Nuestra madre utilizaba la expresión amor propio a menudo. Decía: “Javi tiene mucho amor propio” o, “tu tía casi no tiene amor propio”. De pequeño, cuando se lo oía decir, no estaba muy seguro de qué significaba aquello. Pensaba que el amor no era algo que uno tuviera para consigo mismo. Por eso no lo entendía.

Andando el tiempo, y por el contexto y comentarios acompañantes, aprendí que el amor propio era una especie de orgullo, una fuerza interior que te impulsaba a esforzarte para conseguir algún objetivo difícil. En él se condensaban el pundonor, la determinación, el empuje y la tenacidad. Entonces no lo hubiera formulado así, por supuesto; esta es la forma en que lo pienso ahora. Ese amor propio expresaba también, cuando era el caso, la satisfacción y el orgullo por el esfuerzo y por su resultado, pero siempre que esa satisfacción y orgullo fueran consecuencia de haber ejercitado aquel lote de virtudes.

El tiempo ha cambiado las cosas. “Amor propio” se usa cada vez menos, si es que se usa algo aún. Y en su lugar, ha ido extendiéndose “autoestima”, una palabra inexistente en el vocabulario de mi niñez y adolescencia. De hecho, conforme disminuía el uso de una, crecía el de la otra, como si esta haya ido sustituyendo a aquella. Y no debe extrañarnos la sustitución. Las pocas veces que ahora se usa la primera, se dice como sinónimo de la segunda.

«Autoestima” se ha convertido en uno de los términos más socorridos de la psicología popular, como “frustración”, “trauma”, “motivación”, “subconsciente”, “emocional” u otros bien conocidos. Se han popularizado debido a la penetración social que ha alcanzado la psicología. A eso, y al atractivo que ejercen ciertos tecnicismos en buen número de prescriptores.

Interesado como estoy en estas cosas, me he ido al diccionario de la RAE y he consultado “autoestima” y “amor propio”. De la primera dice que es “valoración generalmente positiva de sí mismo”. De “amor propio” hay dos acepciones. Según la primera, es “amor que alguien se profesa a sí mismo, y especialmente a su prestigio”. Y según la segunda, “afán de mejorar la propia actuación”.

Si no he entendido mal las definiciones de la RAE, “amor propio” –en su primera acepción– y “autoestima” significan en esencia lo mismo. Se refieren ambas a la valoración que hace una persona de sí misma.

Esa semejanza de significados está en consonancia con lo que dice la psicóloga Laura Palomares Pérez al definir “amor propio”, aunque ella elabora mucho más la definición. Dice que «es el conjunto de emociones y predisposiciones cognitivas asociadas a la autoevaluación que un individuo hace de sí mismo. Es decir, que se trata del modo en el que realizamos valoraciones de nosotros mismos, incluyendo aquí la carga emocional de las apreciaciones sobre el autoconcepto (el concepto del “Yo”). Al hablar del amor propio, nos estamos refiriendo a la autoestima, y este último término es el más utilizado en Psicología.»

En una línea similar, la Wikipedia dice que «la autoestima es el conjunto de percepciones, pensamientos, evaluaciones, sentimientos y tendencias de comportamientos dirigidos hacia uno mismo, hacia nuestra manera de ser, y hacia los rasgos de nuestro cuerpo y nuestro carácter. En resumen: es la evaluación perceptiva de nosotros mismos.»

A los efectos de lo que me interesa hoy, lo más significativo de la entrada en la Wikipedia es que “Amor propio” redirige a “Autoestima”.

Tenemos, por tanto, que ambas significan esencialmente lo mismo. Además, una ha sustituido a la otra. Pero –y aquí quería llegar– la decadencia del uso de “amor propio” se ha llevado por delante su segunda acepción, esa que, de forma tan tosca, la RAE define como “afán de mejorar la propia actuación”. Y al llevársela por delante, no solo ha desaparecido la expresión, sino que también lo ha hecho la virtud que nombraba.

Esa combinación de pundonor, tenacidad, determinación y empuje en que, en mi ánimo, consistía el “amor propio” al que hacía referencia nuestra madre es –o era– una virtud. Habrá quien no la valore o que ni siquiera le atribuya tal condición. Pero entre las virtudes que más estimo, el amor propio ocupa un lugar destacado. No la autoestima, no la valoración de mí mismo; lo ocupa el amor propio.

Complemento necesario

En la vida nos ha sido dado un papel que hemos de representar. El personaje no lo creamos nosotros, salvo en raras ocasiones. En otras palabras (aunque no del todo correctas): lo que somos, ese crepitar constante en el amasijo de fibras nerviosas conectadas con órganos y sistemas, no depende de nosotros. Sin embargo, una vez nos metemos en nuestro personaje, una vez lo hacemos propio, lo representamos en el Gran Teatro del Mundo, estamos obligados a actuar de acuerdo con las reglas que impone ese papel. Por eso, el esfuerzo y la determinación que pongo en juego cuando debo superar alguna dificultad, sí depende de mí. Depende del personaje que represento. Por eso valoro el empeño, la determinación, el orgullo, la tenacidad… Por eso valoro el amor propio. Y por eso detesto que se haya desvanecido, y haya sido sustituido por un tecnicismo ramplón, por una palabra sin alma.

Adenda

Me dice Pello Salaburu en X que según el Diccionario Histórico del Español, de la RAE, el término «autoestima» aparece usado por vez primera por el argentino Marcos Aguinis en la novela ‘La cruz invertida’ (1970). Por alguna razón no me ha extrañado que el primer uso escrito de un tecnicismo de la psicología como este fuese por un escritor argentino.

Y Alberto Cifuentes, también en X, me da esta definición de amor propio en gallego: «Estima que un ten de si mesmo, que o leva a tratar de ganar a aprobación dos demais e non deixarse superar». Es decir, corresponde a la segunda acepción en el DL de la RAE.