El cuadrado de la distancia
El pasado día 17 el Diputado General de Gipuzkoa, Markel Olano, en una breve alocución a los estudiantes que han participado este curso en el programa Jakin-mina les dirigió esta pregunta: “¿Imagináis cómo estaríamos ahora si no hubiese vacunas contra la covid19?” A continuación, se refirió al papel crucial que está jugando la ciencia para superar el trance en que nos encontramos.
Hace un año y un mes, en El filo de la navaja, expresaba mi convicción de que pasaría mucho tiempo antes de que una vacuna pudiese frenar el desarrollo de la pandemia. Daba por seguro que muchos se acabarían contagiando y muchos también morirían. Sin embargo, un año y un mes después me parece normal que pensemos en el verano próximo como el momento de la relajación y la recuperación de una parte importante de nuestra vida. He interiorizado el impacto de la vacuna sin apenas valorar el abismo que nos separa de una hipotética (mala) vida sin vacunas. Y como yo, creo que muchas otras personas. Es curioso lo endebles que son a veces nuestras elaboraciones mentales.
La pregunta del señor Olano reveló con claridad lo que significa la ciencia en nuestra sociedad. Y permite atisbar el infierno al que habríamos tenido que enfrentarnos si las vacunas contra la covid hubiesen tardado en llegar. Es al que se enfrentan en muchos países a los que las vacunas llegan con cuentagotas, países en los que morirán miles de personas.
A día de hoy, y según el tablero de la John Hopkins University, se han contabilizado en el mundo más de 165 millones de casos de Covid19 y más de 3,4 millones de muertos. Son cifras oficiales; las reales son muy superiores, y solo pueden llegar a atisbarse a partir de los datos de mortalidad -para ser precisos, del exceso de mortalidad con relación a un año típico- que recogen los registros civiles. De acuerdo con un modelo publicado por el semanario The Economist, bien podrían ser 10 millones los fallecidos por culpa del SARS-CoV-2. Las cifras están todavía lejos de la devastación que causó la gripe de 1918, pero pronto serán del mismo orden de magnitud. Para valorar lo que significa esa cifra, téngase en cuenta que en el mundo mueren cada año del orden de 56 millones de personas.
El conocimiento científico, lo decía al principio, ha sido la palanca que, por ahora, parece que puede sacarnos de la debacle sanitaria, el hundimiento económico y el caos social que me preocupaban hace un año. Digo que parece porque, a riesgo de ser tildado de aguafiestas, sigo sin tener tan claro que el final de este desastre esté tan cerca como muchos creen.
En todo caso, los efectos benéficos del conocimiento científico no alcanzan, por ahora, a toda la población mundial, ni mucho menos. La India, el país que sufre ahora los efectos más dramáticos de la pandemia, se enfrenta a la situación con mínimas posibilidades de vacunar a su población. Con más de 1300 millones de personas, si se llega a contagiar, como en España, el 15% de la población, habría 200 millones de contagiados, más que el total de los contabilizados oficialmente a día de hoy en todo el mundo. Y estaríamos hablando, al menos, de 2 millones de muertos más. En realidad, bien podrían ser el doble de esa cantidad. Ese panorama, por las razones dadas aquí, entraña grave riesgos para todos, pero no es eso lo que me interesa destacar ahora, sino la forma en que nos afecta desde otro punto de vista.
El impacto emocional que causa una catástrofe no es directamente proporcional al número de víctimas que provoca. Mil muertes no duelen diez veces más que cien; ni cien que diez; ni diez que uno. Si acaso, y si esto es algo que pudiese medirse, mil muertes quizás causen el doble de dolor que cien; cien, el doble que diez; diez, el doble que uno. Por eso, según esa regla, los 600 mil muertos en los Estados Unidos deberían, quizás, causarnos el doble de dolor que los 80 mil muertos en España.
Pero, en realidad, nos causa mucho menos, porque más que el número, o a la vez que el número, nos impresiona la proximidad, ya sea física, nacional o cultural. El impacto emocional disminuye con la distancia que nos separa de ella. Por eso, los 600 mil norteamericanos muertos, los 500 mil brasileños o los 300 mil indios, nos conmueven mucho menos que los fallecidos en nuestro entorno próximo.
Casi podría enunciarse una segunda regla -aunque, en realidad, no pase de ser una conjetura- según la cual el impacto que nos causa una catástrofe humana es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, física o cultural, que nos separa de sus víctimas.
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