, de manera que sería posible contar con vacunas adaptadas a esas nuevas variantes. En todo caso, la principal conclusión del análisis de Kupferschmidt es que hay una incertidumbre muy alta en este momento con relación a la evolución de la situación en los próximos meses. Hay demasiadas incógnitas.
En otro orden de cosas, la inmunidad de grupo está resultando mucho más elusiva de lo que se suponía en un principio. Se suele afirmar que la mayor transmisibilidad de las cepas mayoritarias tiene parte de la culpa. Si hace unos meses se pensaba que era necesario que se vacunase el 70% de la población, hoy se estima que la protección que ofrece el grupo de inmunes se podrá alcanzar cuando estos lleguen a ser el 90%, un porcentaje prácticamente imposible de conseguir, dadas las reticencias a vacunarse de pequeños pero significativos porcentajes de la población.
Además, no es desdeñable la idea de Pedro Tarrafeta de que tan importante como tener un alto porcentaje de la población vacunada, es el tener altos porcentajes de vacunación en todas las franjas de edad. Dado que el virus circula preferentemente a través de los individuos de una misma franja de edad -sobre todo en el caso de los más jóvenes, que son quienes más se contagian ahora-, en tanto no haya un número suficientemente alto de miembros de cada cohorte vacunados, el virus circulará entre ellos libremente y, de vez en cuando, contagiará a las personas de otras franjas de edad con las que conviven o con las que, ocasionalmente, se pueden relacionar.
Se me ocurre una tercera razón, de más peso incluso que las anteriores. Dado que con las las vacunas actuales las personas vacunadas pueden contagiar y contagiarse, la protección que ofrece el grupo es, necesariamente, menor que la que ofrecería si hubiesen sido inmunizadas con vacunas esterilizantes. Dicho lo cual, ello no es óbice para que esa protección sea mayor cuantas más sean las personas vacunadas.
En cierto sentido, estamos mejor que hace unos meses porque, en comparación con el número de personas contagiadas, el de fallecidas es muy bajo ahora. No obstante, conviene detenerse en los datos que ofrece el registro de mortalidad del Instituto de Salud Carlos III. Entre el 19 de julio y el 19 de agosto actuales (2021) en el estado español han muerto un 15% más de personas de las que habrían fallecido en este mismo periodo en un año promedio sin pandemia; son unas 5 400 personas, la mayor parte, mayores de 74 años de edad. El periodo anterior más comparable con el actual es el que MOMO identifica entre el 4 de enero y el 13 de febrero de este año. Los perfiles de las dos olas de incidencia son muy parecidos, y en ambos casos los periodos identificados por MOMO corresponden a fases de la ola equivalentes, de descenso de la incidencia pero aumento del número de fallecimientos. Pues bien, en enero-febrero el exceso de mortalidad fue de un 21%, más alto que el actual pero, dadas las circunstancias -recién iniciada la vacunación entonces, y próxima a completar ahora-, la diferencia (21 % vs. 15 %) no parece muy grande. En otras palabras, un exceso de mortalidad de un 15% en las condiciones actuales debe ser considerado muy alto.
A tenor de (1) la gran incertidumbre que hay con relación a las posibles vías de evolución del virus, (2) el debilitamiento de la inmunidad con el transcurso del tiempo en las personas vacunadas o contagiadas, (3) los excesos de mortalidad tan altos aún, y (4) la tensión a que está sometido el sistema sanitario, todo hace indicar que en los meses próximos se mantendrán las medidas de protección en vigor. Esto quiere decir que, previsiblemente y si no se decide cambiar de estrategia, (1) los aforos (en centros universitarios, locales comerciales, negocios hosteleros, salas de conciertos, cines y teatros, etc.) seguirán siendo reducidos, (2) habrá que seguir utilizando las mascarillas en interiores y en exteriores con mucha gente próxima, (3) deberá mantenerse una vigilancia intensa con rastreos sistemáticos de contagios y (4) el sistema sanitario -y en especial los centros de salud primaria- seguirán sometidos a mucha tensión (esto último es lo peor).
¿Nos podemos permitir eso? ¿Nos lo podemos permitir en términos sanitarios, emocionales, o económicos? ¿Durante cuánto tiempo puede mantenerse el sistema sanitario bajo una tensión tan alta? ¿No se estará abonando el terreno a populismos peligrosos? ¿No se estará dando pábulo a conspiranoias? ¿No se estarán alimentando actitudes negacionistas?
