Soy racional, estoy libre de sesgos
El añorado Pepe Cervera, en uno de los artículos que escribió para el Cuaderno de Cultura Científica, dejó dicho que «un poco de conocimiento es peor que la ignorancia: al menos quien no sabe es consciente de ello, pero el que sabe poco y mal cree que sabe, estando equivocado.»
Sirva la cita de Pepe para introducir el tema; aunque –lo confieso– tampoco estoy seguro de que lo que decía nuestro amigo tenga que ver con lo que sigue.
Supongo que habrá leído u oído usted hablar sobre el efecto Dunning-Kruger. Es, por si no lo conoce, un sesgo cognitivo por el que aquellas personas con escasa habilidad en alguna tarea sobrestiman el nivel con que la desempeñan. La gente que sabe poco suele creer saber más de lo que realmente sabe. La gente con escasa capacidad intelectual tiende a creer que la suya es más alta de lo que realmente es. Y así con otras habilidades.
Hay quien sostiene que quienes experimentan ese sesgo ignoran ser poco competentes y que esa es la razón por la que se creen más de lo que son; llaman a ese fenómeno la “componente metacognitiva” del efecto. Pero, al parecer, esto no está nada claro.
En todo caso, esto no va del efecto Dunning-Kruger, sino de otro asunto. Es posible que ambos estén relacionados. He recurrido a él para facilitar, por analogía, la explicación posterior.
El caso es que llevo una temporada pensando sobre un curioso –o no tan curioso– fenómeno que se me antoja emparentado, siquiera sea de forma lejana, con el efecto antedicho. Se trata del comportamiento de ciertas personas que, teniéndose por muy racionales y creyendo actuar de la forma más racional posible, incurren en sesgos evidentes en una medida muy superior a lo que les ocurre a las personas que carecen de una percepción tal de sí mismas o ni siquiera se preocupan de si sus actuaciones son racionales o no.
De ser cierto, este es un fenómeno curiosamente paradójico, porque me parece que la misma pretensión de actuar sin sesgos es un motivo poderoso por el que a las personas afectadas les resulta más fácil incurrir en ellos. Al fin y al cabo, parece lógico que quien está convencido de ser inmune a los sesgos o de verse afectado en una medida mínima por ellos, prescinda con más facilidad del examen crítico de sus propios pensamientos y actos. Sencillamente no considera necesario ese ejercicio de introspección.
Al tenerse por muy racionales, esas personas gozan (o sufren), además, de una considerable seguridad en sí mismas. ¿Qué duda puede asaltar a quien, como punto de partida, se considera libre de sesgos?
«¿Que si soy nacionalista? Claro que no, ¿Que por qué me encanta que gane ‘la roja’? ¡Nos ha jodido mayo con sus flores! Porque es la selección de mi país; nos representa a todos.»
«A mí me da igual de qué color sea la piel de mis clientes; lo que no quiero es que cualquier desarrapado entre en mi bar».
«Los del JJ (el otro partido político) han entrado en política por interés, a hacer negocio».
«Tengo la misma consideración a hombres y a mujeres, pero está claro que las chicas no valen para ciertos trabajos. ¡Ni los chicos para otros, ojo!».
«No me importa compartir asiento con una gitana o con un sudaca en el autobús. Pero me fastidia que lo llenen todo de bolsas».
Las personas a quienes oigo alguna de esas expresiones las formulan convencidas de lo que dicen, o eso creo, al menos. Y si la paradoja que he descrito antes refleja la realidad, creo que el desajuste entre lo que afirman y su comportamiento real es mayor en quienes se consideran a sí mismos muy racionales.
Esto no tiene nada de científico; carezco de pruebas que avalen esta conjetura. Es lo que, en inglés, llamarían una wild hypothesis. Pero no creo andar muy descaminado. Y si usted se ha visto reflejado en alguna de las expresiones entrecomilladas, no me lo tenga muy en cuenta. Yo me he visto reflejado en todas ellas, salvo en la del fútbol; pero eso no tiene mérito, ya me conocen.
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