Síndrome del intruso
Desde que tengo uso de razón han sido incontables las ocasiones en las que me he preguntado qué demonios hacía en el lugar donde me encontraba. Demasiadas veces he pensado que estaba donde no debía.
Estas sensaciones las he experimentado, sobre todo, cuando he asistido a congresos científicos o he tenido que participar en actos públicos o protocolarios a causa de las responsabilidades institucionales que, cada cierto tiempo, me ha tocado asumir.
Nunca he sabido qué hacer ni cómo comportarme en esas situaciones. En los congresos llegué a la conclusión de que prefería exponer comunicaciones orales a posters. Las comunicaciones orales tienen el problema de que actúas ante público numeroso, pero eso no es tan incómodo. Al fin y al cabo, no te diriges a unas personas sino a un auditorio; no es lo mismo.
Pero los posters son otra cosa, te obligan a adoptar una actitud receptiva ante las personas que se acercan a ver lo que has hecho. Una actitud que se encuentra a medio camino de la del vendedor en su puesto de la feria y la del predicador callejero de los Testigos de Jehová. Has de estar dispuesto a difundir al mundo la buena nueva de ese descubrimiento menor que has hecho en tu trabajo, a la vez que te intentas convencer a ti mismo de que se trata de una contribución relevante al conocimiento. Nunca he sabido muy bien que se espera de uno en situaciones tales. Y el caso es que hay colegas que parecen haber nacido para ello; por sorprendente que me resulte siempre, los hay.
Los actos institucionales son peores aún. Están poblados por verdaderos profesionales del medio, normalmente personas con alguna responsabilidad política, empresarios, representantes de asociaciones, de las universidades, u otros. Veo que se desenvuelven con naturalidad, que se dirigen la palabra unos a otros como si se conocieran de hace años (quizás se conozcan, de hecho). Y me dan envidia. Me gustaría ser como esas personas, desenvueltas, agradables, simpáticas, dicharacheras, incluso. Pero no me es posible.
Mención especial merece el palco de los estadios de fútbol; no se me ocurre un entorno más absurdo y, en este pequeño universo que habito, más hostil.
Tengo escrito por aquí que me desenvuelvo mal en situaciones sociales. Y es cierto. Es muy posible que eso esté en la base de mis dificultades para hallar mi sitio en actos como los que he comentado. Pero no se reduce a eso. Hay algo más.
El caso es que no tengo dificultad alguna para dirigirme a un auditorio, por muchas que sean las personas que en él se encuentran. En algunas de esas ocasiones he empezado mi intervención con algunos nervios, pero no ha sido por los motivos que me afligen en reuniones sociales. Ante un auditorio sé cómo comportarme. Sé qué debo hacer. Me puedo poner nervioso si no llevo bien preparado lo que debo decir, como me ha ocurrido alguna vez hace muchos años cuando me han encomendado improvisar ante centenares de personas con menos de media hora de antelación. Ahora es difícil que me ocurra tal cosa. En cualquier caso, esto es diferente, mucho menos estresante.
En alguna ocasión he pensado que lo que me acongoja es una especie de ‘síndrome del impostor’, ese sentimiento de inferioridad con respecto a las personas con las que coincido. Pero no es así. No me siento inferior. Me siento un extranjero, un extraño. He llegado a la conclusión de que me veo como una especie de arribista, de advenedizo, de intruso.
En mi ánimo quizás tenga alguna influencia el hecho de ser emigrante. Este país me ha tratado bien; muy bien, incluso. También a mi familia. Pero no descarto que en las pocas ocasiones en que he encontrado actitudes de rechazo por mi origen foráneo hayan dejado algún poso en mí. Ni siquiera eso, incluso. El viaje que me sacó de Salamanca en septiembre de 1970 y me trajo a Bilbao dejó en mí un sentimiento de desarraigo que, si bien ya se ha hecho demasiado leve como para representar un problema, más de medio siglo después no he conseguido superar.
Y de un modo similar, últimamente –antes esto no me ocurría– experimento la sensación de no pertenecer a la clase social de muchas personas con las que coincido en esas situaciones. Sé que no soy la única de origen suburbial –el Rollo, en Salamanca y Cabieces, en Santurce, han sido y quizás sigan siendo la periferia de la periferia– pero sí me parece que la mayoría tiene otra procedencia, que se ha educado en un colegio de eso que antes llamábamos ‘de pago’ y que ha estudiado en una universidad privada.
Pero lo cierto es que la extrañeza que siento es más profunda, que forma parte de mi yo más íntimo, que no tiene demasiado que ver con mis orígenes sociales o geográficos, ni es consecuencia de la educación que recibí. El caso es que esa sensación de impostura, extrañeza, alteridad o intrusismo está ahí, agazapada de forma permanente, y emerge, sobre todo, en situaciones sociales. Por eso he llamado ‘síndrome del intruso’ a ese sentimiento. Porque es así como me siento, como un intruso, y creo que eso es lo he sido, un extraño, desde que tengo uso de razón.
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