Desconozco los detalles jurídicos de la cuestión, pero creo que ha llegado el momento de pensar en implantar medidas como las que propone Íñigo de Miguel de crear espacios “seguros” (o más seguros) e, incluso, de restringir el acceso presencial de las personas no vacunadas (por voluntad propia) a determinadas instalaciones, centros docentes, servicios o espacios, de la misma forma que se está haciendo en otros países. Además, de esa forma se incentivaría la vacunación voluntaria.
No soy partidario de la vacunación forzosa con carácter general; además, tal y como mostró un estudio en Alemania, no parece que la vacunación obligatoria sea una buena idea. Pero una cosa es obligar a vacunarse a quien no quiere y otra, muy diferente, dejar desprotegidas a muchas personas y al conjunto de la población frente a la amenaza que representa la actitud de quienes renuncian a vacunarse. Lo que está en juego, como sostiene Peter Singer, es la salud colectiva. En otras palabras, si mediante medidas como esas se pueden salvar miles de vidas, deberían poderse implantar. Y aunque el gobierno español ha renunciado de forma contumaz a hacerlo, lo cierto es que las leyes se pueden cambiar.
A la propuesta de habilitar «espacios seguros» mediante pasaportes covid o instrumentos similares se pueden oponer, al menos, dos argumentos. Uno es que, puesto que la vacunación va muy bien en el conjunto del estado español, no serían necesarias medidas específicas para impulsarla. Sin embargo, dado que el coronavirus que circula hoy de forma mayoritaria (delta) es tan contagioso como la varicela y que futuras variantes podrían ser más contagiosas aún, cuantas menos personas desprotegidas haya en la población, mucho menor será el número de las que se contagien y, por lo tanto, puedan enfermar (recordemos la importancia de tener un sistema sanitario sano) o morir. No se olvide, además, que el objetivo de las medidas no sería, solo, el de impulsar la vacunación -aunque tuviesen también ese efecto-, sino proteger a quienes accediesen a los «espacios seguros».
El otro argumento es que las vacunas, al no ser esterilizantes, no garantizan la protección frente a contagios y muerte, por lo que impulsar la vacunación tendría efectos limitados. Es cierto que no garantizan la protección, pero las epidemias son fenómenos poblacionales y, dado que las vacunas reducen de forma importante la transmisión, el efecto neto, en términos poblacionales, se traduce en la salvación de miles de vidas. E insisto, no haría falta obligar a (casi) nadie. Bastaría con restringir la movilidad y ciertos derechos (a veces, ni eso) a quienes no están dispuestos a aceptar ciertas obligaciones que impone la vida en comunidad.
Hasta hace un par de meses el SARS-CoV-2 ha jugado con unas reglas. La emergencia de la variante delta y su mayor transmisibilidad, por un lado, y las incertidumbres que plantea la evolución del virus en los próximos meses, por el otro, suponen un cambio de esas reglas. Quizás es el momento de pensar en cambiar, también, las reglas con las que hacerle frente.
Adenda
(1) Pello Salaburu me ha comentado que ya hace tiempo algunas universidades norteamericanas empezaron a pedir certificados de vacunación. Hoy son muchas, probablemente la mayoría. Y me ha informado de que The Chronicle of Higher Education mantiene actualizada la lista de los campus en que ese requisito está en vigor.
(2) Lluis Montoliu apunta, con razón, que es necesario insistir en los mensajes advirtiendo del riesgo existente en la actualidad, incluso aunque se esté vacunado.
(3) Natxo Arregui Salina me ha hecho ver en twitter que mi comparación inicial del actual exceso de mortalidad con el de un periodo similar el verano pasado no era técnicamente correcta, porque el año pasado nos encontrábamos en el comienzo de la ola (alta incidencia y baja mortalidad) y este año estamos en la fase de descenso (baja incidencia y alta mortalidad). He optado por hacer la comparación con la fase de exceso de mortalidad que identifica MOMO entre el 4 de enero y el 13 de febrero de este año, porque en ambos casos corresponden a fases similares de la ola y son, por tanto, más estrictamente comparables. He editado el texto para reflejar la nueva comparación. La conclusión, no obstante, es similar: el actual exceso de mortalidad es alto; está muriendo demasiada gente.
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