Ensoñaciones y trampantojos
Les voy a dar cuenta de dos historias, muy breves ambas, apenas dos anécdotas. La primera me la contó el otro día un convecino cuya identidad no desvelaré por discreción. Sucedió en el parque de Artaza, Leioa, en una terraza del bar que hay a la entrada, en un lugar normalmente tranquilo, muy agradable. El lugar, en realidad, no es una terraza al uso; es un espacio de cesped abierto, rodeado por una valla de madera, a los solos efectos de delimitar la superficie en la que colocar el mobiliario.
Estaban unas personas tomando sus refrescos cuando a un gorrión se le ocurrió posarse en la mesa y empezar a picotear las migajas que quedaban encima. En ese momento, un perro que andaba por allí se lanzó a la mesa con la intención de dar caza al gorrión, a resultas de lo cual las bebidas se fueron al suelo o se vertieron por encima de los parroquianos. En esa zona del parque está prohibido que los perros anden sueltos -tienen una zona habilitada para que puedan correr, ladrarse unos a otros y, llegado el caso, pelearse-, pero esta es una de esas prohibiciones testimoniales, sin efecto alguno.
El caso es que el dueño del perro, ante el estropicio causado por su mascota, montó en cólera y pidió la hoja de reclamaciones en el bar. Le parecía intolerable que el tabernero permitiera la presencia de gorriones en el espacio delimitado por la valla y, más intolerable aún, que se les permitiera posarse en las mesas. No satisfecho con rellenar la correspondiente reclamación, llamó a la policía municipal que, ante la sorpresa de propios y extraños, se presentó con celeridad.
La segunda historia es más personal; su protagonista es mi padre. Arcadio Manuel -así se llama, aunque lo normal es que lo llamen Arcadio o, más frecuentemente, Manuel- pronto cumplirá 88 años de edad y vive, desde hace casi dos, en una residencia. Se trasladó a vivir allí porque padece párkinson, una enfermedad neurodegenerativa, multiforme y terriblemente incapacitante. Como muchos otros enfermos de este mal, apenas puede andar (se desplaza en silla de ruedas), tiene dificultades para deglutir y, lo que resulta más desconcertante, experimenta lo que los neurólogos llaman ensoñaciones.
Se trata de experiencias que no son reales, pero que él percibe como si lo fuesen. Tienen un anclaje lejano en la realidad pero su desarrollo suele ser surrealista. Un día puede relatar que ayer salieron de excursión a Orduña o que se dio un paseo de dos horas de duración desde Santurtzi hasta Sestao. No suelen ser experiencias negativas o dolorosas, lo que me tranquiliza. Tiendo a pensar que vive en mundos diferentes de manera simultánea y que su consciencia transita entre ellos. En ocasiones, las trayectorias de sus vidas en esos mundos se entrecruzan con la de la vida real; solo en ocasiones. Lo visito con regularidad y me habla de esas experiencias. Reales o no, son las que él ha vivido.
A veces, por momentos, es consciente de que experimenta ensoñaciones. Hace unos días me dijo que “el 90% de mi vida es irreal”. Le pregunté por la vida de los demás y me respondió: “pues parecido”. La enfermedad lo ha convertido en filósofo.
Pero lo que realmente quiero contar es otra cosa. Reproduzco la conversación que tuvimos:
Él: – ¿Qué día dices que es hoy?
Yo: – Sábado, hoy es sábado.
Él: – Pues para la gente de aquí es martes.
Yo: – ¿Y cómo es que es martes? ¿Quién lo ha decidido?
Él: – Ha sido cosa de los sindicatos. Ellos lo han decidido. Son los que deciden el calendario.
La vida nos depara momentos sorprendentes, únicos. Las conversaciones con mi padre, cuando adquieren tintes kafkianos, me ayudan a relativizar las miserias del mundo.
Mi padre, a causa de su enfermedad, no tiene una imagen fidedigna de la realidad, tampoco coherente; no está en su mano cambiar eso. Es comprensible. Peor es lo del tipo del perro y el gorrión. Él tiene una imagen -fidedigna o no- unívoca, coherente, de lo que le rodea pero recurre a un trampantojo para alterarla a los ojos de los demás; pretende así evadir su responsabilidad. Si reflexiona usted un poco, se dará cuenta de que, en mayor o menor grado, hay muchas personas que actúan de un modo similar a como lo hace el dueño del perro. Y a muchos les funciona.
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