Sobre el sustrato encefálico de (algunas) metáforas
Lo que sigue es una conjetura en toda regla. Me ha surgido leyendo Determined, el último libro de Robert Sapolsky. Para entrar en materia he de describir lo más brevemente y de la forma más sencilla posible el resultado de unos experimentos. Les pido que superen la repulsión que puedan sentir en algún momento, porque se van a encontrar con alguna escena algo desagradable. Es imprescindible; lo siento.
Sometieron a los sujetos experimentales a dos condiciones alternativas. Unos tuvieron que meter la mano en un baño de agua helada. Los otros hubieron de ponerla, protegida por un fino guante, sobre un fluido que simulaba un vómito. ¿Asqueroso, no es cierto?
Inmediatamente después de someterse a esas condiciones, esas personas hubieron de valorar la gravedad de la vulneración de normas de dos tipos diferentes. Unas estaban relacionadas con la limpieza (o pureza, purity), como podía ser restregar un cepillo de dientes por el suelo de un cuarto de baño o arrojar a alguien a un cubo de basura que estaba infestado de cucarachas. Las otras normas vulneradas no estaban relacionadas con la pureza, como rayar el coche de otra persona con una llave.
El resultado fue que las personas que habían puesto su mano sobre un simulacro de vómito proponían castigos más severos para quienes habían vulnerado las normas relacionadas con la pureza que para quienes habían vulnerado otras normas. Sin embargo, quienes habían metido la mano en agua fría no proponían castigos más duros para las vulneraciones de normas relacionadas con la pureza.
La conclusión del experimento es que la evaluación moral de un comportamiento se ve afectada, de forma negativa, por una sensación desagradable previa.
En ese fenómeno interviene una región encefálica llamada ínsula o corteza insular. En los mamíferos la ínsula se activa al percibir que el alimento recién ingerido o a punto de ser ingerido se encuentra en mal estado; desencadena una respuesta consistente en expulsar lo que se acaba de introducir en la boca o vomitarlo si se ha ingerido. Es un mecanismo de protección.
Pero resulta –y aquí viene lo interesante– que la ínsula también responde a estímulos que consideramos moralmente repulsivos.
Cuando los seres humanos o nuestros ancestros recientes generaron sentimientos morales relacionados con la pureza de los comportamientos, estos no fueron el resultado de la activación de estructuras encefálicas nuevas, ad hoc. En vez de eso, el encéfalo hizo uso de una estructura de la que ya disponía. La evaluación de las conductas que se relacionan de forma negativa con la pureza pasó a formar parte del catálogo de percepciones de las que se ocupa la ínsula, que no diferencia olores de comportamientos nauseabundos. Ese es el fundamento de las metáforas según las cuales el asco o repulsión moral deja mal sabor de boca y provoca nauseas.
Las sensaciones de asco no son las únicas que pueden modificar la actuación o el juicio de los sujetos que las experimentan. Existe una larga tradición de identificación de la bondad moral con la belleza de las personas. Y aunque hoy casi nadie expresaría esa identificación de forma consciente –la mayoría de la gente no se atrevería–, lo cierto es que se produce de forma inconsciente y tiene consecuencias.
A las personas atractivas se las suele considerar más honradas, inteligentes y competentes; es más probable que sean contratadas o elegidas, y también que reciban sueldos mejores. Es menos probable que sean juzgadas culpables de haber cometido un crimen y tienden a recibir condenas más leves.
El cerebro no distingue demasiado bien bondad y belleza. Ambas evaluaciones activan la misma región, la corteza orbitofrontal; cuanto mejor o más hermoso es alguien, más intensa es la activación de esa estructura (y menos la de la ínsula, por cierto). Al parecer, al encéfalo no le ha dado tiempo –en escala evolutiva– de distinguir moralidad y belleza.
Al leer estas cosas no he podido dejar de pensar en la naturaleza de las metáforas. Dice la Real Academia que una metáfora es una «traslación del sentido recto de una voz a otro figurado, en virtud de una comparación tácita». Pero creo que esa definición se queda muy corta.
Los legos solemos pensar que las metáforas son figuras que obedecen a la voluntad expresa y consciente del hablante o del escritor o la escritora, que las crea al objeto de otorgar expresividad y, si es posible, belleza formal al texto que crea. Sin embargo, leyendo a George Lakoff descubrí que el lenguaje es eminentemente metafórico, que numerosísimas voces a las que no asignamos carácter metafórico lo son.
El idioma está, literalmente, plagado de metáforas. En ocasiones son muy claras; piensen en subir, elevarse o ganar altura: de un movimiento vertical que consiste en ascender en el espacio físico, se ha producido la traslación a, por ejemplo, los escalafones profesionales o académicos y a varias otras “subidas”, como la de los precios (que “suben”), la consideración moral (“elevados” principios) o la cultura (“alta” cultura). Pero en otras, la evolución de las palabras ha ocultado el carácter metafórico de sus orígenes (vean bonitos ejemplos aquí).
Pues bien, la coincidencia en el encéfalo humano del procesamiento de diferentes formas de repulsión o disgusto en una misma estructura encefálica hace que la correspondiente metáfora sea consecuencia de un común sustrato y procesamiento neurológico para las dos sensaciones, la correspondiente a la evaluación física y a la moral. Y esto hace que me plantee hasta qué punto este tipo de coincidencias –que no casualidades– tienen carácter mucho más general en las metáforas de largo recorrido en el idioma.
George Lakoff sostiene que somos entidades neurales. Según él, “nuestro encéfalo recibe información del resto del organismo. Sus características [las de nuestro organismo] y cómo funciona este en el mundo estructuran los conceptos que podemos utilizar para pensar. No podemos pensar cualquier cosa, sólo lo que nuestro encéfalo corporizado nos permite”. Aunque no estoy seguro, me da la impresión de que esta es, en el fondo, la noción que subyace a los vínculos a los que me he referido antes.
Temo no haber sido capaz de expresar con suficiente claridad la inquietud (en un sentido positivo) que me ha suscitado la lectura y las reflexiones derivadas de la misma. Pero confío en que, al menos, habrá quien, estimulado por estas cuitas, se beneficie de su lectura y pueda llegar a alguna conclusión de interés.
4 Comentarios En "Sobre el sustrato encefálico de (algunas) metáforas"