Isabel Díaz Ayuso ha obtenido una gran victoria porque ha ofrecido a los madrileños una vida normal.
No quiero decir con esto que esa sea la razón que ha movido a todos sus votantes. No es eso, ni mucho menos. Las elecciones las ha ganado gracias, principalmente, a votantes de derecha, como es natural. Lo que he querido decir es que el plus obtenido se debe a que ha sido capaz de atraer a muchos abstencionistas y anteriores votantes socialistas, y creo que la razón de esa atracción radica en esa promesa, la de poder vivir una vida normal.
Más de un año de restricciones han cansado a mucha gente. Y, más importante aún, más de un año de restricciones ha cabreado a muchos, ha deteriorado la salud mental de otros, ha empeorado la calidad de los servicios públicos, ha complicado la vida a la mayoría y, sobre todo, ha empobrecido a muchas familias y comprometido las expectativas de muchas más. La gente teme por su futuro. La incertidumbre socava el ánimo y eso tiene consecuencias de todo orden. Quien puede, ahorra, pero quien ahorra no gasta, y si no se gasta, muchos no trabajan. Esos ni siquiera pueden ahorrar.
Díaz Ayuso ha conectado muy bien con esos damnificados. Y lo ha hecho utilizando a Sánchez y al gobierno central como contrapunto, como la referencia de lo que se hace mal o no hay que hacer. El gobierno español ha colaborado entusiasta con decisiones mal explicadas o no explicadas, y con actuaciones tan difíciles de entender como las idas y venidas con las vacunas. Es significativo que la única izquierda que sale bien parada sea la que no gobierna España, aunque sé que en ese fenómeno inciden otros factores no menores.
Me dirán ustedes: “Sí, pero ha muerto mucha gente; y si no se hubiesen tomado esas medidas, habría muerto mucha más.”
Es cierto, si no se hubiesen tomado muchas medidas contra la pandemia, habrían enfermado muchas más personas y muerto por decenas de miles. El sistema de salud habría colapsado y viviríamos una catástrofe total.
Pero por muy cierto que eso sea, si las explicaciones que se dan no se acaban de entender, y si percibimos opacidad y decisiones contradictorias, no es difícil pensar que quizás no están tan justificadas. Unamos ese escepticismo o incredulidad a la extraordinaria capacidad que tenemos los seres humanos de creer (de creer de verdad, no de hacer como que creemos) lo que nos interesa, y la mezcla puede fácilmente dar lugar a pensar que quienes nos están complicando la vida quizás no tengan razón. Es más, yo también creo que hay algunas cosas en las que no tienen razón.
Además, como comentó en petit comité un alto cargo de la administración sanitaria hace unos meses, los números, a esos efectos, no ayudan. Hagamos, para la Comunidad de Madrid, las cuentas (utilizo los porcentajes de memoria, por haberlos leído en fuentes de confianza).
Pongamos que de los 6,65 millones de madrileños se han contagiado por covid un 25%. Creo que es una suposición razonable, porque a finales del pasado año eran del orden del 18%. Serían, por tanto, 1,66 millones las personas contagiadas (¡ojo! contagiadas no quiere decir que los contagios hayan sido verificados mediante análisis).
De esos contagiados, probablemente un 10% han pasado una mala enfermedad; esto es, han podido enfermar de gravedad unos 166000 madrileños.
Si ha fallecido un 10% de quienes han enfermado de gravedad, serían del orden de 16600 las personas fallecidas por covid. Los registros civiles han estimado que el exceso de mortalidad en Madrid ha sido, desde el comienzo de la pandemia, de 18257 personas. Creo que las cifras son muy razonables, porque la diferencia -unas 1600- se puede deber a fallecimientos provocados indirectamente por las demoras en diagnósticos y tratamientos de otras enfermedades.
Si a eso añadimos que de los 18257 muertos de más que ha habido en Madrid por comparación con los que habría habido en tiempos normales, 14354 son personas mayores de 75 años, no es difícil darse cuenta, por cruel que esta observación nos pueda resultar, de que los enfermos graves y muertos por covid no han sido percibidos como desgracias propias por mucha gente.
Para bastantes personas, la pandemia no ha sido una experiencia traumática por los enfermos y muertos que ha ocasionado. Pero sí lo ha sido por el destrozo que las restricciones a la movilidad y a la actividad han causado en su modo de vida y en sus expectativas. Los altercados callejeros y las manifestaciones de trabajadores y pequeños empresarios hosteleros han sido la punta del iceberg del descontento profundo de sectores significativos de la población.
Ideología al margen, quienes han apoyado a Díaz Ayuso porque les ha prometido una vida normal no son personas egoístas, despiadadas, inmorales. Son personas como usted o como yo, que han visto en su discurso y su actitud una luz de esperanza ante un panorama que arruinaba su vida o la de los suyos, y que no han creído que lo que el gobierno español (la izquierda gobernante) ha hecho para combatir la pandemia estuviese justificado. Sánchez, anunciando que dejaba sin prorrogar el estado de alarma, reaccionó, pero lo hizo tarde y mal.
Esta -creo- es una enseñanza que nos deja la pandemia. Es una enseñanza amarga. Al menos para mí lo es. Pero no viene sino a reforzar los argumentos que expuse hace más de un año en el sentido de que los dilemas a los que nos abocaba esta situación eran muy difíciles, y que no se solventaban, sin más, con el simple y contundente “quédate en casa” con que fuimos bombardeados entonces.
Las elecciones a las que me he referido en esta anotación han sido las autonómicas madrileñas, claro. Madrid, seguramente, es diferente de otras comunidades autónomas y quizás no sea prudente extrapolar lo ocurrido allí a esas otras. Quizás no lo sea, pero no estoy seguro de que, hasta cierto punto, en otras comunidades no vayan a ocurrir fenómenos similares. Por el momento, no obstante, pongamos que hablo de Madrid.
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